Hundido en el relativismo y la guerra, el mundo sigue empeñado, bien entrado ya el siglo XXI, en emprender un largo viaje hacia el final de la noche. Así lo predijeron Céline y O’Neill, cada uno por sus razones, y ese es el mandato social y político. Sin embargo, mientras escribía estas líneas, he podido contemplar un amanecer venturoso, jovencísimo, con optimista emoción. Sobre las hojas verdes del árbol que más cerca tengo de la vista, ese sol todavía infante forma patrones que hacen contrastar las ramas asimétricas con los ánimos de regocijo de un tiempo nuevo. Así, la conciencia de primicia se transforma en la realidad de un ánimo lector que persiste.
Tengo que explicarme, pues me visita ahora, por segunda vez desde hace años, un libro de casi ochocientas páginas que traje conmigo de Londres hace tiempo, así es que lo abro y lo saludo. Sus páginas, sin apenas espacios en blanco, me devuelven la reverencia, conminándome a seguir. Le pregunto, sin vacilación, que quién es. Sé que él, con mirada filosófica, volverá a detenerse por un momento, impondrá una expresión inteligente, y luego continuará rodando sobre la superficie de estantes poblados de otros libros, como si dijera: ¿acaso no es algo bueno estar vivo, medio siglo después? Aplaudo su vivificante alegría, mientras sé que el libro correrá, pronto y de nuevo, al hueco que ocupaba. En efecto, dobla enseguida la esquina y desaparece, continuando ese patrón, tan literario, de las salidas rápidas. Queda el recuerdo de la portada, que pertenece a aquel tiempo en el que las cubiertas bien diseñadas aportaban su prurito de dignidad y emoción a las nuevas ficciones.
Cuando Thomas Pynchon publica El arco iris de gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973), la política exterior estadounidense en Vietnam da un paso atrás, poniendo fin a su participación militar, cuya franja austral habrá de colonizar el feroz régimen comunista del norte. Puede decirse que esta novela innovadora, pues de ella estaba hablando desde el principio, confluye con su propia época, bien que enmascarada en la Segunda Guerra Mundial: es una articulación muda de las condiciones en las que se vivía entonces y en las que vivimos hoy. No sólo nosotros, sino todo el mundo. Digamos del espíritu de la época, incluso toda la propia condición humana, y por eso nos mantiene en contacto con la realidad. Como lector, uno podría pensar que no podemos consentir que los desencantados con la sociedad, como Pynchon, perturben con explosivos literarios a nuestra población.
El caso es que, aunque Gravity’s Rainbow parece estar escrita, sin otra cosa, como si estuviera a punto de estallar, pienso, en cambio, que se trata de un intento de escapar de la pesadilla a la que se ancla el mundo. El inicio trae los ecos del dove descending eliotiano: «Llega un grito a través del cielo. Ha ocurrido antes, pero ahora no hay nada con lo que compararlo. Es demasiado tarde. La Evacuación sigue adelante, pero todo es teatro. No hay luces dentro de los coches. No hay luces en ninguna parte. Sobre él se alzan vigas viejas como una reina de acero y, aún más arriba, unos cristales que dejarían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le asusta la manera en que pronto caerán los vidrios… será un espectáculo: la caída de un palacio de cristal. Una caída en cese total de luz, sin un solo destello, apenas un estrepitoso e invisible desplome»[1]PYNCHON, Thomas. 1975. Gravity’s rainbow. London: Picador, p. 3 (todas las citas, que a partir de ahora se consignan entre paréntesis, estarán extraídas de aquí).
¡Qué inicio magistral! Escribo estas líneas, tan indeciso e impresionado como la primera vez, aunque sólo pretenda homenajear este libro, monumental e inclasificable, pues su cincuentenario se cumple este mismo año. Homenajearlo y nada más, pues la reputación del esquivo Pynchon está bien asentada y sus premios han ido coronando, sorbo a sorbo, una determinada forma de hacer literatura. Pensemos, por un instante, en la historia: hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, el estadounidense Tyrone Slothrop demuestra ser capaz de predecir la ubicación de los bombardeos sobre Londres gracias a sus erecciones. A este héroe con ecos del niño-cabra de John Barth, los servicios secretos británicos y estadounidenses deciden vigilarle de cerca y, en todo ese periplo, nos encontraremos con un pulpo gigante, un viaje en globo, un casino en la Costa Azul, perros en experimentación, cohetes, explosiones, desapacibles escenas eróticas, estrellas de cine y un largo etcétera.
