Desde la década de 1980 y ahora que estamos próximos a su ciento veinticinco aniversario, nadie dudaría de que Ernst Jünger -aquel que recibía a Mitterrand y Kohl en su casa en Swabia, que era recibido, a su vez, en el Elíseo, y galardonado con prestigiosos premios- es uno de los escritores más importantes del siglo pasado.
Empero, no han sido pocos los ataques durante su carrera, apuntando a su pasado militar y su pensamiento que, a ojos de algunos de sus compatriotas, eran rayanos al nazismo. En su propio país, aun hoy día, corre el serio riesgo de ser rechazado u ocultado por haber pertenecido a una generación cuya herencia erudita y moral es igualmente rechazada. Flagrantes son los casos de un Heidegger o de un Schmitt, intelectuales de suma calidad atacados con tesón por ciertos sectores e idénticas razones. Y es que el siglo XX es, además del siglo del terror y los totalitarismos, el de la desmemoria, la censura y la comisarización política del pensamiento ajeno al siempre dudoso establishment.
¿Necesita defenderse Jünger –a quien Léautaud ha calificado abiertamente de antinazi[1]LÉAUTAUD, Paul. 1998. Journal littéraire. Paris: Mercure de France, p. 1096-, justificarse en sus posiciones ideológicas, en sus acciones o en sus silencios? Cada generación ve a sus grandes inquisidores engrandecerse en la literatura: el espíritu del dogma y la proclamada autoinvestigación no son una prerrogativa de las décadas de 1930 y 1940, cuando se concentraron las acusaciones sobre Jünger y la era de los juicios. Por desgracia, esto no ha terminado. El objeto es, a veces, la concepción misma de la literatura, más específicamente la novela, en el nombre de la línea dominante del día, una ortodoxia conminativa o una forma fluctuante pero imperativa. Después del compromiso en la era en que tanto se avivan las letras y sin haber pasado página todavía, lo que está involucrado, de modo más reciente, es la interconexión del escritor con el lenguaje, el puro trabajo lingüístico que evacua, ad nauseam, el referente y la visión global del mundo. Pero seguimos analizando, en un ejercicio de artera banalidad, la complacencia política de un escritor, enarbolando la sospecha y la imprecación siempre en la sombra.
Qué tentador resulta enviar retrospectivamente al Gehenna al que tomó la decisión equivocada, o lo que creemos, incluso, que es la decisión equivocada.
En fin, esto requiere al menos de dos preguntas: primero de todo, ¿en nombre de quién pronunciamos la autoridad? Y segundo, ¿hasta qué punto podemos conocer los verdaderos pensamientos y motivaciones de un literato? Bastaría, creo, con preguntarle a la obra de cada uno. El Diario de guerra y de ocupación (Strahlungen), escrito por Ernst Jünger entre abril de 1939 y abril de 1945, oscila en torno a algunos puntos críticos. El más doloroso de los cuales es, obviamente, la guerra.
Jünger, con su riqueza siempre en renuevo, su despliegue armónico y su enérgico resplandor –si se me permite tal dispendio de adjetivos- para espolear la experiencia tanto como sea posible y continuar su viaje contra todo pronóstico, se mantuvo fiel a sí mismo hasta el final, con el objeto de transmutar la experiencia en un impulso hacia la luz de la conciencia. Puede, es innegable, que el perpetuamente arbitrario denuedo de la censura no haya cesado, pero no es menos cierto tampoco que para poner en duda la grandeza literaria de un Jünger requieren ya de descomedidas faltas de atención, cuando no de una cerril apuesta por la ceguera.
