En el origen de este breve comentario hay una frase imprudente, una especie de declaración, de esas que son inevitables. Sin embargo, se trata de una convicción muy real, porque también antigua y tenaz: El corazón de las tinieblas es uno de los más grandes textos de la literatura occidental. Quizá, insisto, sea una declaración generalista y, del mismo modo, un poco enfática. Pero la he utilizado tal cual. No es momento de arrepentirse. La ocasión de esta declaración guarda una relación indivisible con mi forma de conmemorar el centenario de la muerte de Joseph Conrad, al que Ricardo Gullón ha definido, y concuerdo con él, como «el último maestro que sintió la humildad necesaria para emprender la tarea de novelar, la real servidumbre sobre la vocación creadora»[1]GULLÓN, Ricardo. 1945. Novelistas ingleses contemporáneos. Zaragoza: Cronos, p. 62. Hacía mucho tiempo, es verdad, que no releía El corazón de las tinieblas; tal vez desde algún tórrido verano en el pueblo de Moncofa, y con motivo, entre otras cosas, de esas sesiones estivales que consistían en visionar Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) y Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), con las que se encuentra íntimamente relacionado el libro. Esta vez la relectura, incluidos algunos de sus más importantes pasajes pronunciados en voz alta, en la soledad de mi despacho, fue sobrecogedora: de repente escuchaba este inmenso texto de una forma que ninguna lectura íntima y silenciosa, por diligente que fuera, podría haber conseguido.
Creí haber vivido, en verdad, una experiencia decisiva, como si a través de las frases de este relato me encontrara con una verdad que no deja de eludirme y que, al mismo tiempo, me abre a la revelación siempre diferida de un enigma. Como si, en fin, accediera al motto foucaultiano: «esa cosa extraña en el interior del lenguaje»[2]FOUCAULT, Michel. 1996. De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós, p. 64 que es el objeto mismo de la literatura; su fuego, su alegría, su voz secreta, su locura y tal vez su futuro. Tengo la sensación de que se desgarra una frontera: el ascenso del río en el vapor de Marlow me recuerda al progreso del adepto hacia la diosa Verdad en el poema de Parménides. Pero donde el joven iniciado elige el camino del Ser, algo que Heidegger supo ver muy bien, el personaje de Conrad se desvía por la senda vedada. «Todo parecía prohibirme la verdad de las cosas»[3]CONRAD, Joseph. 1967. «Heart of darkness», en Great short works. New York: Harper & Row, p. 222 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis), dice a su público. Conrad llama oscuridad a este acceso negado al Ser, la puerta a la que la narración no cesa de forzar. En la dramaturgia de lo sagrado que tal libro orquesta, la oscuridad no es solo una cuestión de lo desconocido o inexplorado, ni siquiera de la parte aterradora del continente africano tal como se presenta a quienes han venido a explotar sus riquezas y a esclavizar a sus poblaciones: la oscuridad es lo que el psicoanálisis lacaniano ha denominado lo real, es decir, lo que se escapa a la comprensión; el agujero que hace imposible la representación y hace vacilar cualquier relación con la existencia. El corazón de las tinieblas es, pues, el otro nombre del núcleo inhabitable del ser; pero es igualmente el destello del vacío, la vuelta que, revelando el abismo bajo nuestros pies, nos da aliento. «No hay iniciación a tales misterios» (214), clamaba Marlow, pero con mi voz, en la soledad sonora del despacho. Yo me dije entonces: ¿acaso no es El corazón de las tinieblas, por el contrario, la historia de un ascenso hacia «el rostro atroz de una verdad atisbada» (285)? ¿No se estaba iniciando Marlow en la propia iniciación de Kurtz, en una suerte de devenir-Kurtz? ¿No se ofrece el libro como el memorial de una catábasis que se abre, al final, a la contemplación de un alma condenada? ¿Acaso no es la literatura un intento de suplir la imposibilidad de vivir el momento de la muerte, de hacer hablar a lo imposible?