Puede, en efecto, que cuando el lector se asome a él, por vez primera, se desanime por su doble complejidad: por un lado, el lenguaje, donde las palabras se superponen, los diálogos pierden su sentido, la linealidad de la historia se desdibuja y las frases devienen telescópicas. Por otro, una trama en la que a veces es difícil orientarse. Pero los lectores de Pynchon sabemos que su forma de divertirse pasa por el uso de digresiones, parábolas, descripciones precisas y oscuras referencias. Sin embargo, esas dos dificultades de las que hablaba están relacionadas: la dificultad del lenguaje no favorece la comprensión de la trama y ésta se ve enturbiada por un lenguaje complejo. Así, uno puede leer diez páginas sin entender nada y, de repente, hallar sentido en las cinco siguientes.
Llegados a este punto, es importante contextualizar. Sabemos que Pynchon ha estudiado en Cornell, la universidad de Ithaca (sí, el topónimo es importante), y V. (1963), su primera novela, francamente extraordinaria, suponía un debut como pocos en aquel tiempo, gracias a la mezcla de estilo desenfadado y prosa objetiva. Otros literatos célebres, también alumnos de Cornell, fueron Richard Fariña, con la magistral Hundido hasta el cielo (Been down so long it looks like up to me, 1966), escrita en un estilo colmado de prosa poética e imaginativos diálogos; el vanguardista William H. Gass, con su pequeña obra maestra de la modernidad, En el corazón del corazón del país (In the Heart of the Heart of the Country, 1968). Y por último, pero no menos importante, gracias a la influencia, entre otros, de Pynchon, Ronald Sukenick, que habrá de certificar, en 1969, la muerte de la novela.
Sukenick trataba, con ella, de escapar de los confines de la forma literaria tradicional y de la subjetividad: «La ficción constituye una forma de ver el mundo. Por lo tanto, empezaré por considerar cómo se ve el mundo en lo que creo que ahora podemos empezar a llamar la novela post-realista contemporánea. […] El escritor contemporáneo –el escritor que está en contacto agudo con la vida de la que forma parte- se ve obligado a partir de cero: la realidad no existe, el tiempo no existe, la personalidad no existe. […] Ahora nadie conoce la trama. […] El tiempo se reduce a presencia, al contenido de una serie de momentos discontinuos. […] La realidad es, simplemente, nuestra experiencia, y la objetividad es, por supuesto, una ilusión. […] A la vista de estas aniquilaciones, no debería sorprendernos que la literatura tampoco exista, ¿cómo podría? Sólo existen la lectura y la escritura, que son cosas que hay que hacer, como comer y hacer el amor»[2]SUKENICK, Ronald. 1969. The death of the novel and other stories. New York: Dial, p. 41.
Debemos, pues, permanecer abiertos a lo desconocido. Entramos en el terreno de la gravedad, de la mano de Pynchon, leyendo directamente del Libro de la Naturaleza y, como apunta Nadeau, el enemigo ya «no es el despiadado individualismo romántico de los dictadores totalitarios y/o fascistas, sino el de todos los dirigentes, incluidos los marxistas, que ejercen su dominación mediante sistemas cerrados y simbólicos en nombre del bienestar material»[3]NADEAU, Robert. 1981. Readings from the new Book of Nature. Amherst: The University of Massachussets Press, p. 143. Así las cosas, El arco iris de gravedad resultaría una enigmática delicia en la que se nos explica la prueba experimental de la teoría de la relatividad, filtrada, como es natural, por el desquiciado tamiz pynchoniano. Pero quisiera ir más lejos e invitar a suponer que El arco iris… fuese un cubo de Rubik. Vamos a tener que retomarlo todo por aquí. Desde esa perspectiva, escribir la novela sería confiar cada vez en un cuadrado, que se mueve en una de las caras del cubo, entre un conjunto de colores posibles. ¿Cuáles serían, pues, los colores? El Cohete, declinado en sus múltiples variantes, un personaje importante (Tyrone Slothrop, Pirate Prentice, Enzian), la Zona, un eliotiano páramo yermo de posguerra (bodega, campamento, ruina), el habitual campo técnico, tan útil en la guerra (química, balística, topología) y la subcultura (superhéroes de cómic, ficción pulp, un absurdo elenco de villanos, entre piratas, contrabandistas, junkies o mujeres fatales).
