El Niño de Moratalaz presume de que, cuando se planta delante de un toro, se le pone como una piedra. Dice que es la sangre que baja por la aorta y se concentra en esa parte del cuerpo. Al Niño los toros siempre le han puesto a cien y desde que era un auténtico niño apuntó maneras. Se recorrió los pueblos de media España, capote en una mano, estoque en la otra, haciéndose un hombre. Y Carmen, que siempre estuvo coladita por él, le seguía por las plazas, ¡qué valor!, ¡qué temple!, viéndolo torear. Con el cambio de tercio, el Niño se giraba, ¡olé!, la buscaba en el tendido, ¡olé!, le lanzaba un beso, ¡olé!, y le dedicaba, ¡qué emoción!, el toro.
Pero hace ya tiempo que Carmen se aburre en la plaza. Ahora que es famoso ya no aplaude sus derechazos, ni ovaciona sus pases de pecho. Piensa en todo lo que se ha perdido y en tanta pasión desperdiciada. Por eso, esta tarde, como tantas otras desde quién sabe cuándo, ni siquiera le acompaña a la plaza. Prefiere fingir un mareo y quedarse en el hotel, con ese morenito, ¡olé!, que les ha subido las maletas. Si el tiempo lo permite, tiene casi tres horas, tres, hasta que el Niño vuelva de la plaza. Sabe que en cualquier momento su silueta puede asomar amenazante por el quicio de la puerta, quién sabe si con las dos orejas y el rabo, pero con unos hermosos pitones. Y ella, ¡qué valor!, ¡qué temple!, apura hasta el final. ¡Olé, olé y olé!