Este estudiante de zoología en Leipzig observó a los insectos en cualquier circunstancia con paciencia y un recuerdo de prodigiosa precisión. Leyó a Nietzsche, Dostoievski, Goethe, Hölderlin o Rimbaud, y se dedicó a una actividad febril como periodista. Este nacionalista en medio de la República de Weimar, cuya decadencia se acentúa con el auge del nazismo, rechazó los avances que el NSDAP intentó. Frecuentó a los escritores, manteniendo una correspondencia abundante con el también purgado Heidegger, pero también con anarquistas (que le valdrían, más tarde, no pocos disgustos con la infame Gestapo). Con El trabajador (Der Arbeiter), los nacionalsocialistas, que llegarán al poder el mismo año de su publicación, quisieron hallar una justificación teórica para sus aberraciones, algo que lleva al propio Jünger a acentuar sus distancias, amenazado, como observador de la creciente infamia del hitlerismo. Los viajes a París, donde se hace amigo de, por ejemplo, el entonces comunista André Gide y se sumerge en abundantes lecturas (Leon Bloy, Rivarol, Léautaud, y un largo etcétera), que dan testimonio, por su parte, de una francofilia que no desaparecerá, incluso al estallar la guerra.
El 26 de agosto de 1939, Jünger recibe el orden de movilización para el día 30, que dice recibir sin demasiada sorpresa[2]JÜNGER, Ernst. 1972. Diario de guerra y de ocupación. Barcelona: Plaza & Janés, p. 6 y da mucha mayor importancia, empero, a la compra de alcanfor para sus colecciones de insectos (sic). Prosigue la movilización en todos los países. «Aún cabría esperar un Deus ex machina. ¿Pero qué podría aportar? A lo sumo, un aplazamiento»[3]Ibíd., p. 6. Después de la entrada de los ejércitos alemanes en Polonia y el inicio de la Guerra, Jünger continúa su Diario durante semanas en este tono y con este contenido, carente de arrebatos y plagado de una cáustica ironía. No hay triunfalismo alguno. Clausewitz rehíla en su callado hipogeo y la máxima final de su tratado sobre la guerra –desdeñar lo que es posible para correr tras lo imposible[4]CLAUSEWITZ, Carlos v. 1978. De la Guerra. Madrid: Ediciones Ejército, p. 758- es de tal modo y manera deconstruida.
Se mencionan el armisticio y la derrota francesa. El Diario no informa excesivamente acerca de los inicios de la ocupación militar, sino que Jünger, en stendhaliano arranque, escoge el punto de vista ante los acontecimientos. Informa de lo que ve, hace y también de lo que acaece. Es cierto que no se nos asemeja en demasía al ingenuo Fabrice, recorriendo los aledaños de la batalla de Waterloo, en medio de los cuerpos muertos y los caballos estallados por los napoleónicos[5]STENDHAL. 1969. «La Cartuja de Parma», en Obras Inmortales. Madrid: Edaf, pp. 658-676, sino que este es un observador altamente informado y con la experiencia de otra guerra. Sin embargo, se encuentra en esta posición y se abstiene de salir de ella. Cuando lo hace, entendemos lo suficiente el sesgo: el lector no tiene más remedio que reconocerlo y aceptarlo contra su voluntad. Así que aparece, al menos, nuestra impaciencia. Nuestras expectativas son engañadas. Nos gustaría encontrar las reacciones de Jünger a esta guerra que él también percibió como inminente, y sólo nos aporta su «agenda». A la vez que la movilización general tiene lugar, él nos habla de su jardín.
Faut-il cultiver quoi?
Esta es, y no otra cosa, una especie de distorsión en la narrativa. El detalle se amplifica hasta el punto de que el suceso que tanto caldeó el planeta entero se reduce al mínimo, casi desvanecido. Cabe entonces preguntarse: ¿qué final desearíamos para estos Diarios? Que Jünger condene esta guerra, protestan algunas voces. Que declare contra aquellos que la desean -Hitler y sus adeptos-, contra su voluntad de dominar el mundo con ruido y furia, contra la agresión e invasión, contra este nuevo estallido de violencia y sus subsiguientes horrores. Que clame contra el sufrimiento que, como Jünger, conocemos ya de sobras. La comanda estaba, pues, clara: Jünger, deje a un lado su egocentrismo, declare sus verdaderos colores. Permítase cuestionar la responsabilidad de aquellos que esparcirán la destrucción y la muerte en todas partes (no de todos, se entiende, porque las cosas que ocurrían en el Este rara vez son removidas por los censores). Pero no lo hace. Permanece callado.
