«Los bárbaros que todo lo confían a la fuerza y a la violencia, nada construyen, porque sus simientes son de odio».
José Martí, Político y escritor cubano (1853-1895).
La brutal agresión de Hamas de hace unas semanas, un grupo terrorista cada vez mejor armado y pertrechado que gobierna con mano de hierro la franja de Gaza, y la no menos aterradora respuesta israelí, está vez bajo el auspicio de un gobierno ultra nacionalista y fundamentalista cada vez más cuestionado por la población judía, vienen a representar un episodio más de un conflicto que se remonta en sus inicios a principios del siglo pasado y de manera abierta desde que Israel declarara su independencia en 1948.
Una espiral de odio y violencia en el que no falta pretexto que sirva de excusa para desencadenar una nueva ola de muerte y destrucción por aquellas tierras.
Si a ello añadimos esa especie de «apartheid» que sufre la población palestina desde hace décadas tanto en la Cisjordania como en esa tira de tierra de poco más de 40 km de largo por otros 10 de ancho que es la franja de Gaza bloqueada por tierra, mar y aire por Israel, como si de un gigantesco campo de concentración se tratase, y donde viven hacinados más de dos millones de palestinos, resulta casi inevitable que una parte de los mismos se radicalicen en extremo; máxime en un contexto de fanatismo religioso que sacude ambos lados de la frontera.
La geopolítica al amparo, precisamente, del dicho árabe que dice que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», tiene numerosas contraindicaciones. Hasta ahora el ejemplo más relevante ha sido el de aquellos estudiantes integristas afganos que luchaban contra los invasores soviéticos y que gracias a la ayuda de los EE.UU. acabaron convirtiéndose en los temibles talibanes.
Es lo que le ha ocurrido ahora a Israel quién desde mucho tiempo antes de la fundación de Hamás en 1987 y hasta hace unos pocos años ha estado financiando a los islamistas en Gaza, aún a sabiendas de sus acciones terroristas, con la intención de que su fortalecimiento frente a la Autoridad Palestina, descendiente de la OLP, por una parte propiciara la inviabilidad de un estado palestino dado el imposible entendimiento entre Gaza y Cisjordania y por la otra que su carácter en extremo radical resultaría mucho menos considerado por la comunidad de naciones.
Se han escrito ríos de tinta al respecto pero para tener una visión más clara de lo que está ocurriendo ahora en esa parte del mundo y se viene sucediendo desde la primera parte del s. XX, merece la pena hacer un breve recorrido histórico por la misma que nos permita de manera sosegada enjuiciar los acontecimientos.
Por eso, hemos rescatado un artículo publicado en esta misma revista en 2018, también con motivo de otra de las innumerables algaradas que se han producido en esos territorios y en el que incluíamos un repaso a toda esa serie de dramáticos acontecimientos que a lo largo de 75 años han servido de caldo de cultivo para que el odio, la venganza y la sed de sangre sean su principales protagonistas.
El conflicto palestino: Infierno en Tierra Santa (Publicado en AM el 22 de mayo de 2018).
«Se levantaron pueblos judíos en los lugares donde estaban los pueblos árabes. Ni siquiera conocéis los nombres de esos pueblos árabes, y no os culpo, porque ya no figuran en los libros de geografía».
Moshe Dayan, politico y militar israelí (1915-1981)
Esta frase del conocido militar hebreo pronunciadas en 1947 a modo de arenga en el Technion, el Instituto Tecnológico de Israel, ejemplariza de forma bastante explicita lo que acabaría siendo el genocidio palestino.
Más de siete décadas después de aquello, quizá no habremos vuelto a contemplar en los últimos años mayor gesto de obscenidad en la política que el de la reciente inauguración de la nueva embajada de EE.UU. en Jerusalén en medio de todo tipo de celebraciones y agasajos mientras a solo un centenar de kilómetros el ejército israelí reprimía a tiros y con sospechas incluso de otros alardes, las manifestaciones del pueblo palestino organizadas en contra de dicho acto y por los 70 años de ocupación de sus tierras.
El resultado: más de un centenar de palestinos muertos y más de un millar de heridos. Una vez más munición de guerra contra palos y piedras y con la impunidad manifiesta que caracterizan hechos como éste al estado de Israel.
El movimiento sionista
Sería casi interminable hacer un recorrido por todo lo sucedido desde que se declararan abiertamente las hostilidades entre palestinos e israelíes un año más tarde del discurso de Dayan y a partir de la independencia de Israel en 1948; pero entendemos la necesidad después de 70 años de un drama que ha causado decenas de millares de víctimas de bucear un poco en el tiempo a fin de comprender como se ha llegado a la situación actual.
Las raíces del conflicto se remontan al s. XIX, cuando al amparo de los movimientos nacionalistas que acabarán acomodando el mapa político europeo aparece el sionismo, una corriente de carácter laico que pretende dar cobijo y reagrupar a los judíos que se encuentran repartidos por todo el mundo, consecuencia de las repetidas diásporas que les ha deparado la historia, en las tierras de sus ancestros: la Tierra Prometida. La tierra que según la Biblia le fue prometida por Yahvé a Abraham.