Para Pynchon, escribir una novela –sirven lo mismo El arco iris… que Mason & Dixon o Al límite– significa multiplicar las combinaciones, hacer que los cuadrados aparezcan en todas las mezcolanzas posibles. Tocar el cubo de Rubik como se toca un instrumento en el free jazz: en un impulso urgente, colorista, espectacular, sin limitaciones de sentido ni de finalidad. Su espacio literario no lo pueblan ya temas ni significados, sino que todo está del lado del signo y el contrasigno. El cubo de Rubik es semiótico. Una saturación de formas y movimientos. Una hipnosis o psicosis de colores. Jugar así es dejarse subyugar por la maleabilidad del cubo móvil y el pleonasmo de sus combinaciones, por la fluidez mecánica de las secuencias y el fácil deslizamiento de las piezas. Cada cuadrado es un signo oculto, presente, aún por adivinar: «Ahora tal vez podríais aclararme algo» –se exige en la novela- «¿qué significa esto?» (563). Este es el territorio del enigma y la incertidumbre.
A veces, el objeto que falta en una página, como el cohete que se escapa y tras el que corre Slothrop, no es sino el objeto sobrecodificado de la página siguiente: el Cohete es fálico, en un mundo eréctil desbordado por los impulsos sexuales de los soldados, ahogado por la hipersexualización de su tiempo, también del nuestro. El Cohete cuya curva, conforme al arco iris de la gravedad, es la polución última, una eyección determinante. El signo no está ahí para dar sentido. El Cohete no dice ni expresa nada, no es una metáfora. En todo caso, deviene falso ídolo cuya búsqueda se nos concede como quimérica parábola. El cohete es una pista persistente en el flujo de las historias, un indicador: aquí, más adelante, ahora, ya, más tarde. El signo nos incita a rastrear historias y buscar el Cohete será, por tanto, descubrir el signo en todas partes: en la depravación y sobresaliendo por entre los ligueros de un travestí, en un dedo levantado, en una arquitectura o un dibujo. El signo llama a la paranoia creativa: la máquina de asociar, rebotar o enlazar acontecimientos está activa, es un enjambre.
Oda infinita a los placeres del lenguaje, à la Joyce, El arco iris de gravedad no ha de entenderse sólo, pienso, como una novela de conspiraciones ni maquinaciones oscuras.
Aunque el propio servicio secreto sea una pista que se manifiesta en sus códigos: siglas omnipresentes, informes perdidos en la jerarquía, agentes al acecho, enemigos, secretos industriales, insinuaciones, lenguaje encriptado, una misteriosa joven demasiado dispuesta a la lascivia… en ese mundo, cualquier cartel esconde algo, como lo hace la bocina de correos silenciada, signo de la organización W.A.S.T.E, en La subasta del Lote 49. Hay que estar ciego para no ver las señales, ¿pero qué señales y qué es lo que vemos? Hay que estar loco o viciado por la despreocupación para negarse a sacar las consecuencias, ¿pero qué consecuencias? Digamos, de una vez por todas, que para Pynchon el signo es una caja vacía que puede llenarse con lo que se quiera: una idea fija, un secreto en ciernes, una anécdota de juventud significativa o una condición histórica y política. Slothrop, esta suerte de hombre Ω, es un buen ejemplo de signo oculto, obsesivo: de niño, es preparado por los futuros dirigentes de la Firma porque sus venéreas tiesuras tendrán que coincidir con los puntos de impacto del cohete y, de modo análogo, las pistas dispersas e inútiles se organizarán en una cara del cubo de Rubik.