Sin embargo, resulta difícil mantener la estricta neutralidad del exegeta: a ese alguien que está ahí, detrás del texto, nos gustaría pedirle cuentas por lo que escribe y por sus silencios. Desde el principio, la historia de la campaña militar de 1939 es sorprendente. Entre rondas de inspección de posiciones, siestas y paseos, vemos a Jünger botanizar, leer copiosamente y disfrutar de tanta gastronomía como puede. En París se suman a estas mismas actividades las reuniones mundanas y literarias. Habla con Jouhandeau sobre el uso del punto y la coma, relee a Bernanos, cena en La Tour d’Argent y lee en los muelles.
De hecho, la guerra parece estar lejos de estas páginas. Poco a poco, cuando Jünger se acerca a la zona de combate, sigue estando, por así decirlo, sólo en forma de huellas.
El fuego está muy por delante, tanto que el lector y el propio actor, testigo y autor, dudan de su existencia. La impresión aumenta, por supuesto, durante la ocupación de París. El Estado Mayor, que es responsable de su alojamiento en un hotel placentero, se convertirá en uno de los polos de la lucha en la que intervienen el ejército y el partido. Nuestra impresión también se debe en parte a la elección dominante de la perspectiva narrativa, que está limitada, no por nada, al objeto en sí de la narrativa. Tal vez Jünger escribiese su Diario después de todas y cada una de las notas tomadas en el lugar. Se refiere a este proceso en varias ocasiones: mientras está confinado en su aldea de Kirchhorst en 1945, revisa y transcribe sus diarios de viaje en Brasil y Rhodesia.
Si le da a estas páginas la forma literaria deseada, no es excluyente que Jünger se censure a sí mismo, ahorrándose así silencios oportunos o que, por el contrario, agregue o nos aflija con la expresión de su sentimiento, de sus pensares mismos en cuanto al acontecer de la guerra. Por lo tanto, las impresiones relacionadas con ella -impulsadas por ella- notáronse en el momento, pero quizás se volvieron a trabajar más tarde. Y las intuiciones que estallan en el marco estrictamente circunstancial serán, cuando llegue el momento, conectadas, expandidas y profundizadas. Por ejemplo, el 23 de mayo de 1940, cuando su unidad aún no ha entrado en Bélgica, previó «la guerra total, que nos amenaza por todos los puntos de nuestra existencia»[6]Jünger, Op. Cit., p. 50.
Así que nuestras incertidumbres, vacilaciones, dudas y preguntas no pueden eliminarse con demasiada prisa si queremos comprender la naturaleza de estas páginas y su aura. Extrañamente fría, por cierto. El autor, se dirá, mantiene su autoestima, ya que su rango, su prestigio personal, su arte para protegerse a sí mismo y su pertenencia a un ejército victorioso, así lo permiten. Se separa, en medio de la entrega extática, y tal como apunta Von Krockow[7]KROCKOW, Christian Graf v. 2017. La decisión. Un estudio sobre Ernst Jünger, Carl Schmitt y Martin Heidegger. Madrid: Tecnos, p. 66, de la reflexión. Se coloca a distancia. Pero a partir de la marcha de este vencedor que nunca se ha cuestionado, surge, como ya hemos notado, un sentimiento de irrealidad. Esta campaña francesa también fue para el soldado alemán -y para su homólogo francés- una guerra de broma, donde nada sucedió como estaba previsto, es decir, según el modelo de la anterior. Recordemos, por el lado francés, al joven oficial protagonista de Un balcon en fôret de Gracq que, sumergido en un clima similar (con la diferencia de que permanece inmóvil), espera y ni siquiera tendrá que luchar, como tampoco lo hacen estos miles de hombres que, una mañana, tras años de contienda, decidieron llevarse bien. Concluyeron decir: se acabó. Sitiados durante la noche, fueron hechos prisioneros.
