Marchaos, marchaos, dijo el pájaro. El humano no puede soportar tanta realidad
(T.S. Eliot)
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Existe en Instagram una cuenta llamada My Unmade Bed. El fundador de la cuenta, Álvaro Dols, la creó durante una etapa en la que temporalmente carecía de domicilio, fotografiando la cama o el sofá ajeno en el que dormía. Durante la cuarentena global derivada de la Covid-19, vio una excusa perfecta para reactivar la cuenta. En ella comparte fotografías de camas que le llegan de todos los rincones del mundo: Barcelona, Berlín, Buenos Aires… La única condición: la cama ha de estar deshecha y la fotografía tomada al despertar. Se trata de obtener un retrato fiel de ese desorden presente cuando aún no se ha impuesto la rutina cotidiana. Lo cierto es que, pese a esa búsqueda consciente de espontáneo caos matinal, las camas no renuncian a cierta aesthetics recurrente en Internet: muebles de estilo nórdico o rústico, decoraciones bien escogidas a base de láminas y plantas… Cuando conozco la cuenta a propósito de este artículo, la sigo y recibo un mensaje del administrador: ¡estamos deseando ver tu cama! Me siento intrigada: por alguna razón, mi cama desea ser vista. Un espacio de mi intimidad tiene un potencial espectador, y me pregunto si, de mandar una fotografía, tendré eso presente y no podré evitar embellecer mi cama más de la cuenta.
Hay habitaciones que dicen mucho más de nosotros que nuestro rostro, esa es la premisa subyacente tras este proyecto. Algo así debió pensar una artista llamada Tracey Emin, cuando en 1998 fue finalista del Premio Turner su obra ‘Mi cama’. El título no daba lugar a equívoco: se trataba de una cama deshecha, como las que se aprecian en la cuenta de My Unmade Bed (de hecho, fue esta artista la que inspiró el proyecto). Sólo que, en la cama de Emin, cualquier intención de complacer nuestra visión mediante la belleza, brilla por su ausencia. En la cama de Emin coexisten sábanas revueltas, ropa interior con manchas de sangre menstrual, pañuelos usados, colillas… La instalación recrea un periodo depresivo que ella misma pasó en la cama, donde vivió un espectro de emociones y situaciones desde el sexo al malestar físico y psíquico. “El absoluto desastre y decadencia de mi vida”, declararía Emin al referirse al origen de esta pieza. Un autorretrato en el que su rostro ha sido sustituido por un objeto despojado de su función (la esencia de todo ready-made) pero que, provisto de un carácter aurático, aspira igualmente a representarla.
El debate estaba servido. Era el momento de pujanza, además, de los Young British Artists, un grupo de artistas británicos auspiciados por el inversor Charles Saatchi, cuyas polémicas obras cotizaban como la espuma: Damien Hirst, los hermanos Chapman, Sarah Lucas… Pero no nos adentraremos hoy en los entresijos del mercado del arte. La pregunta que nos ocupa es a partir de que límite la exposición de la intimidad resulta obscena; a partir de qué momento, asistir a la cama ajena nos incomoda.
La cama, lo público, lo privado
Lo cierto es que si lo personal es político, la cama es su punta de lanza. A lo largo de muchos siglos, lo sucedido en una cama determinaba la prosperidad o la decadencia de una familia, una dinastía, una civilización: la perpetuación mediante el sexo y el alumbramiento; el testamento del moribundo… En la cama, cuyos orígenes se remontan al Antigüedad, la gente nace, comparte, enferma y muere. Sus límites influyen en la conformación de nuestra identidad, tal y como sugieren algunos autores deudores del psicoanálisis, cuando señalan la separación del niño de la cama parental como una de las necesarias pérdidas para la conformación de su autonomía. Asimismo, autores como Rosenblatt han investigado cómo el hecho de compartir cama vertebra, desafía o normaliza ciertas dinámicas culturales, concluyendo que en ella se cruzan cuestiones de género, salud o cuidados.