Una combinación invisible tras otra brotará del libro con frenesí combinatorio. Códigos que descifrar, subculturas identificables o sociedades secretas, como esa Golden Fang, por ejemplo, que nos recordará a cierta célebre organización esotérica inglesa, y cuya sola mención cubre Inherent vice de latidos siniestros[4]PYNCHON, Thomas. 2009. Inherent vice. New York: Penguin, p. 88. De esto y por esto escribe Pynchon. La trama y la revuelta son una pista, una nueva combinación: ahora son las bombillas las que toman el poder, su líder es un hombre llamado Phoebus, que ya ha cambiado de ubicación varias veces y es imposible de localizar, aunque muchos agentes le sigan la pista. Se crea toda una red, se forma un plan y se utiliza un lenguaje cifrado para pasar mensajes de una bombilla a otra. De repente, dos millones de bombillas se apagarán, sumiendo a los hombres, que se verán obligados a negociar tras este primer asalto, en la oscuridad.
El libro es un ejercicio dinámico que va mucho más allá de la provocación, un ataque permanente al buen gusto que golpea donde duele: en la América que Oedipa Mass heredaba, al final de La subasta del Lote 49, no muy distinta de la que encuentran la Sister Carrie de Dreiser o el nadador de Cheever. América era el confín del mundo. Un paso para Europa, tan grande como un continente, del que no había escapatoria. Los salvajes tenían sus regiones perdidas y sus brumosos lagos que no dejaban ver la orilla opuesta. El mundo se fue hundiendo en obsesiones y adicciones, lejos del indígena, por otra parte nada inocente. América fue el regalo de los poderes invisibles que Europa rechazó. Este es el gravísimo, gravosísimo arco iris. Hemos llegado a la fase final. La Muerte llegó y ocupó Europa. Por eso la literatura continúa aún resistiendo en nombre de la vida, continúa a pesar de todo, evitando que el postrer romance entre la Muerte y el mundo se consume, y sólo reine la primera. Hay aquí una parábola de tinte religioso, en feliz idea de Paul Derrick, símbolo de vida que ocurre dentro del fenómeno de la muerte[5]DERRICK, Paul. 1986. «Gravity’s Rainbow: el infinito espectro de la muerte», en GARCÍA DÍEZ, Enrique, Javier COY FERRER (eds.). La novela postmodernista norteamericana. Madrid: SGEL, p. 234.
Pero no hace falta salir de la novela de Pynchon, donde los alemanes han incorporado a la fuerza una división negra para que sirva de guardia al Cohete. De aquellos herero que fascinaban a los europeos por su repentina pérdida de fertilidad tras la colonización, como si el cuerpo social se convirtiera en un suicidio racial. Un fin tribal opuesto al devenir cristiano: una corriente constante de dominación y asesinato que se envía con regularidad desde Occidente y Europa, con sus monstruosos experimentos nacionalsocialista y comunista, cara doble de la misma moneda, del mismo cubo, sinónimo, durante largos años, de represión y muerte. A Slothrop, programado desde la infancia para perseguir el Cohete, lo impulsa el deseo de su propia muerte y la de su raza. El Cohete es la manifestación de un deseo total de exterminio y Slothrop su hombre manifiesto: «No hubo nunca un Dr. Jamf […] era sólo una ficción para ayudar a Slothrop a explicar eso tan terrible que […] sentía en sus órganos genitales cada vez que estallaban en el cielo aquellos cohetes. Para ayudarle a negar lo que no podía admitir: que podía estar sexualmente enamorado de su muerte y la de su raza» (738).
La prosa de Pynchon, tocada, en ocasiones, por orwelliana gracia, estalla, cortante, mientras la Zona se ha entregado al pillaje y al tráfico de todo tipo: privada de un Estado fuerte, queda abandonada a los siniestros apetitos de los individuos. Pero no lo olvidemos: sólo hay Zona porque ha habido guerra: una decisión de esos mismos Estados fuertes. Y son ellos los que siempre ponen en marcha los servicios destinados al saqueo de los recursos y las estrategias de monopolización y dominación. Para Pynchon, los individuos son piratas mediocres, los Estados son saqueadores sin escrúpulos disfrazados de comerciantes. La guerra no es más que una manifestación de la lucha permanente de las potencias y de su acción mutua de empobrecimiento que parasita en las poblaciones. Este no es un tiempo de paz, aunque «no lo llamemos guerra, para no ponernos nerviosos» (628).
