Aparece sobre el caluroso asfalto una sombra, ahora prominente. Hace apenas unas semanas, simulaba un discreto michelín ocultado entre camisetas anchas. Pero hoy es otra cosa, sin duda, es una barriga. Pienso en ella y la acaricio con frecuencia, como un gesto casi reflejo, supongo que es inevitable. Como también lo es regresar a esos caminos del azar y del deseo sobre los que se expande. Gestar, lo que se dice gestar, es exactamente lo que estoy haciendo ahora mismo. Y me aterra y me fascina a partes iguales.
Habitar un cuerpo embarazado es habitar el filo de la incertidumbre, ese instante prolongado desprovisto de asideros, donde late la potencia de lo inmanente. Es una experiencia tan salvaje que resulta difícil de explicar, tal vez porque las palabras están hechas de un material demasiado impreciso y maleable como para traducir la inquietante certeza que experimenta el cuerpo. Lo fascinante que es pensar que, mientras escribo estas palabras, se está desarrollando un húmero, unos riñones o está creciendo un corazón. Tal vez por eso cuando en la antigua Grecia les dio por pensar en el origen de las cosas, nadie pensó en esto; fue más fácil mirar al fuego, al agua, al aire. Porque el apeirón se nos queda corto cuando hablamos de la fascinación de crear vida. Porque siempre es más cómodo mirar hacia fuera del mundo que mirar hacia lo que sucede en la vida de los subalternos.

Una de las lecciones que se me está grabando a fuego durante estos meses es esta: las embarazadas somos cuerpos públicos. Cuerpos arrojados al ágora del escrutinio y del escarnio social. Y no, no es una exageración. Es un tremendo desvarío sociológico. Que comienza con los límites que debemos establecer para que no nos toquen la barriga sin permiso —personas a las que, en ocasiones, apenas conocemos—, pasando por la violencia obstétrica, hasta el permanente cuestionamiento social e incluso familiar de cada una de nuestras decisiones.
Si eres joven, porque eres demasiado joven y no tienes experiencia: el paternalismo aflorará en cada conversación. Si eres más mayor, el discurso no es menos hostil: que ya es tarde, que si el reloj biológico, que una criatura requiere energías que tal vez no tengas, que el tiempo apremia, qué cómo has esperado tanto… Siempre hay alguien dispuesto a recordarte el mal momento que has elegido. Sin saber si eso te provoca dolor, si lo quieres escuchar o si sus palabras son bienvenidas. O si simplemente te importa una m*erda lo que tengan que decirte. El caso es volver a infantilizarnos en un proceso profundamente complejo y radicalmente político como es el proceso de traer una criatura a este mundo.
Es asombroso comprobar con qué facilidad algunas personas se sienten autorizadas a proyectar sus miedos, prejuicios y opiniones sobre los demás, sin que nadie se lo haya solicitado. Por favor: ¡dejad de dar consejos no pedidos! Y otra desiderata, para ti, que estás harta de esta situación, si te dan un consejo no pedido: verbalízalo. Donde está la capacidad de no empatizar contigo, también debería de aparecer nuestro límite como medida de autodefensa. Seamos embarazadas aguafiestas, rescatando a Ahmed: “Arruinemos lo que arruina”. Y que suene bien fuerte en tu cabeza la canción: el mundo puede seguir sin escuchar tu opinión de mierda.

Mientras se fiscaliza lo que hacemos, lo que comemos, cómo queremos parir o cómo deseamos maternar, tal vez sería más útil dirigir esa energía opinante hacia preguntas más urgentes: ¿qué sucede con nuestros cuerpos en la ciudad que habitamos? ¿Son las ciudades espacios amables para las embarazadas? ¿Somos conscientes de todas las disidencias que pueden habitar un cuerpo embarazado? ¿Qué ocurre cuando subimos al transporte público o nos enfrentamos al racismo, al clasismo o la homofobia presente en las consultas médicas?
En medio de este asombro, cómo no sentirse desorientada. Sobre todo, por la ausencia de narrativas feministas que no caigan en un naturalismo esencialista que termina replicando esquemas conservadores. Muchas de esas narrativas desembocan en derivas Terfas incapaces de reconocer que existen múltiples cuerpos capaces de gestar; que, si bien algunas mujeres deciden parir, hay muchas más disidencias. Por otro lado, proliferan también discursos cada vez más en auge, como los de las tradwives, que idealizan el retorno al espacio doméstico como el auténtico refugio de lo femenino. Algo bastante creepy, la verdad. Y resulta curioso lo cerca que están unas de otras: las Roros de la vida, tan próximas a las místicas pachamámicas del esencialismo femenino.
Por todo esto me enamoran mis amigas feministas, las que han elegido criar y las que no; las que disfrutan con sus maternidades y las que, sin tapujos, comparten sus dudas, sus tropiezos y nos recuerdan que no se puede criar en soledad. Ellas no solo me piden permiso para tocarme la barriga, también celebran conmigo, por mí y por todo lo que está por venir. Son capaces de rugirme la barriga, de señalar puntos de fuga, de dinamitar los relatos patriarcales con una precisión casi quirúrgica. Son exploradoras de rutas invisibles a los ojos, saboteadoras de mandatos, surcadoras del arrebato, creadoras de ontologías habitables, valquirias que descienden a las profundidades de la vulnerabilidad. Esto no te lo contarán en ningún babyshower, pero rodearte de ellas es esencial para parir fuerza, belleza y revuelta.