Un territorio que puede decirse que constituyó lo más parecido a un estado, el reino de Israel, durante apenas dos siglos, entre los s. X-VIII a. C. y que desde entonces no había gozado de reconocimiento alguno, ocupado por los sucesivos imperios que han dominado la región y por los otomanos desde el s. XVI al s. XX.
A finales del s. XIX, cuando las corrientes migratorias empiezan a coger auge fruto del movimiento sionista en dirección a esas tierras, la llamada «Aliyá», la población judía de Palestina era de unos 25.000 judíos por más de 500.000 árabes.
El periodo entre guerras
«Palestina no era en absoluto una tierra vacía de habitantes. Contaba con una veintena de ciudades y con cerca de ochocientos pueblos construidos de piedra. La mayor parte de la población vivía de la agricultura, pero en las ciudades se dedicaba al comercio y a la artesanía, algunos aseguraban el funcionamiento de la administración, otros ejercían profesiones liberales (…). Los palestinos, cristianos y musulmanes, formaban una comunidad viva y orgullosa que ya había cruzado el umbral de un renacimiento intelectual y nacional. Compartían y expresaban los valores culturales y políticos de las metrópolis árabes vecinas. Mantenían, desde siglos atrás, relaciones comerciales con Europa y estaban en contacto con los europeos llegados en peregrinación a Tierra Santa (…). En vísperas de la maniobra sionista, los palestinos estaban tan profundamente apegados a su tierra como cualquier población urbana o rural del mundo».
Walid Khalidi, Historiador palestino (1925- ).
La caída del Imperio Otomano tras su derrota en la 1ª. Guerra Mundial, trajo tras de sí la vigencia de la Declaración Balfour (1917), un documento extremadamente ambiguo que, por parte británica como administradora en esos momentos de dichos territorios, reconocía los derechos de los judíos sobre las tierras palestinas, aunque ni definía los límites de éstas ni especificaba de forma clara el reconocimiento en el mismo a las comunidades «no judías» que estaban asentadas en la zona desde tiempos remotos.
Tras el fin de la guerra las potencias coloniales se repartieron Oriente Medio de una forma tan arbitraria que acabaría sirviendo de mecha a toda una serie de posteriores conflictos que tendrían lugar décadas más tarde y en el que el petróleo, descubierto también a finales del SXIX, jugaría un papel desestabilizador en la región muy al contrario de haber resultado en beneficio de toda la comunidad árabe.
Fue en el periodo de entreguerras cuando empezaron a producirse las escaramuzas entre los primeros inmigrantes judíos y los antiguos pobladores, mayoritariamente árabes.
Si bien existiera un deseo de la comunidad internacional por la coexistencia pacífica de ambos pueblos o por la partición legal del territorio, la presión de los poderosos e influyentes lobbies judíos norteamericanos fue por una parte refutando esa idea y por otra dotando de tal manera a los recién llegados para que, con el uso de malas artes, pudieran ir desalojando de sus tierras a los árabes palestinos.
1948, el estado de Israel
Así llegamos hasta 1947, cuando a través de la Resolución 181 de las Naciones Unidas se acuerda un plan para la partición de Palestina en dos estados. Sin embargo si bien la idea tiene cierto calado entre los judíos porque veían así la consecución de su añorado «hogar nacional», las características del nuevo estado dividido en tres áreas separadas sin continuidad –en el caso palestino Gaza y Cisjordania-, lo hacían casi inviable.
Por su parte la comunidad árabe se opuso frontalmente por cuanto el reparto de los territorios no se había producido en proporción a la población existente. Tanto es así que la Liga Árabe advirtió de inmediato que si el plan seguía adelante, actuaría con todos los medios a su alcance para evitarlo. Y así, el mismo día 15 de Mayo del año siguiente, cuando fue arriada la bandera británica que ponía fin al mandato de la potencia colonial sobre Palestina, ejércitos de Líbano, Siria, Irak y Egipto, declararon la guerra al recién nacido estado de Israel.
Desde el día de la independencia israelí hasta hoy, el balance de víctimas es prácticamente incalculable ya que los sucesivos episodios bélicos y las acciones violentas, por ambas partes, con mayor o menor frecuencia e intensidad, no han dejado de producirse desde entonces.
Sin embargo desde que, con la guerra del Yom Kipur de 1973 -al margen de otras paralelas como las diferentes guerras del Líbano en años posteriores-, desapareciera del conflicto el concepto de guerra convencional, la desproporción entre las fuerzas israelíes, dotadas de una extraordinaria potencia de fuego bajo el amparo de los EE.UU., y la capacidad operativa palestina es absolutamente desigual.
De ahí que al levantamiento popular palestino contra las fuerzas de ocupación israelíes en Gaza y Cisjordania, la intifada, se le conozca también por «la guerra de las piedras» ya que este precario procedimiento ha sido el medio más utilizado comúnmente por la población palestina para atacar y defenderse del ejército israelí.