La psique de los gobiernos, enferma de paranoia, se ve acosada por la obsesión del Estado por el control, que recorre toda la historia del poder en Occidente y mucho más allá. Ahora sí podemos encontrar en el texto una especie de complot perpetrado contra el lector, que contiene un significado secreto que sólo conoce el autor. De repente, estamos más cerca de Henry James que de Freud. Este es, por supuesto, uno de los atributos más elogiados de la escritura de Pynchon: su visión enciclopédica y su capacidad para provocar e inducir paranoia en el lector. Una comparación adecuada es la de una novela policíaca que comienza con un suceso (en muchos casos un asesinato) y al principio tiene muchas alternativas posibles (los sospechosos). A medida que avanza la historia, cada vez hay menos posibles asesinos y, al final, el homicida es revelado y el lector obtiene sus respuestas. Todo nos lleva hacia una historia infinitamente compleja que presenta posibilidades no menos infinitas en cuanto a lo que podría ser cierto. El lector queda sin respuestas al final de la novela, aunque las preguntas se hayan acumulado a medida que avanza. Carecer de propósito o significado podría ser, en sí mismo, un significado o, al menos, el objetivo de su esquivo autor.
La de Pynchon se inicia, como toda novela paranoica, con el Moby Dick de Melville. En palabras de Pérez Gállego, Heidegger se hace presente, Slothrop deviene Ahab, la neurosis se hace necesidad y se establecen las líneas de incorporación del héroe en su destino moral[6]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1987. La novela norteamericana de los ochenta. Madrid: Fundamentos, p. 136. Como corresponde a una novela paranoica que se precie de serlo, ya no sabemos si estamos ante un ataque reformista a las estructuras del Estado o una tendencia a la conspiración, mucho más reaccionaria, pero, en cualquier caso, el esquema se repite a lo largo de la narrativa pynchoniana: el adiestramiento de la sociedad está cosido a la multiplicación de servicios secretos, sistemas de vigilancia, fuerzas armadas desplegadas en medio de la población, el condicionamiento pavloviano, la predestinación calvinista o las urbes enfrentadas entre sí. Dondequiera que leamos, pero sobre todo en esta novela, lo hallamos: «Hierbajos de paranoia comienzan a brotar con verde profusión en el jardín de la tranquilidad meridiana» (569), o bien «eres un paranoico novato, Roger […] Por supuesto, un sistema Ellos bien desarrollado es necesario, pero solo constituye la mitad de la historia. Para cada Ellos tendría que haber un Nosotros. En nuestro caso, lo hay. La paranoia creativa supone el desarrollo de un sistema Nosotros por lo menos tan completo como un sistema Ellos» (638).
La literatura de Pynchon es la imagen especular de las máquinas deseantes de todo gran poder. De ahí que siempre exista en ella un motivo para la paranoia. Un Ellos siempre existirá como parte de la función de control. Divide los secretos para gobernar mejor: el hecho de que cada uno sepa una cosa pequeña permite que vivamos en ese doble, angustioso juego de lo que saben los demás y el placer de saber lo que no saben. Siempre hay algo que ocultar y donde hay algo oculto hay poder: intercambiemos un trozo de lo tuyo oculto por un trozo de lo mío, etcétera. Habrá, como en la literatura de espionaje, una zona fronteriza para hacer el intercambio. Lo que une la paranoia y el masoquismo (presentes en el libro de Pynchon) es el reflejo impotente contra la obsesión y la permanencia de la vigilancia. Los altos funcionarios de la novela protagonizan el ejercicio cotidiano del control, comandados por aquel que, a su vez, los controla, por lo que la paranoia y el masoquismo abren una posibilidad lúdica de hacer ceder toda resistencia, de ser arrollados en total control del otro. La literatura de Pynchon constituye un libro infinito de esta historia paralela. Pero también uno que se escribe contra la obsesión por el control y la cultura de la muerte.
Sin embargo, en toda esta parábola del pesimismo, a caballo entre Schopenhauer y Kierkegaard, y por más que la depravación parezca inacabable, habrá que buscar cierta esperanza. Por aquí quiero terminar. Como apunta Frederick R. Karl, nos queda la esperanza de América, fuente de gran energía, ingenio y espíritu emprendedor[7]KARL, Frederick R. 1983. American Fictions 1940-1980. New York: Harper & Row, p. 455. El magnífico, desordenado, grotesco y funambulista burbujeo espermático del libro es un acto político, una afirmación primitiva, un reflejo de supervivencia. Se abren cañones con fumarolas ardientes, pesados olores tropicales, espumantes y profusos. La conciencia humana, ese pobre tullido, deforme y condenado, está a punto de nacer. Este es el Mundo anterior al hombre, un Mundo llamado de repente a la vida para que los ojos humanos puedan contemplarlo directamente. The eyes are here, in this valley of dying stars, in this hollow valley.
