Contemplar de cerca al “Brujo” encima de un escenario siempre es motivo de celebración. Este fin de semana pasó por el Teatro Principal de Alicante con el montaje de La Odisea, de Homero, convirtiendo la epopeya, como es habitual en el actor cordobés, en un monólogo con acompañamiento musical en el que desfilaron los personajes y los versos clásicos acompañados del registro interminable de miradas y gestos, improvisaciones y guiños, verdades y mentiras que pusieron en pie al patio de butacas.
La interpretación, magnífica, narraba la historia del regreso de Ulises a Ítaca después de la Guerra de Troya con alternancia de la severidad del estilo de la épica y la inevitable comedia del estilo del Brujo. Fernán Gómez, Granados, Rajoy, el rey, Montoro y Wert, el 21 por ciento de IVA fueron los blancos de la diana entre canto y canto. Como de costumbre, la parodia desenchufa al espectador, lo relaja, se lo lleva al huerto, y es entonces cuando emerge la verdad escondida, la filosofía de la lucha entre la guerra y la paz, entre la democracia y la muerte, entre la fidelidad y la violencia.
En la seriedad del texto, el montaje, austero y marino (conseguido con una gran tela blanca que anunciaba una vela, el juego de luces y la música de ambientación) el Brujo atizó a los nacionalismos, centró su atención en los episodios más conocidos de la epopeya de Ulises, el enamoramiento de Calipso, la furia de Poseidón, la torpeza del Cíclope, la ayuda de Palas y la venganza final de Ulises tras su vuelta a Ítaca. La gran pregunta de la humanidad y el destino trágico de la mitología clásico: el hombre preguntándose quién es. La violencia que engendra violencia, la sangre que busca más sangre y un mensaje de la diosa: guarda la luz de la paz.
La parodia en La odisea tiene una definición eminentemente metateatral, desde las críticas a Phillip Glass, a los montajes de Vanguardia y la música repetitiva, el Brujo reflexiona sobre el hecho teatral y su significación en el mundo actual. El Work in progress, la indefinición del sujeto protagonista y la multiplicidad de significados fueron la diana de las envenenadas sátiras del aeda. El teatro que se muerde la cola en el discurso y que propone en la actuación. La mano izquierda no suele ver lo que hace la derecha, que diría la Infanta.

“¿Y yo, yo de qué hago en esta obra?”. Casi una pregunta definitiva en la trayectoria del Brujo. De aeda, claro. Entre bromas y definiciones de manual, Rafael Álvarez se definió como un aeda, como ese poeta ciego que desarrolla la percepción de la fantasía y la retórica del contar, como ese juglar festivo y burlón, histriónico y tocahuevos que nos viene con las nuevas de la modernidad. Conectó con el público, hubo flechazo entre los que no conocían su trayectoria y admiración entre los que la siguen desde hace años. Flechazo y admiración por este Brujo, por este aeda de la felicidad.