“El acto de compartir cama está ligado a la incomodidad de estar solo y el increíble poder de estar cerca de otro ser humano (…). Algunas de las personas que entrevisté dejaron claro que, gracias a las rutinas de pareja en cama podían distraerse de lo que les resultaba de lo que les preocupaba, dolía o temían”.[1]Paul Rosenblatt, Two in Bed: the Social System of Couple Bed Sharing (Albany, NY: State University of New York Press, 2006), 2.
El mismo autor señala cómo, curiosamente, el tamaño del colchón es uno de los dilemas que las parejas suelen enfrentar en la convivencia: incluso en el deseo de compartir cama, pervive el instinto de reivindicar y demandar nuestro espacio en ella. El consenso general, por tanto, parece asumir la cama como un santuario, como un refugio que puede resultar inaccesible, pero también extender una invitación.
Esta dualidad entre el espacio público y el privado no deja de ser una construcción cultural que ha sido abordada por autores como Richard Sennet o, más recientemente, Paula Sibilia. Ambos inciden en cómo la cuestión de la privacidad cobra importancia paralelamente al desarrollo de las sociedades industriales, y su consecuente preponderancia de la vida urbana. El hombre se protege en el hogar ante la interacción social con extraños y la máscara que ésta impone; así, el espacio público pierde fuelle en favor del ámbito privado, empezando a cobrar un papel protagónico la noción de personalidad[2]Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 72.. El hogar funciona como oposición contra la advertencia creciente de lo público, y será a su amparo donde se desarrollarán formas de literatura confesional como el diario. Asimismo, Paula Sibilia retoma a Rybczynski, historiador de la arquitectura, para incidir en cómo las ideas de domesticidad y confort son igualmente atribuibles al despegue de la sociedad burguesa. La necesidad de ese cuarto propio hace patente la división de un mundo “de afuera” (en el que rigen las normas morales y los códigos de conducta, base de la convivencia cívica), y un mundo «de adentro»
“donde estaba permitido ser vivo y patético a gusto, pues solamente entre esas acogedoras paredes era posible dejar fluir libremente los propios miedos, angustias y otros patetismos considerados estrictamente íntimos.”[3]Ibid, p. 75.
Paradojas de la confesión
La culpa de Emin es romper con esa división descrita por Sibilia: se atreve a estar viva en público (y por ende, a ser patética, en su acepción más fiel). Algunos la han señalado por abusar deliberadamente de la confesionalidad para tentar la identificación del espectador; es una crítica común para algunos de los que trabajan con la experiencia en cualquier ámbito creativo. No obstante, esta crítica implica dos cosas. La primera, que existe alguien al otro lado de la obra que desea y busca verse representado, narrado. La segunda, que la obra en primera persona (por espontánea que pretenda ser en su creación), no escapa a las dinámicas del relato construido e intencionado. Algo que la propia Emin ha señalado, en respuesta a quienes elogian la honestidad de su trabajo: “La verdad es algo transitorio (…), todo está editado, todo está calculado, todo está decidido. Decido enseñar esta u otra parte de la verdad, que no es necesariamente la historia completa, sino la que decido daros”.[4]Lynn Barber, “Show and Tell”, The Guardian, 22 de abril (2001): http://www.theguardian. com/theobserver/2001/apr/22/features.magazine27
Este pensamiento nos remite a una visión foucaltiana: lo importante no es tanto la verdad sino su relato, encarnado en el ritual público de la confesión. La confesión no sería más que un espectáculo de la verdad y, bajo esta premisa, la verdadera esencia de uno no tiene por qué ser revelada.[5]Laura Lake Smith, “Telling Stories: Performing Authenticity in the Confessional Art of Tracey Emin.” Rethinking History 21, no. 2 (2017), 296–309. Así lo apuntala Outi Remes cuando declara que no importa cuánto haya de verdad en la historia de una artista como Emin; lo importante es que en el acto artístico se transmita y performe ese ser real.[6]Ibid, 306. Dicho de otro modo: nos obsesiona la confesión, pero toleramos una cierta falta de verdad en ella siempre y cuando se ajuste a la narrativa que se le espera.[7]Ibid, 306.
La libertad de narrarse, de confesarse como individuo, está lejos, pues, de ser un privilegio inmaculado.