No son pocas, ni sencillas, las preguntas, es cierto. Entonces lo comprendí, en toda su amplitud y profundidad. Mi voz agotada, humosa al final del día, soberanamente desprendida, provocaba una emoción de pensamiento que aún puedo calificar de incomparable. Después de la lectura, en plena revelación, me senté a escribir y es por eso que hago ahora esta imprudente declaración: El corazón de las tinieblas es uno de los más grandes textos de la literatura occidental. Me gustaría intentar justificarme un poco más, claro, pero no sé hasta qué punto lo que tengo que decir coincidirá con las preocupaciones de ese lector que haya de abordar, una vez más, el texto de Conrad, o si encajará en los temas generales que preocupan a este mundo malogrado. Tampoco sé si seré capaz de explicar lo que sigue siendo, para mí, una fascinación. Este tipo de ejercicio puede ser peligroso. Por tanto, mis comentarios serán un tanto experimentales. Pido disculpas por adelantado a quien reciba estas palabras.
Cuando digo que El corazón de las tinieblas es uno de los más grandes textos de la literatura occidental, pienso simultánea e inseparablemente en dos cosas: su poder mítico y lo que hace de él un acontecimiento del pensamiento. Me es imposible hacer una separación. El mito de Occidente, que se resume en esta narración (pero para significar que Occidente es un mito), es, de modo y manera literal, el pensamiento de Occidente, lo que Occidente dice que debe pensar de sí mismo: que es, y ha sido, buena parte del horror. Quien leyó las páginas de Conrad alguna vez puede que sepa de qué hablo. Mientras que en Un puesto avanzado del progreso, el otro relato corto de Conrad ambientado en África, la empresa colonial era denunciada con una ironía flaubertiana –como indicaba inmediatamente el título-, El corazón de las tinieblas crea una atmósfera mucho más inquietante, haciendo del viaje al Congo un descubrimiento del mal y la locura, con esa selva primitiva representando un mundo antediluviano, propicio a la expresión de instintos asesinos. No es de extrañar, pues, que Murray Krieger la haya incluido en su ensayo sobre la literatura trágica, junto a Melville, Kafka, Mann o Camus[4]KRIEGER, Murray. 1960. The Tragic Vision. Variations on a Theme in Literary Interpretation. Chicago: University of Chicago Press, pp. 154-194. De cualquier modo, lo más sorprendente de este texto, en una primera lectura, es la economía de su enunciado: la narración en sí (el viaje por el río Congo hasta la guarida de Kurtz, el enigmático héroe del μῦθος) es asumida casi en su totalidad por Marlow, un personaje del que no sabemos apenas nada, salvo que es, según una ley formalizada por Blanchot, el portavoz (el él) gracias al que Conrad (el yo) puede entrar en la literatura. Con bastante retraso, como sabemos. En gran medida, de hecho, este relato es autobiográfico (escrito en 1899, relata un viaje que Conrad realizó entre la primavera y el invierno, casi una década antes). Conrad nunca ocultó el hecho. Estamos, pues, aparentemente, ante un dispositivo que podría calificarse, en la terminología canónica de Platón, de μίμησις. Pero no es tan sencillo: antes de que Marlow comience su relato, un nosotros anónimo nos cuenta que fue durante una conversación entre amigos, en la cubierta de un barco anclado en el Támesis, a la espera de la marea que le permita abandonar Londres, cuando Marlow, cavilando sobre la colonización de Inglaterra por los romanos, decide contar su aventura africana.
La novela, si es que es una novela, durará el tiempo de esta marea –cuyo reflujo, al final, que habría permitido la partida, se perderá por culpa de la elocuencia de Marlow- y las últimas líneas, vertiginosas, son asumidas por la voz narradora del propio Conrad (el verdadero yo, por tanto) que apenas habíamos oído antes, furtivamente, en dos (brevísimas) ocasiones. Traduzco, ahora, del original: «Levanté la vista. El mar abierto estaba barrado por un banco de nubes negras, y la tranquila vía fluvial que conduce a los confines de la tierra corría oscura bajo un cielo encapotado: parecía conducir al corazón de una inmensa oscuridad» (292). Si a esto añadimos que la propia narración de Marlow es interrumpida, al menos una vez, por uno de sus oyentes, veremos hasta qué punto la narración es compleja. Esta novela no es una narración, ni siquiera simplemente el relato de una narración. Consiste, si me permiten utilizar las categorías de Platón (en realidad, me pregunto si tenemos otras), en una διήγησις –mínima, sostenida por el nosotros de las tres primeras páginas y el yo (Conrad) cuyas raras apariciones acabo de mencionar- retransmitida, de modo mimético, por una nueva διήγησις, a su vez intercalada con pasajes miméticos. El conjunto trata de dos cosas, o más bien de tres: una guardia nocturna en el puerto de Londres, un viaje iniciático al corazón de África… y todo el destino de Occidente.