Así reescribimos a Eliot. Se suponía que a este mundo sólo podríamos verle muerto, convertido en petróleo o carbón. Pero, si está vivo, entonces constituye una amenaza: una vida interminable, exuberante y estridente, una corona verde hermosa, alrededor de la Tierra. Alguien debía lesionarla antes de que estallara la Creación. Así que nosotros fuimos enviados para crecer y multiplicarnos, devastándolo todo en un acto monstruoso contra Dios, como una de esas revoluciones cuya estricta misión es siempre facilitar la muerte. Era ineludible desarrollar y construir esta gravedad rubikiana. Una reacción casi de la misma forma que la vida, para sostener esta revuelta. De Reich y su The Greening of America, donde el término conciencia, heredado de la contracultura, era utilizado para describir la «configuración total en un individuo dado, que constituye toda su percepción de la realidad, toda su visión del mundo»[8]REICH, Charles A. 1970. The Greening of America. New York: Random House, p. 14, estamos inmediatamente próximos a la América que Pynchon describirá en Vineland, sin «diferencia entre la extrañeza de la vida y la de la muerte»[9]PYNCHON, Thomas. 1991. Vineland. London: Penguin, p. 218.
Igual que Leonard Cohen desde la Torre de la Canción, Pynchon corea sobre los restos de esa cantilena terrenal que es la Muerte. La agitación titánica de todo lo que se supone que no debemos ver y que nos salvaría –el Dios de la misericordia y el perdón-, que intentamos olvidar, deja atrás sus voces eléctricas en el crepúsculo a las afueras de la ciudad, para hundirse bajo el manto siempre abierto de la noche hasta que la serpiente nos acecha –anillada como un arco iris- en los seguros huesos de su espanto. Contra el control, hay que rendirse. Eso lo que hacen los protagonistas, uno tras otro, perdidos en una orgía, en el humo o en la propia trama. Se rinden. Hay un reflejo de Walden en esto, pero Thoreau era, al fin y al cabo, un organizador, y por eso tenía el control, mientras que Pynchon se deja llevar. Su creación desenfrenada y delirante es un espejo roto que se alza ante el control –una toma de rehenes, la escenificación de la implosión, la similitud de toda ideología o el olvido de la παρουσία- para volver a ser primates, fulminados por el rayo y despreocupados. Alejarse del control, al igual que el libro, con sus muchas ramas, les permite aletear en el vacío como locos, en la última sacudida antes del fin: «¿Qué ocurre cuando un paranoico se encuentra con otro? Un cruce de solipsismos. Es lógico. Las dos formas crean una tercera: un moiré, un nuevo mundo de sombras que fluyen, interferencias» (395).
No hay aquí sólo una Morality, sino una declaración de resistencia. El cubo de Rubik, acabado, divertido, compacto, difícil de penetrar. Un libro que es como un objeto macizo y puede girarse en todas direcciones. En mil direcciones. Mil mesetas. Puede que tengamos una forma de reescribir a Pynchon: en 1973 se publica El arco iris de gravedad. Pynchon cambia su carrera de ingeniero por la de ente invisible. Un año después, un ingeniero –de nombre tan pynchoniano como el de Ernö Rubik- se hace visible por vez primera, al inventar un objeto que se extenderá por todo el planeta, centuplicando sus signos en los hogares. Estamos al principio de un nuevo libro, a toda velocidad, en la cresta de la ruptura del presente hacia sólo Dios sabe qué destino.
