De pequeños, la mayoría hemos querido dedicarnos a la arqueología, aunque el arrebato haya durado apenas unas semanas; estudiar el arte y la antigüedad, a través de unos restos encontrados por casualidad o a propósito de ciertos indicios. ¿Quién no ha soñado con parecerse a Indiana Jones y con hallar el Arca de la Alianza o el Santo Grial? Lo malo es que la ficción puede jugarnos malas pasadas y la realidad, también.
Frédéric Beigbeder (Neuilly-sur-Seine, 1965) se convirtió en arqueólogo durante dos días; el período que duró su detención preventiva por consumo de cocaína en la vía pública (sobre el capó de un coche) a las puertas de una discoteca parisina. Su celda se transformó en un catalizador, capaz de retrotraerlo a episodios muy anteriores. La angustia y la ansiedad de saberse preso, mientras el mundo continuaba con su engranaje imparable y los viandantes transitaban las calles sin percatarse de su oscuridad, revolvieron emociones y pasajes inescrutables de una infancia que no conseguía evocar. Hasta el momento, rebuscaba en un baúl vacío y sólo atinaba a mentir por omisión, a ser su propio impostor.
“Dad unos golpecitos en la cabeza de un escritor y no saldrá nada. Encerradlo, y recobrará la memoria”[1]BEIGBEDER, Frédéric. 2009. Una novela francesa. Barcelona: Anagrama, página 100, porque escuchar una voz humana –la propia, también- tiene los efectos de un poder sobrenatural. Del mismo modo, la lectura y la escritura, con la complicidad de la imaginación, pueden hacer desaparecer el tiempo o retenerlo, sin necesidad de ningún grotesco artificio. Y el autor, ese fatídico 28 de enero de 2008, experimentó la furia de un carrusel descarriado, cuyo recorrido abarcaba la niñez, el divorcio de sus padres, Guéthary y la casa de su abuelo, el amor y la rivalidad entre hermanos, el olor añejo del abolengo, los abismos entre generaciones, la repercusión de lo vivido en las acciones futuras y la reproducción de patrones educativos que se transmiten de padres a hijos.
Tal y como señala Michel Houellebecq en el prefacio de “Una novela francesa” (2009) –el título que nos ocupa esta reseña-, “la mayor cualidad de este libro es, sin ninguna duda, su honestidad”[2]Ibíd., página 7. Ésta no descansa en la crítica fácil y ajena, sino en el fruto de la introspección; por lo que no resulta destructiva, ni dañina. Trata de arrancar el velo de la hipocresía y asumir que todos cometemos errores; que la vida no siempre nos basta y buscamos aquello que nos lleva al límite, para compensar todo lo que resultó deficitario en el pasado. Utiliza el humor y el dinamismo como elementos básicos en sus páginas, desnudándose ante el lector y animando a éste a que haga lo mismo sin pudor. También, escarba en las inmundicias de un sistema democrático que conserva sus dependencias penitenciarias en pésimas condiciones, al que le interesa aparentar, más que cambiar.
Beigbeder se licenció en Ciencias Políticas y ha ejercido como ejecutivo de publicidad, editor, locutor y comentarista. Es autor de varias novelas, un recopilatorio de cuentos y dos ensayos. En 1994, fundó el Premio de Flore, destinado a galardonar a las jóvenes promesas de la literatura francesa. Con “13,99 euros” (2000) obtuvo un éxito extraordinario, que le llevó a consolidarse como escritor y a ser despedido de la agencia publicitaria en la que trabajaba entonces. “Una novela francesa” le proporcionó el Premio Renaudot, ya cumplidos los cuarenta y siete. Esta obra puede entenderse más como una reconstrucción de ciertas etapas vividas y arrinconadas, que como una autobiografía en sí misma. Y es magnífico, a la vez que vertiginoso, darse cuenta de que los seres humanos, a medida que cumplimos años, deformamos los recuerdos, embellecemos acontecimientos que desearíamos borrar o los adulteramos negativamente para que resulten más atractivos a los otros.
Las fallas están presentes en todos nosotros, a pesar de que intenten esconderse bajo la alfombra. Son grietas que hemos tapado, ignorado o engalanado, según nuestro carácter y las posibilidades que nos han rodeado. Para el pequeño Frédéric la separación de sus progenitores supuso una existencia desdoblada, donde confluían ambientes diversos a los que adaptarse, dependiendo del convenio de visitas y de los fines de semana repartidos cordialmente. A partir de ese momento, sus padres dejaron de ser sus padres, para adoptar la individualidad de “mamá” y de “papá”. La figura paterna mutó en un hombre rico, guapo y solo, seguro de sí mismo, al tiempo que infeliz; un James Bond rodeado de mujeres bonitas y colegas variopintos. La versión materna era mucho más cariñosa y su presencia se mantenía constante en el día a día. Por supuesto, también rebosaba responsabilidad e imponía estrictos horarios, al ritmo de canciones melancólicas en apartamentos de cincuenta metros cuadrados. La burguesía excéntrica y la nobleza arruinada, cada una por su lado, procurando no traumatizar a los hijos, protegiéndolos y, sin querer, enseñándoles el arte de no comprometerse.
¿Y qué decir de la eterna pugna y competitividad entre hermanos? Sangre contra sangre, disputándose un puesto, pero defendiéndose ante aquellos que amenazaran la estabilidad del otro. Porque el lazo fraterno está tejido con seda y esparto, y Freud se centró demasiado en el padre y en la madre, obviando este vínculo tan poderoso, como punzante. Charles, su hermano mayor, era imbatible; quizás, por este motivo, Frédéric debía ser imperfecto. Ser diferente -su antítesis- le ayudó a definirse. El menor, encarcelado; el mayor, recibiendo la medalla de la Legión de Honor.
Esta historia nos habla en primera persona de la fragilidad del ser humano y de las estrategias que emplea éste por sobrevivir.
No importa que nada tengamos que ver con Francia, con el consumo de drogas o con una generación concreta. Al fin y al cabo, experimentamos las realidades de la época que nos ha tocado vivir, de la familia que arropa y reaviva los pánicos más profundos, de la sucesión de hitos evolutivos a los que nos enfrentamos y de los que nos beneficiamos por el hecho de ser personas y seres sociales. Somos el producto de una mezcla heterogénea, azarosa, inexplicable; de las baladas de Elton John, de los complejos de inferioridad, de los besos en el cuello, del gusto por los cotilleos, del Cantando bajo la lluvia, de los delirios de grandeza, del sarcasmo, del egoísmo, del roncar por la noche, de la afición a la lectura o de la necesidad de escribir. Aceptémoslo.
| Título: Una novela francesa |
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