Se me perdonará, espero, haberme sacrificado tan rápidamente a estas consideraciones formales (en realidad, sería necesario llevar a cabo un análisis mucho más minucioso y no hay tiempo). Pero no son innecesarias, al menos, por dos razones. La primera de ellas es que este dispositivo es el dispositivo mismo del mito, al menos en su versión occidental (digamos, una vez más, platónica, ya que, por comodidad y necesidad, me he ceñido a esta referencia). Mito significa aquí, más allá de las consideraciones llamadas formales, una palabra (no solo discurso, no solo narración) que se propone, por el procedimiento de algún testimonio, como portadora de verdad. Una verdad no verificable, previa a cualquier demostración o lógico protocolo. Demasiado difícil de enunciar directamente. Demasiado engorrosa o dolorosa. Sobre todo, demasiado oscura. Es, por supuesto, para Conrad, la oscuridad misma: oscuridad y horror. Y es esta verdad, la verdad de Occidente, la que intenta demostrar de un modo tan complejo. Toda la empresa de Conrad consiste en encontrar un testigo de lo que quiere testimoniar. Los antiguos invocaban a los dioses. Él inventa a Marlow. Pero se trata de transmitir la misma verdad, o al menos una verdad del mismo orden. Nosotros, lectores, devenimos testigos privilegiados también[5]ACHERAÏOU, Amar. 2009. Joseph Conrad and the reader. Questioning modern theories of narrative and readership. London: Palgrave McMillan, pp. 128 y 134, incluso sin darnos cuenta. La segunda razón es la simple consecuencia de la primera: la novela de Conrad no tiene personajes, solo voces. Marlow, de forma axiomática, es solo una voz: la voz del narrador. Sus oyentes, en la cubierta del barco (nosotros, yo), prácticamente no tienen voz: escuchan. A los personajes que Marlow dice haber conocido (el ruso, por ejemplo, o la prometida de Kurtz al final de su narración), solo los conocemos a través de lo que han dicho. En un oratorio (que es a lo mejor la verdadera forma de esta obra, pero no puedo insistir en ello aquí), su intervención daría lugar a dos arias como máximo. En realidad, todo se construye deliberadamente en torno a la oposición de dos voces: la del clamor indistinto de los salvajes (el coro) y la de Kurtz, por supuesto, que es, en efecto, la figura de este mito o el héroe de esta ficción.
Hay que mirar más de cerca. Incluso más que Marlow, el propio Kurtz es solo una voz. En primer lugar, porque así es como –y, en cierto modo, es la única forma- lo describe Marlow: «Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo había imaginado en acción, sabéis, sino hablando. No me decía: ahora ya no podré verlo, ahora ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre aparecía ante mí como una voz. […] Oh, sí, y oí más de lo suficiente. Puedo decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco más que una voz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos ellos eran poco más que voces» (258-260). Esto es lo que dice Marlow antes de conocer a Kurtz, y cuando desespera de conocerlo alguna vez. Aunque admite que siempre lo ha vinculado a alguna forma de acción, y recuerda, sin negar ni por un momento su veracidad, la leyenda que lo rodea (el aventurero, el saqueador de marfil, el déspota sanguinario o el misterioso rey que ha subyugado a una población aterrorizada, etcétera), no retiene, del relato de Kurtz, que sea una voz. De todos sus dones, sólo conserva su «capacidad para hablar, sus palabras, su don para la oratoria, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante corriente de luz, o aquel flujo engañoso que surgía del corazón de unas tinieblas impenetrables» (259).
Hillis Miller ha visto aquí «testigo tras testigo, voz tras voz, una ventriloquia […] característica del género del Apocalipsis»[6]HILLIS MILLER, Joseph. 1989. «Heart of Darkness Revisited», en MURFIN, Ross C. (Ed.). Joseph Conrad, Heart of Darkness, a case study in contemporary criticism. New York: Bedford, p. 214. Y algo de eso hay, sin duda; algo que vuelve necesaria toda revelación. La verdad detrás del último testigo. En efecto, a lo largo de todo el relato, Kurtz sigue siendo esa voz, desde el momento de su aparición, largamente esperada (o preparada): la voz profunda y debilitada (272), hasta el momento de su muerte, en el susurro final en el que todo se revela: «¡El Horror! El horror!» (283). O el largo proceso de duelo que rige entonces la narración de Marlow: la voz había desaparecido y, al final, el eco silencioso de la última palabra, ahora prohibida (284 y ss.). Pero si Kurtz solo es una voz, como bien sabe Marlow, es porque en el fondo –en su naturaleza o esencia- no se trata más que de un hombre de palabras.