Evidentemente, Pynchon ha presentado un problema en un grado casi infinito de formas. Sin embargo, como decía antes, deja también la puerta abierta hacia la esperanza. Dwight Eddins ha visto aquí a un Pynchon que «mantiene su visión gnóstica hasta el final, ofreciendo atisbos de una comunión perdida, incluso indicios de que podría existir una vuelta atrás»[10]EDDINS, Dwight. 1990. The Gnostic Pynchon. Bloomington and Indianapolis: Indiana University Press, p. 153. Dos opciones son las que caben: o al llegar aquí nos encontramos otro callejón sin salida en el laberinto de los análisis de Pynchon o, por el contrario, se puede pensar, como ha hecho McHale, en escalar la última colina, tal vez más escarpada pero no imposible, «y entonces uno tiene alguna posibilidad de alcanzar finalmente la cima de la colina, desde donde es posible divisar todo el campo»[11]McHALE, Brian. 2001. Postmodernist Fiction. London: Routledge, p. 10. Como ha ilustrado Pynchon, un espejo roto refleja mejor el yo que uno entero. Del mismo modo que es imposible ver la identidad como una sola cosa (en este caso, una colina), hay que tener en cuenta todo el paisaje cuando se mira al yo. Recordemos el terror que experimenta Oedipa Mass, en un momento de La subasta del Lote 49: «Entró en el cuarto de baño, intentó encontrar su imagen en el espejo y no pudo. Tuvo un momento de terror casi puro. Entonces recordó que el espejo se había roto y caído en el lavabo»[12]PYNCHON, Thomas. 2006. The Crying of Lot 49. New York: Harper, p. 29.
Quizá quede, como paradigma último, la reconstrucción de los pedazos, empezando por América. Eso explicaría que en Inherent vice se cuente la historia de la improbable reunificación de una familia nuclear. Es el tropo del hogar roto, pero al revés, un apoyo a la unidad familiar tradicional, y que se enfrenta a la casa vacía del nadador, al final del célebre cuento de Cheever. Frente al cinismo endémico del posmodernismo, quizá debamos insistir en dicha reconstrucción como un ideal social e incluso como un último bastión de communitas en tiempos de materialismo, como una unidad de resistencia casi desmantelada pero resistente, dentro de la cual, en la América que queda para el siglo XXI, el altruismo aún tiene una oportunidad de florecer. Quizá este esfuerzo narrativo por renombrarlo todo podría muy bien ser la última postura política de Pynchon: una cuestión no sólo del pensamiento, sino de la acción[13]Vid., MENDELSON, Edward. 1986. «Pynchon’s Gravity», en BLOOM, Harold (ed.). Thomas Pynchon. New York: Chelsea, p. 21. Después de la primera palabra, todo sigue su curso, sigue nada, sigue el mundo. Todo es pura invención. A cada minuto, también ahora, como en una novela de Pynchon.
Título: El arco iris de gravedad |
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Referencias
↑1 | PYNCHON, Thomas. 1975. Gravity’s rainbow. London: Picador, p. 3 (todas las citas, que a partir de ahora se consignan entre paréntesis, estarán extraídas de aquí) |
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↑2 | SUKENICK, Ronald. 1969. The death of the novel and other stories. New York: Dial, p. 41 |
↑3 | NADEAU, Robert. 1981. Readings from the new Book of Nature. Amherst: The University of Massachussets Press, p. 143 |
↑4 | PYNCHON, Thomas. 2009. Inherent vice. New York: Penguin, p. 88 |
↑5 | DERRICK, Paul. 1986. «Gravity’s Rainbow: el infinito espectro de la muerte», en GARCÍA DÍEZ, Enrique, Javier COY FERRER (eds.). La novela postmodernista norteamericana. Madrid: SGEL, p. 234 |
↑6 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1987. La novela norteamericana de los ochenta. Madrid: Fundamentos, p. 136 |
↑7 | KARL, Frederick R. 1983. American Fictions 1940-1980. New York: Harper & Row, p. 455 |
↑8 | REICH, Charles A. 1970. The Greening of America. New York: Random House, p. 14 |
↑9 | PYNCHON, Thomas. 1991. Vineland. London: Penguin, p. 218 |
↑10 | EDDINS, Dwight. 1990. The Gnostic Pynchon. Bloomington and Indianapolis: Indiana University Press, p. 153 |
↑11 | McHALE, Brian. 2001. Postmodernist Fiction. London: Routledge, p. 10 |
↑12 | PYNCHON, Thomas. 2006. The Crying of Lot 49. New York: Harper, p. 29 |
↑13 | Vid., MENDELSON, Edward. 1986. «Pynchon’s Gravity», en BLOOM, Harold (ed.). Thomas Pynchon. New York: Chelsea, p. 21 |