Todo ello al margen de esporádicos pero sangrientos atentados terroristas y los cada vez más aislados lanzamientos de los conocidos cohetes tipo katyusha, fabricados de manera artesanal por las milicias palestinas más extremistas.
La comunidad internacional
«A pesar del éxito del proyecto sionista el año 1948, al ocupar la tierra y ahuyentar a la mayoría del pueblo palestino, por la fuerza de las armas y cometiendo grandes y pequeñas matanzas, cambiando los rasgos naturales y demográficos de la tierra, destruyendo 417 aldeas para demostrar que nosotros no habíamos estado nunca aquí ni habíamos existido, que no tenemos presente ni pasado, ni memoria… A pesar de ello, la verdad palestina sigue viva en la búsqueda por los árabes de su identidad y de su existencia en la historia. Sigue viva en el empeño de los pueblos subyugados en liberarse. Y esto es así gracias a nuestra firmeza corporal y cultural, a la conservación de nuestra memoria colectiva y nuestra dimensión árabe y humana»
Mamad Darwix, Poeta palestino (1941-2008)
Por su parte, el papel que ha jugado la comunidad internacional en todo el conflicto, desde antes incluso del inicio de las acciones violentas y poco más allá de un buen número de resoluciones de la ONU sobre la ocupación ilegal israelí de territorio palestino o de los Altos del Golán en Siria ha sido decepcionante.
Además, con el transcurso del tiempo el conflicto se ha ido enquistando progresiva y exponencialmente a pesar de las innumerables negociaciones y acuerdos de paz habidos hasta la fecha, fruto de tantas décadas de enfrentamientos.
Desde el momento en que las acciones violentas de los palestinos contra la población judía se entendieran desde el primer momento como terrorismo por parte de la comunidad de naciones, mientras que los bombardeos y las matanzas indiscriminadas sobre la indefensa población civil palestina se consideren por esta misma «acciones militares en legítima defensa», ha sido y es imposible, de hecho, que el problema pueda entrar en vías de solución.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de los EE.UU. ha venido a echar más combustible a un fuego que viene devastando no solo Palestina si no que con sus extensas ramificaciones ha alcanzado la totalidad de Oriente Medio con una infinidad de conflictos que se entremezclan entre sí desde 1948.
El carácter irrespetuoso y desafiante de Trump se une ahora al del ultranacionalista y belicoso primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, que con provocaciones como la declaración de Jerusalén como capital del estado de Israel, vulnerando las decisiones de la ONU de los 80 y el traslado allí de la embajada estadounidense desde Tel Aviv, han vuelto a generar una nueva situación crítica en la zona cuyas repercusiones aún están por ver.
Por el momento las víctimas se cuentan ya por millares entre muertos y heridos a poca distancia del Muro de las Lamentaciones, el Santo Sepulcro y la Cúpula de la Roca, tres símbolos para cada una de las tres religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam, que han hecho de Jerusalén ciudad sagrada y a la que los delirios de Netanyanhu y Donald Trump han hecho saltar de su estatus por los aires.
Mientras tanto la comunidad de naciones y la Unión Europea se debaten entre mirar a otro lado o evaluar de manera indefinida la situación sin mayores pretensiones.
Su tónica se ha mantenido habitual desde los inicios del conflicto, cediendo una y otra vez ante las acometidas israelitas y permitiéndole vilipendios inaceptables no solo contra el pueblo palestino, sino extremos como la ocupación ilegal de los Altos del Golán en territorio sirio desde la Guerra de los Seis Días en 1967 o el desarrollo de un nada desdeñable arsenal nuclear no declarado.
Mientras que, por este último motivo, el desarrollo de un arsenal nuclear, arremete –como no puede ser de otro modo-, contra otros países por actuaciones similares.
Muchos autores de la ficción literaria y cinematográfica han situado el inicio de la 3ª. Guerra Mundial en Oriente Medio, al albor precisamente del conflicto palestino-israelí. Si a esto añadimos la inestabilidad manifiesta en toda la región -el conflicto kurdo, la guerra de Siria, el inacabable problema iraquí, la guerra de Yemen o el fanatismo religioso enarbolado por radicales salafistas y chiitas, buena parte de todos ellos en medio de una de las mayores bolsas de petróleo del planeta-, la irrupción en escena de Donald Trump e incluso los sórdidos intereses en la zona del nuevo zar ruso Vladimir Putin, podrían darle aún visos más siniestros.
No cabe duda que, después de casi un siglo de desencuentros y ríos de sangre, la paz pasa por el reconocimiento mutuo de cada una de las partes implicadas en la disyuntiva palestina. Sin embargo su desigual reparto, el odio acumulado y el desarrollo de unos acontecimientos ensimismados en el cortoplacismo e intereses de facto, parecen quedar cada vez más lejos la esperanza de una paz estable y duradera que permita además el necesario desarrollo de su cultura, de sus pueblos y de sus gentes.