Con esto quiero decir un ser mítico. Utilizo estas fórmulas equívocas deliberadamente, por supuesto. En varias ocasiones, Marlow destaca la elocuencia de Kurtz, su don más evidente. También se refiere a su talento como escritor: no solo menciona la (notable) memoria sobre la colonización que Kurtz escribió a petición de la «Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes» (cuyo manuscrito, recordarán, tiene garabateada en la última página la terrible frase: «Exterminemos a todas esas bestias» (262), sino que también alude a sus poemas (277), de los que, por cierto, no sabemos nada. Y en general habla de él como de un artista. Es decir, como un genio: un hombre extraordinariamente dotado, incluso en la acción (o aventura) que acabó eligiendo. En cuanto al destino de Kurtz, es difícil no pensar en el de un Rimbaud, en el que Conrad bien podría haber estado pensando: la renuncia a la literatura, el tráfico, el gusto por el dinero y el poder, el exilio deseado (sin retorno), la realeza conquistada, el estatus final de semidiós (es decir, en sentido estricto, de héroe). Todo ello da lugar a la figura de un artista maldito, quizá el mito más definitorio del siglo XIX (y por tanto, en gran medida, del XX).
¿Qué es un artista? ¿O qué es un genio? Como podemos aprender de Platón, de Nietzsche, de toda la gran tradición occidental (y me refiero a la tradición occidental en la medida en que sabe que el artista es la figura por excelencia de Occidente), el artista o el genio es aquel a quien la naturaleza (physis) ha concedido el don –el don innato, ingenium- de poseer todos los dones que compensan sus propias limitaciones (lo que los griegos llaman τέχνη), empezando por el don de todos los dones: el lenguaje. Esto equivale a decir que el artista o el genio es aquel que es propiamente capaz de todo; o, si lo preferimos, que, no teniendo propiedades propias (aparte de este don misterioso), es capaz de apropiárselas todas. El artista o genio es el «hombre sin atributos» que daría título a la obra maestra de Musil.
Esto es exactamente lo que es Kurtz. No solo se le presenta como una especie de «genio universal» (237-238), o incluso como un extremista y, por tanto, dispuesto a todo (287). Se le presenta como nada (no olvidemos que Rancière ha visto en la ficción conradiana un «robusto nihilismo schopenhaueriano»[7]RANCIÈRE, Jacques. 2014. «L’Inimaginable», en PACCAUD-HUGUET Josiane y MAISONNAT Claude (Eds.). Joseph Conrad. Cahier de l’Herne. Paris: L’Herne, p. 126). Nada o nadie, si pensamos en Ulises. Su elocuencia está sistemáticamente ligada a la «árida oscuridad de su corazón» (282), a su «corazón hueco» (270), al vacío que hay en él o, más exactamente, que él «es». Por eso este hollow man –cómo iba a olvidarme de Eliot, si hablo de Conrad- no es más que una voz. Pero también por eso, en el ámbito del arte como en el del poder (o del arte político, si se quiere), subyuga y fascina, atrae y seduce (incluso suscita amor), subyuga: es absolutamente soberano. Sin ser nada, lo es todo. Su voz es todopoderosa y hasta Hannah Arendt encontrará inspiración en su figura, a la hora de escribir su extraordinario Los orígenes del totalitarismo: «Los hombres superfluos, los bohemios de los cuatro continentes que se precipitaron hacia El Cabo […], como Mr. Kurtz en Heart of Darkness de Conrad, se hallaban vacíos hasta la médula, eran temerarios sin valor, codiciosos sin audacia y crueles sin coraje. No creían en nada ni nada podía inducirles a creer en algo. Expulsados de un mundo con valores sociales aceptados, habían sido entregados a sí mismos y no tenían nada a donde retroceder, excepto, aquí y allí, una chispa de talento que les hacía tan peligrosos como Kurtz si se les permitía regresar a su patria. Porque el único talento que posiblemente podía alentar en sus almas vacías era el don de la fascinación que podía hacer de uno de ellos un espléndido jefe de un partido extremo»[8]ARENDT, Hannah. 2014. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza Editorial, pp. 291-292.