Es también Foucault quien vincula la confesión con las estructuras de poder: la justicia, la medicina, la religión, la educación. El que puede ser un acto espontáneo y emancipatorio, también ha sido utilizado para generar verdades sobre los sujetos, de cara a encauzarlos en un determinado proyecto de sociedad.[8]Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 86. De sociedad y, podríamos añadir, de mercado. No es del todo descabellado sugerir que buena parte de los éxitos televisivos que nos rodean tienen que ver con la intimidad presente en una cama. Aunque estratégicamente pixeladas para evitar topar con la ley, las camas de un reality show como La Isla de las Tentaciones constituyen el propósito mismo del programa: en torno a ellas se genera la tensión que alimenta a la audiencia y, por tanto, a los beneficios: ¿se ejecutará la infidelidad? Rodeados por este tipo de productos, que generan contenido y conversación social, y viviendo nosotros mismos en un contexto digital, parece inevitable normalizar la privacidad como algo a explotar, asumiendo un precio simbólico: contar una historia.
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Las mismas personas que aparecen en nuestras pantallas parecen asimilaresta performance como parte de sus vidas y sus carreras, reapropiándose de su máscara social impuesta; otras, intentan rechazar la manteniendo un perfil bajo o denunciándolo mediante sus acciones y trayectorias en la industria. Otras, quizá sin quererlo, retratan a la perfección este extraño régimen de paradójica confesión-ocultación. En el vídeo musical de la canción Famous, de Kanye West, un zoom hacia atrás nos revela una enorme cama donde diferentes celebrities (Rihanna, Donald Trump, Taylor Swift, las Kardashian…) están durmiendo juntos, en completa desnudez. Esa especie de burla y agradecimiento for being famous es más que ilustrativa, y que tenga lugar en una cama no es casual. La cama encarna esa intimidad cedida, susceptible de convertirse en valor, y en cuyo sustrato -en mayor o menor medida- habitamos todos.
Abandonando el cuarto propio
Con las diminutas cámaras de nuestros smartphones penetrando en los recovecos más personales de nuestros hábitats, deberíamos, pues, concluir que el dosel en torno a nuestra cama está empezando a caer. Después de todo, la confesionalidad es uno de los elementos más recurrentes en Internet: la publicación constante de la vida diaria de cada uno se ve premiada en algoritmos y monetizada en ciertas plataformas (eso sí, mientras se ajuste a determinados patrones). Deberíamos estar más que impermeabilizados ante la intimidad ajena pues, tal y como apuntaba Franzen en su ensayo Imperial Bedroom: vivimos en la omnipresencia de lo privado. No obstante, la primaria reacción de rechazo ante una obra como My cama, evidencia que ciertos escenarios íntimos siguen impregnados de esa esencia que los aproxima a lo sagrado, a lo inviolable. Parece que ciertas camas no deberían ser reveladas; no, al menos, sin postprocesar para evitar incomodidades. Quizá lo doméstico sólo pueda presentarse domesticado ante nosotros. En la película Las horas, en una escena metafórica de gran belleza, inmensas olas invaden la cama de una de las protagonistas, inundándola. La mujer se halla, como Emin, inmersa en un profundo estado depresivo. Frente a la poética de esta escena, la sangre menstrual, los cigarrillos, la cama real de Emin, suscita rechazo. No se adhiere a una visualidad cinematográfica, ni placentera. Es la naturaleza material, orgánica, de la misma intimidad, que percibimos como amenaza.
