“La había encendido bajo el níspero. Le había echado gasolina y después encendido. Y ella se quedó cubierta en llamas, en incendios, brillando hasta apagarse entre las luces de Navidad. Fue mi hija la que alertó del crimen, señor juez. Su nieta, la de mi madre, que entonces estaba con ella. Se marchó corriendo a la casa de la vecina y se lo dijo: ‘Mi abuela está ardiendo’. Pero ya llegaron tarde, señor juez, porque de mi madre no había más que cenizas”.
Había tardado en preparar aquella declaración casi un año. 365 días para repetir aquellas cuatro líneas ante el juez que juzgaba el asesinato de su madre. Se había prometido que no iba a llorar, que no iba a complacerle, que no iba a darle a ese ser inhumano el gusto, pero el recuerdo de su madre le había abierto goteras en los ojos y ya no podía cerrarlas.
Se apretó con fuerza la medallita de oro de la Virgen de las Angustias, como rebuscando algún resto de fe en el metal abollado, y se frotó los ojos, que parecían dos medias lunas negras, con la manga del vestido. Llevaba el traje de paño rojo, el mismo que su madre se había confeccionado hacía apenas un año para ir a aquel plató de televisión. Le estaba ancho de mangas y las hombreras se le venían al cuello como dos tablas de planchar, pero a ella le daba igual, porque sentía que así la llevaba consigo.
Los ojos se le habían perdido en todas las esquinas de aquella sala de los juzgados de Granada. En las dos horas que llevaban encerrados allí había chocado miradas con los nueve miembros del tribunal popular. Incluido el hombre con gafas de la segunda fila, que se había desentendido del asunto y se había colgado de la oreja el auricular del transistor, seguramente para seguir el partido que tocara aquella tarde. También había puesto el ojo en la funcionaria encargada de registrar el juicio a máquina y en el agitar del bolígrafo contra el papel del graderío de los periodistas acreditados para cubrir la causa.
Pero ni aquella tarde, ni la anterior, ni las últimas tres sesiones que llevaban de juicio había conseguido girar la vista hacia la derecha. Hacia el banquillo de los acusados. Y mirarle a él, al asesino de su madre. La última vez que le vio fue hace casi un año, el 17 de diciembre, el día en que se incendió todo, pero aún así era capaz de recordar cada detalle de su cara porque la veía todos los días en su reflejo. Los dos tenían la misma cara alargada, como de aceituna, y esos dientes de ratón, que apenas se dejaban ver al hablar. Pero era la nariz, esa nariz curva que le caía sobre la comisura de la boca como un tobogán y que siempre había despertado sus recelos, la que la marcaba como hija inequívoca de aquel hombre.
Él la había llamado cientos de veces durante todo aquel año, para hablar con ella, para pedirle perdón. “Lo hice porque estaba loco de celos, Candelita”, se repetía aquella voz en el contestador. Pero ella jamás descolgó el teléfono. Ni respondió a las peticiones de su abogado desde la prisión. Tampoco volvió a acercarse a la casa del níspero, aunque ya nadie quedaba viviendo allí.
El que había sido su padre había querido acercarse a ella durante la primera sesión del juicio. La había llamado, había gritado su nombre y lanzado amenazas contra ella y todos los que estaban en la sala. Pero al poco tiempo se cansó y ahora solo la miraba desde la tribuna de al lado.
Durante su declaración, había podido ver sin necesidad de mirarle sus ojos de zorro viejo, avellanados como los suyos, pero llenos de terror. Ella podía verle sin necesidad de mirarle. A él, a su nariz de tobogán, a su boca de ratón y a sus ojos de avellana, llenos de miedo y pidiendo perdón. Pero ella no paró de hablar. Y lo contó todo. De su madre, del níspero y de cómo la incendió.
“El que fue mi padre la mató”, dijo. Y se marchó de la sala sin mirar una última vez al hombre sentado a su derecha.