Hay dos consecuencias: en cuanto a la oposición, o ἀγών, de las dos voces que estructuran la narración de Marlow: el clamor salvaje indiferenciado y la voz de Kurtz. Son, pura y simplemente, la voz de la naturaleza (Φύσις) y la voz del arte (τέχνη). Una frase las pone en estricta relación: «La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad… y aquel susurro había resultado irresistiblemente fascinante. Resonó violentamente en su interior porque tenía el corazón vacío» (270). Y es esto, por una parte, lo que explica, detrás de su aparente salvajismo o violencia, la profunda tristeza del clamor que resuena regularmente a lo largo de la narración: es una queja (y pienso, a decir verdad, más que en el dolor de la explotación y de la esclavitud –que sin embargo está muy presente, en la famosa frase de Benjamin: si la naturaleza pudiera hablar, se lamentaría[9]BENJAMIN, Walter. 1998. «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid: Taurus, p. 72-, pues la explotación colonial es ante todo la explotación de la naturaleza); pero esto explica también, por otra parte, por qué el horror, el vértigo al que sucumbe Kurtz, ese horror del que en el fondo no sabemos nada (¿qué vio?, ¿qué sufrió?, ¿de qué se trata?, ¿de qué habla?), es menos el horror salvaje en sí mismo que el horror que el eco del clamor en su interior (en su íntimo vacío) ha revelado: es su propio horror, o más bien el horror de su ausencia de todo ser propio. Todo lo que puede imaginarse en términos de salvajismo, prehistoria, reino del terror puro, abominación e incomprensibilidad, misterio sin nombre, crueldad, poder de las tinieblas. Todo esto, que le da vértigo (y con él, a todos aquellos a los que fascina) e incluso le lleva al éxtasis, este agujero negro, este corazón de las tinieblas, es él –su vacío- como si estuviera fuera de él. Si se me permite la licencia de utilizar la terminología de Lacan, cuando habla precisamente de lo trágico (pienso en el seminario sobre La ética del psicoanálisis), diría que el horror es la Cosa o Ding (nombre del ser, es decir de la nada, la nada del ser, en Heidegger, de quien Lacan lo toma prestado); o si se prefiere, que el corazón de las tinieblas es el interior intimo meo de Agustín. Dios, pero en exclusión interna. Tal vez el mal… creo que dejaré la pregunta en el aire. Al menos temporalmente.
«Kurtz reconoce finalmente, con horror, la enormidad de su propia falta de moderación, de sus capacidades y comportamiento, y esta iluminación lo transforma en un ser moral para Marlow, y para nosotros», escribe Andrea White[10]WHITE, Andrea. 1995. Joseph Conrad and the adventure tradition. Constructing and deconstructing the imperial subject. Cambridge: Cambridge University Press, p. 185. Se habrá dado cuenta el lector de que la fascinación del horror contagia a todos los que, de un modo u otro, se han acercado a él o le han oído: a Marlow, por supuesto, pero también al ruso (el bufón, el doble burlón de Kurtz: un bufón quizá siempre acompaña a una figura, llámese Don Quijote, el amo de Jacques el fatalista, Zaratustra, etcétera), e incluso a la prometida de Kurtz. No es casualidad que todos estos personajes, atrapados por la fascinación de la Cosa, se defiendan manipulando objetos: remaches y cerámica, un manual de navegación, tejidos de punto o el piano. La respuesta al vértigo de la τέχνη es el asunto técnico. Y probablemente fue también para ahuyentar el horror (del arte) por lo que Kurtz buscó perderse en el comercio del marfil y la realeza colonial. Pero éste es el señuelo por excelencia: el propio señuelo occidental, si Occidente –y Conrad sabía lo que esto significaba- siempre se ha encogido ante el espanto del saber (palabra que traduce, en su sentido pleno, el griego τέχνη) refugiándose en el saber hacer. Y siempre ha confundido la habilidad (el don) con el poder.