Otras mujeres, aparte de Emin, han utilizado, de forma más o menos explícita, la primera persona como reivindicación de una experiencia silente, invisible. Si las plazas y los parlamentos habían sido tradicionalmente ocupados por los hombres, la confesión de las mujeres había de empezar por los espacios privados, interiores. Conseguido el cuarto propio, el siguiente paso era compartirlo, mostrarlo, decirlo. De noche, sola, desposo la cama / Dedo a dedo, ahora es mía; así narra Anne Sexton una escena de onanismo femenino, bajo un título de lo más explícito: La balada de la masturbadora solitaria. La cama de la mujer, tantas veces invadida por el deber (el débito conyugal, el parto), de pronto se vuelve sobre sí misma: ni siquiera en el placer necesita compañía. En la novela Zonas húmedas, de Charlotte Roche, la trama se sucede en una cama de hospital. Otra cama en la que protagonista, hospitalizada por una fisura anal causada al rasurarse, no escatima en detalles escabrosos al contar sus avatares sexuales y sus problemas personales y físicos, refiriéndose a sus hemorroides como “la coliflor”. Aunque Roche se mueve en el terreno de la ficción, la honestidad de su texto al abordar la vivencia de la corporalidad y la sexualidad adolescente resulta abrumadora:
¿Y por qué no usar nuestro propio perfume, mucho más eficaz? En realidad el olor a chocho, polla y sudor nos pone cachondos a todos. Lo que pasa es que la mayoría de la gente está desnaturalizada y piensa que todo lo natural apesta y que lo artificial huele a gloria. Pero a mí me dan ganas de vomitar cuando pasa a mi lado una mujer perfumada, por discreto que sea su toque olfativo. Me pregunto qué querrá ocultar. A las mujeres también les encanta vaporizar los lavabos públicos después de haber defecado porque creen que de esa forma el ambiente recupera un olor agradable. Pero yo, quiera o no quiera, adivino los efluvios de la caca.
Estas palabras adolescentes comparten terreno con las de San Agustín: ínter jaeces et urinam nascimur, entre las heces y la orina nacemos. El dosel que compienza a caer permitía lo impúdico de una cama no trascendiera (el sexo, la enfermedad, el dolor) pero, tras él, la realidad es cruda y huele. De Sexton a Emin o Roche hay, por supuesto, un largo recorrido por la noción de intimidad: una la aborda desde el lenguaje poético, otra desde la instalación autobiográfica, otra desde la novela. Pero las personas cierran la puerta y se masturban; las hemorroides tienen una incidencia de hasta el 50% de la población; un episodio depresivo te deja la cama hecha un asco. Habría que preguntarse por qué la constatación de ciertas realidades corporales, materiales, mentales, nos conmueven y revuelven, mientras otras, de idéntica carga representativa (una escena pornográfica en un pop-up, una muerte violenta en el telediario) pasan por nuestra cotidianidad sin dejar marca. Quizá existe un rechazo social consensuado, como contemplaba Kristeva, en torno a categorías relacionadas con nuestra corporalidad: comida/residuos (oral), desechos corporales (anal), y signos de diferencia sexual (genital)[9]Marga Van Mechelen, “Las excreciones corporales en el arte: el arte abyecto”, Revista Relaciones. Disponible en: http://www.chasque.net/frontpage/relacion/9909/signos.htm#Serie. O quizá esta conmoción tenga que ver con el propio concepto de lo abyecto:
No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. (…) Sólo experimento abyección cuando un Otro se instala en el lugar de lo que será «yo»(moi).[10]Julia Kristeva, The Powers of Horror. An essay on abjection, (New York: Columbia University Press, 1982)
Puede que nuestra náusea se origine en esta perturbación de lo que se es. La exposición de la intimidad ajena, a pesar de que se inscriba dentro de un relato propio, me interpela, anticipa aquello en lo que puedo convertirme o en lo que puedo recordar que fui. La raíz de una obra como Mi cama, en la que el cuerpo vivo ha dejado su trazo, transita por la abyección: nos repugnan los fluidos y excreciones que abandonan su contexto orgánico y pasan a formar parte de lo social. Nos repugna aquello que, independientemente de su naturaleza, representa y deviene otra cosa, cuyo significado se nos escapa.[11]Marga Van Mechelen, “Las excreciones corporales en el arte: el arte abyecto”, Revista Relaciones. Disponible en: http://www.chasque.net/frontpage/relacion/9909/signos.htm#Serie
