Desde el día que murió el alcalde nadie osa salir de casa. Demasiados decesos en extrañas circunstancias: doña Tomasa fue la primera; un buen día sin mediar palabra se levantó las enaguas y salió corriendo calle arriba graznando como un pato. La encontraron ahogada en la balsa; no sabía nadar. Luego el vicario, que se precipitó desde la espadaña creyéndose el badajo de la campana; y la Engracia, que intentó estrangular al perro, un mastín de colmillos prominentes y cuarenta quilos de mala baba. Ahora por ese pueblo solo pasea la brisa y el valiente panadero, otrora aquel mozalbete pendenciero al que todos estiraron de las orejas por gamberro y que sirve a domicilio mientras devora libros de micología en sus ratos muertos.