Esto es lo que, en el pensamiento filosófico moderno, se puso de manifiesto cuando Nietzsche llamó al don (del arte) voluntad de poder y concibió la esencia del hombre como sujeto bajo este nombre. No pudo evitar el hecho de que poder, que significa capacidad (o incluso, simplemente, genio), al añadirse a voluntad, llegó a confundirse con poder: digamos potentia con potestas. Ya sabemos lo que siguió (y que Nietzsche fue, quizá, el primero en temer). Lo notable es que Conrad, que no sé si había leído a Nietzsche (y en realidad no importa), lo vio con tanta precisión, utilizando el ejemplo de la colonización. (Es sabido, y lo menciono de pasada, que este libro provocó un escándalo y que el mismísimo André Gide tuvo serias dificultades, por ejemplo, para poderlo publicar en Francia). El repliegue de Kurtz ante el horror es la barbarie occidental porque es el simple reverso de su fascinación por la Cosa: algo que Kurtz, hasta el final, pone a prueba hasta lo literalmente imposible, desafiando toda potentia y toda potestas. Pero cuando muere, santificado y maldito al mismo tiempo (aquí haría falta un largo análisis), el daño ya está hecho: África ha sido destruida, y los occidentales nunca nos recuperaremos.
La puesta en práctica de este difícil pensamiento explica sin duda el extraordinario trabajo de escritura, como suele decirse, que realizó Conrad, quien sabía perfectamente que estaba produciendo una de las más poderosas representaciones de Occidente que jamás se hayan hecho (Malraux, ese anagrama casi perfecto de Marlow, lo recordará, al menos desde La tentación de Occidente hasta La vía real). Lejos de debilitar el testimonio de Conrad y separarlo de la realidad histórica, la configuración poética de la narración permite, por el contrario, revelar su escándalo dándole el rostro de prueba del horror mítico. Conrad no es, sin embargo, un mitólogo en el sentido que Barthes da al término, porque la realidad también es entendida por él a través de la ficción y de representaciones míticas, pero además con valor crítico[11]Vid., BARTHES, Roland. 1985. Mitologías. México: Siglo XXI, pp. 254-255. Kurtz, «la imagen animada de la muerte, tallada en viejo marfil» (272), el nuevo Minotauro del bosque laberíntico, encarna al mismo tiempo el mal que fermenta en el corazón de Europa y que pronto la conducirá al desastre.
La narración de El corazón de las tinieblas despoja al mesianismo europeo de su envoltura humanista y pone al desnudo el reino de la arbitrariedad y la violencia bajo el manto legal. No puedo extenderme aquí, pero sólo quiero mencionar las dos declaraciones, aparentemente enigmáticas, en las que Conrad se refiere a su relato, es decir, a su mito, como a sí mismo hueco, como su héroe. Me limitaré a citarlas, antes de intentar concluir para acercarme un poco más a sus preocupaciones. Por una parte: «Los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna» (213). Por la otra: «No había señales sobre la faz de la naturaleza de esa historia extraña que me había sido, más que relatada, sugerida por exclamaciones desoladas, encogimientos de hombros, frases interrumpidas, insinuaciones que terminaban en profundos suspiros» (269).
Desde el capítulo de los Ensayos de Montaigne dedicado a los caníbales, una larga tradición de la literatura moderna (que llega al menos hasta Lévi-Strauss, hasta donde yo sé) se interroga sobre lo que es Occidente a través de lo que hace con los otros. En el fondo (pero es un pozo sin fondo, un abismo), el infinito poder destructor de Occidente: su propensión al exterminio. Conrad se inscribe en esta tradición. Salvo que, y ésta es su originalidad, hace de este vértigo su objeto mismo. Desde el comienzo mismo del relato, desde la evocación del encuentro del orden romano y de la oscuridad bárbara o salvaje de la Inglaterra futura: «Y también éste –dijo de pronto Marlow- ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra» (213)- está claro, si se quiere contar la historia, que hay que contarla desde el principio. Occidente se define como una gigantesca colonia. Así fue para los griegos mucho antes que para Roma. Y bajo esta colonia subyace el horror. Pero este horror no es tanto el horror de facto del salvajismo como sí el poder de fascinación que ejerce sobre los civilizados, que de repente reconocen el vacío sobre el que descansa –o nunca logra descansar- su deseo de conjurar el horror. Es su propio horror lo que Occidente trata de erradicar. De ahí su obra de muerte y destrucción, el mal que provoca y extiende hasta los confines de la tierra, hasta esas zonas dejadas en blanco en los mapas de África que inicialmente atraen a Marlow, es decir, a Kurtz. Occidente exporta su mal interior: impone su íntimo. Esta es su maldición, y esta es la carga a la que somete al mundo entero: dolor, tristeza, lamento interminable, luto que ningún trabajo reducirá jamás. Joseph Conrad confesó después, como nos recuerda Safranski en su extraordinario ensayo sobre el mal, que no podía «deshacerse de la sospecha de que el corazón de las tinieblas es la contingencia. Y contingencia significa: lo que existe, podría igualmente no existir; su existencia carece de significado. Pero la contingencia tiene que convertirse en mal para el que busca un sentido vinculante. En todo caso no se trata de un mal moral, aunque éste puede surgir de él, tal como muestra el ejemplo de Kurtz. Se trata, más bien, del mal en el sentido de una ausencia de buenas razones en el mundo. Es la experiencia del abismo o, como dice Camus, del absurdo»[12]SAFRANSKI, Rüdiger. 2020. El Mal o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets, p. 191.