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La abyección, por tanto, es transformadora. En cierto modo, subvierte el orden social, y tal vez por ello haya sido utilizada en el discurso de artistas y creadores, bien como denuncia, bien como reflexión, bien como mero recurso al servicio de la trama o la estética. Siguiendo esa estela, rescato hoy otras camas que han evidenciado y puesto en marcha mecanismos de transgresión, entendida como aquello que conduce al ser a “despertarse sobre su inminente desaparición (…); a experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida”[12]Michel Foucault, “Prefacio a la transgresión”, Entre filosofía y literatura (Barcelona: Paidós Ibérica, 1994), pp. 123-142.. Es el caso de Nan Goldin, fotografiando a su amigo Gotscho en su lecho de muerte siendo besado por su pareja Gilles. Un gesto de voyeurismo que muchos tacharían de agresivo en esa circunstancia, pero que también supone un descarnado e inigualable retrato de las consecuencias del SIDA sobre toda una generación. Es el caso también de Larry Clark y su serie fotográfica Tulsa, en la que fotografía a sus amigos divirtiéndose en diferentes poses y escenas: en algunas de ellas, la cama es el lugar de encuentro, en el que confluyen juegos sexuales y consumo de drogas. Es el caso de la cama de Mar adentro, basada en la cama real de Ramón Sampedro, quien abrió el debate sobre la eutanasia en España. La cama es tumba (de la vida ansiada e imposible para el protagonista), pero también trinchera: por su imposibilidad de salir de ella, Sampedro se ve inevitablemente obligado a convertirla en el escenario de su lucha pública. Paradójicamente, en su petición de suicidio cabía el futuro y cierta esperanza, pues era una lucha que abarcaba al otro, al que vendría después que él. Cabría preguntarse si el rechazo de ciertos debates, si algunos temores a abrir heridas, nacen de la certeza de que algunas cosas —como la muerte—, también nos esperan. De que nos enfrentaremos, tarde o temprano, a esa angustia que Kierkegaard liga a la libertad: “En la angustia, el ser humano descubre su propia libertad como posibilidad; se enfrenta a la situación de tener que elegir él mismo.”[13]Arne Gron, “El concepto de la angustia en la obra de Kierkegaard”, Thémata. Revista de Filosofía, nº15, (1995), pp. 15-33.
Quizá la verdadera transgresión, la que desencadena en nosotros la repulsa, tiene que ver con la vulnerabilidad. Una vulnerabilidad que nos inquieta y nos punza en imágenes, objetos, cuerpos, narrativas de vida; no por lo que presentan, sino por su capacidad de devolvernos el destino de nuestra condición frágil: la descomposición. Et in pulverem reverteris. Bataille sitúa el temor como fundamento del asco. Los tabúes aíslan la muerte y el sexo, cuya negatividad está en contradicción directa con el ansia de durar de cada ser.[14]Maider Tornos Urzainki, “Deseo y trangresión: el erotismo en Georges Bataille”, Lectora, 16, (2010), 195-210. Tal vez los tabúes que ciertas obras, que ciertas camas desean romper, no son sino sofisticadas estrategias para mantenernos a salvo.
Referencias
↑1 | Paul Rosenblatt, Two in Bed: the Social System of Couple Bed Sharing (Albany, NY: State University of New York Press, 2006), 2. |
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↑2 | Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 72. |
↑3 | Ibid, p. 75. |
↑4 | Lynn Barber, “Show and Tell”, The Guardian, 22 de abril (2001): http://www.theguardian. com/theobserver/2001/apr/22/features.magazine27 |
↑5 | Laura Lake Smith, “Telling Stories: Performing Authenticity in the Confessional Art of Tracey Emin.” Rethinking History 21, no. 2 (2017), 296–309. |
↑6, ↑7 | Ibid, 306. |
↑8 | Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 86. |
↑9, ↑11 | Marga Van Mechelen, “Las excreciones corporales en el arte: el arte abyecto”, Revista Relaciones. Disponible en: http://www.chasque.net/frontpage/relacion/9909/signos.htm#Serie |
↑10 | Julia Kristeva, The Powers of Horror. An essay on abjection, (New York: Columbia University Press, 1982) |
↑12 | Michel Foucault, “Prefacio a la transgresión”, Entre filosofía y literatura (Barcelona: Paidós Ibérica, 1994), pp. 123-142. |
↑13 | Arne Gron, “El concepto de la angustia en la obra de Kierkegaard”, Thémata. Revista de Filosofía, nº15, (1995), pp. 15-33. |
↑14 | Maider Tornos Urzainki, “Deseo y trangresión: el erotismo en Georges Bataille”, Lectora, 16, (2010), 195-210. |