Irrealidad también porque, desde el mismo momento en que participa de los sucesos, el observador/lector se separa de él: su conciencia, liberada de la presión inmediata, puede, por tanto, ir un paso más allá de la refriega. También lo logra a través de su práctica de observación y reflexión que ha nutrido la obra anterior, a través del ejercicio incansable de su propia conciencia y su ética. Y también por un empuje vital, como el que encuentra entre los campesinos franceses que, en medio de la debacle, cultivan sus campos: «¿Es confianza, o es acaso un instinto de insecto lo que impulsa a los hombres a seguir acudiendo al trabajo aun en medio de la destrucción? Mientras esto escribo, me brota de pronto esta curiosa réplica: Tú también llevas un Diario»[8]Jünger, Op. Cit., p. 51 (las cursivas son nuestras).
Nos sentimos tentados a considerar, después de todo esto, que la guerra à la Jünger tiene la apariencia de una guerra, permítaseme la expresión, del tres al cuarto. En primer lugar, el escritor disfruta de una posición de fuerza, muy consciente de los privilegios (incluido el de poder vestirse con ropa de civil) y de las otras comodidades de que disfruta. Muchos biógrafos y comentaristas han insistido en su gentileza como soldado, su respeto por los vencidos, por los del otro lado en lugar de pensarlos como el enemigo, sus intervenciones en favor de los hombres y mujeres detenidos u hostigados por la Gestapo. Si sus Diarios de guerra y de ocupación son como realmente los hemos leído, es porque me temo que tenemos que deliberarlos como alusivos y discretos, como los de un autor, en fin, que se compromete tanto como se protege. Jünger parece resistir bien los experimentos literarios cuando examinamos la fórmula ética que hallamos también en su forma novelística (me refiero a Heliópolis o Eumeswill, por ejemplo).
El caso de Ernst Jünger nos invita a reflexionar sobre la relación de amor-odio que establecemos con los escritores, a lo largo y ancho de nuestra educación sentimental (literaria). Los que amamos o nos repelen, iconos hacia los que se dirige nuestra veneración o, por el contrario, conviértense en objetivos de nuestra intolerancia. Esperamos del escritor un rigor, una lucidez, una rectitud sin concesiones: exigimos de él que sea infalible. No sólo nos conquista estéticamente sino que termina imponiéndose como modelo moral. La moral puede, por supuesto, extenderse a la relación global con el tiempo. Les negamos a ciertos literatos o pensadores incluso el derecho al error, a sobrenadar, a mudar de aires, queremos mantenerlos en una condición atorada. Y entonces, la final pregunta, aún sin respuesta: ¿acaso los peores errores de los que culpar a un escritor no son haberse encontrado en el lado errado políticamente, es decir, para un siglo XX -y según las fluctuaciones de la época- demasiado complaciente con el fascismo, el nazismo o el comunismo, antes, podemos prever, de sacrificar la pax mundial al neoliberalismo? Juzgados por este criterio, ¡cuántos escritores, entre nuestros contemporáneos, no padecen de servilismo, de obscuros negacionismos, de oportunismo, de ceguera y de silencio, cuando habría sido tan necesario hablar!
Las posturas del escritor, sus juicios en sus escritos, sus actos frente a las ideologías y los acontecimientos del existir diario frente a los valores morales, nos envían de vuelta.
Nos remiten con una fuerza y una brutalidad que tratamos de garantizar, nosotros mismos, hipócritas lectores. El escritor apunta a zonas sospechosas dentro de nosotros y maniobramos para desviar la mirada. Esto nos lleva a trivializar el objeto de la incomodidad que provoca una obra: explicarlo y justificarlo en lo más indefendible por el recurso al contexto histórico, a la coherencia temática o a las fantasías personales del autor.
