La ausencia de complejas tramas y de narradores omniscientes es, quizás, una de las características de la literatura de Antón Chéjov. El estrepitoso fracaso del estreno de La Gaviota en 1896 hizo que éste dudara de su capacidad como escritor dramático; tanto que aseguró que jamás volvería a escribir una obra de teatro –afortunadamente, sólo fue un arrebato- y, posteriormente, tomaría la costumbre de no asistir ni a los ensayos, ni a los estrenos de éstas. Se adelantó mucho a su tiempo, el público y la crítica lo rechazaron. Sin embargo, gracias al apoyo de Stanislavski y Dánchenko, esta joya brilló como merecía en el Teatro de Arte de Moscú dos años después, rompiendo con las tendencias tradicionales y ofreciendo una visión más amplia, más allá de la moralista y pedagógica de la Rusia de entonces.
Ya desde el inicio de la obra podemos adivinar que sus personajes viven en la desdicha, en la insatisfacción e, incluso, en la resignación de arrastrar sus días, entre esbozos de sueños que nunca llegarán a ninguna parte. Medredenko, mientras pasea junto Mascha, le pregunta que por qué siempre viste de negro y ella no duda en responder: “Llevo luto por mi vida. Soy desgraciada”[1]CHÉJOV, Anton. 1973. La Gaviota. Madrid: Colección Teatro, p. 7. ¿Cómo sacudirse el dolor de un amor no correspondido, la frustración de aquel que no es admirado por la sangre de su sangre, el desasosiego de luchar por un imposible que parece tan real como su pulso y su respiración? Lo queramos reconocer o no, cualquiera de ellos podríamos ser nosotros mismos: gente normal, cuyos nombres sólo conocen los amigos, conocidos y allegados. No somos héroes, ni mártires, ni libertadores; simplemente, seres humanos que, al dejar la infancia, nos topamos con un abismo que nadie nos había descrito bien y, entonces, mientras planeamos y esquivamos obstáculos, imaginamos que tenemos alas y que volamos.
Chéjov encarna en Arkadina a la diva engreída y altiva, cuya ambición y egoísmo le impiden que valore el talento de su hijo Kostia, un dramaturgo novel que necesita la aprobación de ésta, como actriz veterana y como madre. Sus celos hacia Nina, la joven que despunta en las tablas, hacen que arremeta contra su propio hijo, creciendo en protagonismo a costa de la humillación de él. Al mismo tiempo, se vuelve vulnerable ante Trigorin y se subyuga voluntariamente, pues lo precisa para sentirse realizada y seguir siendo una figura de referencia, para no ser vulgar, común y corriente. Aunque éste tenga una única obsesión: escribir; escribir sin descanso.
El metateatro o el teatro dentro del teatro constituye uno de los ejes de esta obra. Desde el comienzo nos encontramos con “un estrado dispuesto para una función de aficionados”[2]Ibíd., p. 7 y presentimos el poder de convocatoria que tendrá el evento. Casi podemos presuponer la existencia de una alameda, de una puesta de sol, de un viejo telón, de un horizonte como única bambalina. Más tarde, se plantea la dicotomía entre el teatro de la vida –la doble moral, la hipocresía y todas las caretas que utilizamos a diario- y el teatro útil, aquel que escenifican los sacerdotes del arte, el sustancial, el que tiene que existir. Por otra parte, también se expone la perspectiva del autor, el incansable que plasma fantasía y realidad con diálogos y tramas, embotellándolos en un título que contenga la esencia de su flujo creativo. Ése que cuando camina o aprieta la mano de alguien siente el vertiginoso ímpetu de anotar argumentos y detalles –invisibles para la mayoría- que desarrollen una historia o completen una escena. Con ello, el desgaste y el tiempo invertido del escritor; así como, su insaciable deseo de concebir de nuevo. Acaso, ¿alguien puede extrañarse de las crisis y el agotamiento que, en ocasiones, sufren los artistas? Un escenario no es un púlpito, ni un pedestal, sino la emoción derramada en palabras y gestos, la voz de otros a través del títere que se sube en él. La fama y la gloria son sólo auroras boreales que contemplan unos cuantos; el resto ha de saber llorar y reír como lo haría su personaje. Ésa será su recompensa, su aplauso, su destello.
“Pero a mí ese lago me atrae como a una gaviota”[3]Ibíd., p. 13 y, en ese caso, uno sólo puede rendirse a la evidencia. Nina se esconde de un padre que odia la bohemia y huye con un amante que puede exigirle mucho, porque el teatro puede ser un veneno sin elixir. Kostia vive en un flagelo continuo, autodestruyéndose, matando su talento y potencial. “¡Tú escritor y yo actriz! ¡También nosotros estamos hundidos en el remolino!”[4]Ibíd., p. 66 y éste los arrastrará muy adentro. ¿Cuántas gaviotas se quedan por el camino? La mutilación es silenciosa, paulatina y está tan aceptada por todos que no despierta sospecha alguna. Suscitan molestias y daños desde el nido, en islotes, rocas o acantilados; en definitiva, lugares poco accesibles que provocan el disgusto general. Su presencia suele causar ruido y desconfianza, sus vuelos resultan intimidatorios y su singularidad se tilda de inmundicia o depravación. De ahí, la tendencia a una metamorfosis más aceptada, a costa del cilicio de la renuncia y la conformidad.
Chéjov, a través de sus obras, se rebelaba ante la sociedad que le tocó vivir, una Rusia pre-revolucionaria que aunaba inquietudes por cambiar el mundo, pero que se desmoronaba cuando se topaba con el desengaño de la realidad. Con su técnica indirecta, donde no importan las dificultades que puedan surgirles al lector, consideraba que había que plantear preguntas cuyas respuestas debían intentar responder los receptores, no el autor.
Kropotkin manifestó que Antón Chéjov había sabido representar el fracaso de la naturaleza humana en la civilización actual y puede que tuviera razón. No obstante, “se oyen golpes de martillo y toses detrás del tablado y, de vez en cuando, acompasados los golpes, los gritos de las gaviotas que vuelan sobre el lago”[5]Ibíd., p. 7. Afortunadamente, las gaviotas siguen gritando, sobrevolando espacios y algunas personas las miran, las siguen mirando.
Título: La gaviota ; El tío Vania ; Las tres hermanas ; El jardín de los cerezos |
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