Abordar una nueva lectura es siempre el inicio de un viaje, que comienza con un título que nos elige desde una estantería o con un comentario casual cargado de expectativas en un café. A veces, el itinerario resulta algo abrupto, repleto de pausas y tropezones; otras, se convierte en un trayecto intenso, pero corto, al ser disfrutado y recorrido en detalle. De cualquier modo, lo realmente significativo es si deja o no una huella en nosotros, como un mordisco hecho beso en la carne y en la memoria. A menudo, quien escribe rubrica una declaración de intenciones, se desnuda lentamente en un escenario sin candilejas, ni telón. No puede esperar nada de su lector, pues la gestación solitaria no permite intromisiones. El parto se producirá entre gritos de dolor o abrazos de bienvenida, pero nadie puede asegurarle ni lo uno, ni lo otro. En el caso de “La loca de la puerta de al lado” (1995), publicado en español en 2021, la autora describe un vínculo purificador y casi mágico entre su estado y la realidad. Acaso, ¿no es esa una forma de amor al otro, hacerlo partícipe de su propia existencia?
“Alda, pero ¿cómo es posible que te tomen por loca?”[1]MERINI, Alda. 2024. La loca de la puerta de al lado. Madrid: Tránsito, página 32, si fuiste una de las imprescindibles de la poesía italiana del siglo XX. La poeta maldita; eso, sí. La que acumulaba papeles y colillas en los cajones, aquella que amparaba a los sintecho y los metía en su propia casa, la vecina que vivía rodeada de basura, quien hubo de dar en acogida a cada hija que daba a luz. Alda Merini (1931-2009), la ragazzetta milanese, en palabras de Pier Paolo Pasolini, que con tan sólo dieciséis años fue internada en un hospital psiquiátrico, no consiguió superar el examen que le abriría las puertas del Liceo Manzoni. Sin embargo, publicó sus primeros poemas a edad muy temprana y, poco a poco, su carrera despegó, llegando a ser admirada por sus seguidores y por la crítica italiana. Su diagnóstico de bipolaridad, no obstante, marcó su vida, sumida de manera ininterrumpida en la extrema precariedad y en la exclusión. Se le concedieron múltiples distinciones, como el Premio Viareggio (1996) o el Premio Dessi (2002), pero sus veinte años de reclusión y electrochoques sucesivos le mostraron la cara más amarga de ser y existir.
Para enfrentarse a las páginas de “La loca de la puerta de al lado” hay que conocer previamente su historia, ya que es un testimonio autobiográfico, poético y desordenado, que nos ofrece una vuelta al pasado –arraigado en su presente de entonces-. Sin un antes, sin un después, nadie sabe dónde empieza, cuándo acaba, porque es el pulso de sus entrañas hecho palabra. Y las palabras no tienen principio, ni fin. No se ha inventado aún el parámetro que pueda encerrarlas en una medida concreta, tangible y fatídica, material y asible. Alda lo sabía. Estaba cansada de vivir y de morir. Se preguntaba por qué escribía, si ya desde “la primera vez que se ve al poeta se piensa que es una perla rarísima, pero sin valor”[2]Ibíd., página 30. Esta obra posee cuatro esquinas: el amor, el secuestro, la familia y el dolor; cuatro demonios con sonrisas de angelotes, que jugaron con su estabilidad mental hasta el fin de sus días, cuando el 1 de noviembre de 2009 un cáncer óseo se la llevó para siempre.
En estas páginas se plasma cómo transformó la enfermedad mental en un elemento genuino y distintivo, en un arma para defenderse del ostracismo social, en un amuleto que la ayudó a aferrarse a sí misma. Las instituciones por donde pasó –manicomios, en aquel tiempo- fueron celdas de tortura, donde simplemente se recluía a seres indefensos, cuya etiqueta diagnóstica –fuera cual fuese- iba asociada a la locura, al riesgo de “contagio”, al miedo que provoca todo aquello que ignoramos. En el caso de Alda, se agravó por el hecho de ser mujer. En aquellas décadas, ellas estaban expuestas a toda suerte de abusos físicos –explícitamente, sexuales-, emocionales, morales y legales. Se las despojaba de cualquier derecho y autonomía, condenándolas a un destino irrevocable. A partir de ese momento, las miradas escrutarían cualquier gesto, la penitencia se perpetuaría, sin ninguna posibilidad de renacer. La cordura y la lucidez ya no serían calificativos a su alcance, aunque dieran muestras de mejora o rehabilitación. La poeta lo sabía. Su forma de resurgir, una y otra vez, no se centró en esforzarse por encajar, sino en relatar sin tapujos el horror, la indefensión.
Merini, a través de la escritura, tomó las riendas de su vida. Fue dueña de su propio proceso creativo y no se ciñó a los deseos externos. En esta narración plantea con crudeza la búsqueda de sentido en un ambiente hostil, la huida del estigma, la maternidad, la culpa, el vínculo con los amantes y con el amor, la dignidad humana y ese inagotable instinto de supervivencia que nos define como seres vivos. Aunque su estilo es directo y, en ocasiones, impacta en lo más hondo del alma y los sentidos, su belleza es también un elemento inherente al relato. Su grito nace de la sangre, del impulso de la naturaleza, pero su voz contiene los matices suaves de quien se apasiona con la melodía. “Uno no hace arte para que lo llamen poeta, sino simplemente porque ama el arte. Porque el arte es una segunda madre, porque cuesta mucho. Se paga con el ayuno, con caminatas inconcebibles, con calumnias” (https://theobjective.com/further/cultura/2021-06-09/alda-merini-la-poeta-que-transformo-la-locura-en-verso/).
La loca de la puerta de al lado es el comentario al que todos sucumbimos en momentos de desconcierto, cuando no controlamos la situación y el camino más sencillo es en línea recta, llevándonos por delante lo que haga falta, arrasándonos a nosotros mismos y a los demás. Es, también, la incertidumbre de no ajustarse a la norma; así como, la seguridad de continuar con nuestros propósitos y apartar obstáculos. Es una venda, el alcohol para las heridas, la caricia tibia en noches de insomnio, el carmín rojo de los días grises.
Alda, querida, nos dejaste un fructífero legado. Ojalá sepamos disfrutarlo como tú.
| Título: La loca de la puerta de al lado |
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