Por otro lado, buscamos un chivo expiatorio, es decir, proyectamos en el escritor lo que, per se, resulta inaceptable en nosotros. El método más simple del inquisidor es el juicio, y siempre según la tiranía que hoy llamamos corrección política, a los basamentos de un libro, o incluso a unas pocas páginas, a una declaración o una fórmula, y su reducción a los más exiguos mínimos.
¡No lean a Jünger!, se nos dicta todavía desde autoritarias palestras. Simplifiquemos: es siempre mejor la condena que la lectura y el pensarlo todo. Olvidamos demasiado pronto que es necesario acercarse al significado con cierta probabilidad de precisión, hacer resonar una página con el libro entero –e idealmente, pienso, con todos los demás-, ya que debe hacerse resonar un acto con toda una existencia. Entonces, para apegarnos a los únicos supuestos compromisos colaboracionistas durante la guerra, vuelvo a inquirir: ¿en nombre de qué proclamada autoridad reclamamos ética y humanidad a nuestros intelectuales? ¿Qué otra cosa habría escrito, entre los fuegos del siglo XX, un joven intelectual en la Alemania de los años veinte o treinta? ¡El lector fariseo ha sobrevivido a Baudelaire! Por eso, obras como la de Jünger nos enseñan a ser exigentes con nosotros mismos, llegar a donde no esperábamos, hacerlo mucho más lejos. Nos obligan a no ceder a la comodidad intelectual y moral, a no contentarnos con nuestra primera emoción, con nuestro impulso. Nos fuerzan, en definitiva, a avanzar.
Me opondré siempre a toda voluntad de juzgar moralmente a un escritor o a una obra, lo que supondría lanzarnos sobre el anzuelo de las palabras, porque si algo enseña la literatura y su análisis es a recordar que no somos sólo exegetas, comentaristas o jueces de los lectores, sino de los humanos llamados a la humildad, a la tolerancia y la compasión. Por más que sean estos los valores que hemos excluido del vocabulario crítico y con los que algunos se prestan a sonreír con desdén e ironía cuando se habla de literatura. El malestar, e incluso el desarreglo que nos provoca este aspecto de una obra, supone un nudo que nos paraliza, un conflicto que nos desgarra. Por eso es necesario preguntar a Jünger o Goethe, a Heidegger y a Schmitt, a Dostoievski, Solzhenitsyn o Bernanos, a Yourcenar, Gracq, Céline o Borges —curioso coloquio, sí— entre muchos otros, con la esperanza de acercarnos a sus fuentes más insondables y, a través de ellas, a las nuestras propias, a nuestra libertad. De desdeñar antes, en otras palabras, lo que es posible. Todo ello con la esperanza de captar en sus trayectorias peligrosas, valientes e inmensas, los desafíos de una creación y de una vida humanas.
Porque no hay, estoy seguro, nada más valioso para un lector que un escritor incómodo.
Título: Radiaciones (Diarios de la Segunda Guerra Mundial) |
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Referencias
↑1 | LÉAUTAUD, Paul. 1998. Journal littéraire. Paris: Mercure de France, p. 1096 |
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↑2 | JÜNGER, Ernst. 1972. Diario de guerra y de ocupación. Barcelona: Plaza & Janés, p. 6 |
↑3 | Ibíd., p. 6 |
↑4 | CLAUSEWITZ, Carlos v. 1978. De la Guerra. Madrid: Ediciones Ejército, p. 758 |
↑5 | STENDHAL. 1969. «La Cartuja de Parma», en Obras Inmortales. Madrid: Edaf, pp. 658-676 |
↑6 | Jünger, Op. Cit., p. 50 |
↑7 | KROCKOW, Christian Graf v. 2017. La decisión. Un estudio sobre Ernst Jünger, Carl Schmitt y Martin Heidegger. Madrid: Tecnos, p. 66 |
↑8 | Jünger, Op. Cit., p. 51 (las cursivas son nuestras) |