Está claro, pues, que, ante tal ausencia, lo que uno podría vislumbrar en El corazón de las tinieblas es una especie de temporada en el infierno, descenso al reino de los muertos, según el modelo de la νέκυια homérica, e incluso, en la interpretación algo exagerada de Walter Allen, prácticamente una posesión demoníaca[13]ALLEN, Walter. 1958. The English Novel. London: Pelican, p. 304, en lo que a Kurtz respecta. La alusión a las Parcas, cuando Marlow es recibido en la sede de la Compañía por mujeres tejiendo, es transparente y deliberada. Y las referencias al infierno son incesantes. La arrogancia occidental, el exceso o la transgresión, es el deseo propiamente metafísico de cruzar el umbral de la muerte. El viaje de Marlow es un viaje iniciático. Lo que está en juego, como subrayan todos los detalles materiales, es la revelación de una técnica de la muerte –que es, después de todo, la mejor definición que podemos dar de la voluntad de poder occidental. A los ritos de los salvajes, que son quizás un conocimiento de la muerte, Kurtz, el artista (pero el artista fracasado), solo habrá logrado oponer una técnica: la de la muerte misma. Al morir Kurtz, por citar a Blanchot, uno podría decir que se humanizado la naturaleza, hasta cierto punto, del inhumano Kurtz, que se ha elevado su existencia al ser mismo[14]BLANCHOT, Maurice. 2007. La parte del fuego. Madrid: Arena Libros, p. 298.
En cuanto al artista a su pesar o por poderes, Marlow, el mitómano, que se habrá horrorizado verdaderamente por el destino de Kurtz (es decir, que habrá tenido una visión real del horror), solo le quedará a su regreso el artificio de la mentira piadosa: no se atreverá a decirle a su novia cuáles fueron las últimas palabras de Kurtz, dejará que el amor cubra y disimule la furia de su transgresión y llevará a cabo la obra de santificación que distraiga la mirada occidental de su maldad. Porque ha crecido, ahora sabe que lo que sabe no debe saberse. Hay aquí mimbres de Bildungsroman, por partida doble, la de Kurtz y también la de Marlow. Moser, cuando escribe que «Kurtz, a los ojos de Marlow, logra reconocerse a sí mismo»[15]MOSER, Thomas. 1957. Joseph Conrad: achievement and decline. Cambridge: Harvard University Press, p. 24, y también Hillis Miller, al abordar El corazón de las tinieblas a través de una lectura de la muerte de Kurtz[16]HILLIS MILLER, Joseph. 1966. Poets of Reality: six Twentieth Century writers. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, p. 31, han incidido en ello. Kurtz ha precedido a Marlow en su conocimiento de lo humano y se ha adentrado en lo inhumano, en las profundidades del bosque. Ha llegado a un punto de no retorno, del que no hay escapatoria. Ha perdido su consistencia antropológica, como indica esta descripción poética con tintes shakesperianos o rimbaldianos: «una sombra insaciable de apariencia espléndida, de realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche, envuelta notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia» (288). Y este punto, del que ya no puede decirse que esté personificado sino solo iluminado, este sol negro, «un halo ceniciento desde el que me observaban sus ojos oscuros» (289), que Marlow lleva ahora dentro de sí y proyecta sobre los demás, es el de una coincidencia que atestigua una desaparición, más allá del bien y del mal, o más bien un borrado de límites y distinciones.
De todas formas, en lo que respecta a los mitos, dice Schelling, no son alegóricos: no dicen otra cosa que lo que dicen, no tienen otro sentido que el que enuncian. Son tautegóricos[17]Vid., SCHELLING, Friedrich. 2023. Introducción a la filosofía de la mitología. Salamanca: Sígueme, categoría que Schelling admite haber tomado prestada, por cierto, de Coleridge, El corazón de las tinieblas no es una excepción a esta regla. No es en absoluto una alegoría, por ejemplo metafísico-política. Es una tautegoría de Occidente. En otras palabras, del arte (de la τέχνη). Que este arte sea, en este caso, la literatura misma, el uso propiamente mítico de esta τέχνη original que es el lenguaje, deja abierta una cuestión que el esbozo de análisis que acabo de proponer no puede pretender responder. Así que lo interrumpo aquí, porque quizá he llegado más lejos de lo que querría y la omnipotencia del horror puede llegar a devorarnos. Conrad es tal vez demasiado contemporáneo, devastadoramente político. Su revelación decisiva es que el exterminio es el secreto de los tiempos modernos, y Kurtz es testigo de ello, por lo que yo corro el riesgo de devenir testigo también. De todos modos, abrigo aún la esperanza de que estas breves observaciones –incoativas, soy consciente- hayan permitido vislumbrar algo más sobre el horror, es decir, el salvajismo que todos llevamos dentro. No seré yo quien contradiga, a estas alturas, a Joseph Conrad.
Título: El corazón de las tinieblas. |
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Referencias
↑1 | GULLÓN, Ricardo. 1945. Novelistas ingleses contemporáneos. Zaragoza: Cronos, p. 62 |
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↑2 | FOUCAULT, Michel. 1996. De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós, p. 64 |
↑3 | CONRAD, Joseph. 1967. «Heart of darkness», en Great short works. New York: Harper & Row, p. 222 (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, serán consignadas entre paréntesis) |
↑4 | KRIEGER, Murray. 1960. The Tragic Vision. Variations on a Theme in Literary Interpretation. Chicago: University of Chicago Press, pp. 154-194 |
↑5 | ACHERAÏOU, Amar. 2009. Joseph Conrad and the reader. Questioning modern theories of narrative and readership. London: Palgrave McMillan, pp. 128 y 134 |
↑6 | HILLIS MILLER, Joseph. 1989. «Heart of Darkness Revisited», en MURFIN, Ross C. (Ed.). Joseph Conrad, Heart of Darkness, a case study in contemporary criticism. New York: Bedford, p. 214 |
↑7 | RANCIÈRE, Jacques. 2014. «L’Inimaginable», en PACCAUD-HUGUET Josiane y MAISONNAT Claude (Eds.). Joseph Conrad. Cahier de l’Herne. Paris: L’Herne, p. 126 |
↑8 | ARENDT, Hannah. 2014. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Alianza Editorial, pp. 291-292 |
↑9 | BENJAMIN, Walter. 1998. «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid: Taurus, p. 72 |
↑10 | WHITE, Andrea. 1995. Joseph Conrad and the adventure tradition. Constructing and deconstructing the imperial subject. Cambridge: Cambridge University Press, p. 185 |
↑11 | Vid., BARTHES, Roland. 1985. Mitologías. México: Siglo XXI, pp. 254-255 |
↑12 | SAFRANSKI, Rüdiger. 2020. El Mal o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets, p. 191 |
↑13 | ALLEN, Walter. 1958. The English Novel. London: Pelican, p. 304 |
↑14 | BLANCHOT, Maurice. 2007. La parte del fuego. Madrid: Arena Libros, p. 298 |
↑15 | MOSER, Thomas. 1957. Joseph Conrad: achievement and decline. Cambridge: Harvard University Press, p. 24 |
↑16 | HILLIS MILLER, Joseph. 1966. Poets of Reality: six Twentieth Century writers. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, p. 31 |
↑17 | Vid., SCHELLING, Friedrich. 2023. Introducción a la filosofía de la mitología. Salamanca: Sígueme |