Quizá hayamos visto esta película otras veces, a lo largo de las décadas venideras. Es cierto y el mérito, a ese respecto, puede no ser tanto. Quizás lo hemos hecho, además, extasiados por ese veneno de lo políticamente correcto, que, por desgracia, metastatiza Hollywood. Lo que nadie podrá negar es que las dotes de la bellísima Liv Ullman para la comedia romántica estaban aún por descubrir. Bergman se había empecinado en convencernos de que Ullman sólo era capaz de dar vida a mujeres suecas, gélidas como la nieve y, sobre todo, atormentadas por sus demonios interiores.
40 Carats (40 quilates, 1973) partía de una situación complicada por partida doble, pues se trataba de adaptar una exitosa obra de Broadway a la gran pantalla, que a la vez había sido adaptada de una obra francesa, no menos triunfante, escrita por Barillet y Grédy: Ann Stanley, una agente de bienes raíces, de cuarenta años, con una hija de diecisiete años, experta en el billar (sic), una madre cleptómana y no muy en sus cabales y un ex marido encantador, que actúa en episodios piloto para la televisión y anuncios publicitarios, conoce durante unas vacaciones en Grecia a un joven apolíneo, cuando su automóvil se descompone frente al Golfo de Saronikos. Pasan la noche juntos en la playa y cuando el muchacho reaparece, por casualidad, en su vida, todo se tornará en un enredo tras otro.
El asunto estribaba, pues, para Katselas y el productor Frankovich, en dar con una actriz madura que pudiese demostrar –o que lo hubiese hecho ya antes, preferiblemente- ciertas habilidades para la comedia. Imaginemos, por un momento, a Sophia Loren o a Doris Day (a la que llegó a informarse del guión). De acuerdo. La antigua virgen de Hollywood o la explosiva italiana. Lauren Bacall llegó a considerarse también para el papel, lo mismo que Julie Harris, que ya la interpretase en Broadway y que a mi juicio resulta un absoluto error de casting, por cierto, pese a ser una de las mejores actrices dramáticas de todos los tiempos.
En el secreto, empero, continúa el hecho de que fuese Liv Ullman la elegida. Nadie a quien se le suponga en su sano juicio habrá esbozado la más mínima sonrisa con la Elisabet Vogler de Persona o la doctora Isaksson de Cara a Cara (1966 y 1976, respectivamente; ambas dirigidas por Bergman). Pues bien, como quiera que Ullman aceptase, pudimos comprobar que sus facultades para la comedia romántica están a la altura de las que siempre ha tenido para el drama.
Sorprende entonces, y para bien, que 40 Carats contenga una de sus mejores interpretaciones, pues carece de sobreactuaciones de ningún tipo. Su Ann no sólo no está exagerada, sino que resulta tocada por un realismo audaz, que únicamente podría haber ofrecido alguien como la bergmaniana y preciosa Ullman.
Cabe decir, no obstante, que uno de los puntos fuertes de esta película -ignota para la mayoría de la crítica, cuando no directamente vilipendiada por esta- es su reparto. La cleptómana madre de Ullman en la película, Binnie Barnes, está grandiosa a sus setenta años, lo mismo que Deborah Raffin en el papel de la hija. El caso del impagable Gene Kelly no debería extrañar a nadie, al contrario que Ullman. Por más que aparezca con el pelo de otro -un molesto peluquín- en la cabeza, tiene las dotes de aquel Lockwood, ídolo eterno de Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en los momentos de humor, y el cinismo amable del periodista Hornbeck, en la excelsa Herencia del viento (Stanley Kramer, 1960).
Kelly, como en la antedicha película de Kramer, es quien gravita sobre toda la película, quien saca de quicio al resto de personajes y, por último, sirve para que Ullman, su ex mujer, reconsidere la idea de casarse con el muchacho Albert, sin duda uno de los actores más anodinos del reparto, este sí. Por cierto que tanto Raffin como Edward Albert nos dejaron demasiado pronto. No quisiera olvidar al personaje de Nancy Walker, la hilarante cocinera sorda de Un cadáver a los postres (Neil Simon, 1976), que podría haber sido interpretada lo mismo por Thelma Ritter, de la que coge –y cómo- el testigo.
Milton Katselas salva la película con su competente factura técnica. Sin alardes, tal vez, pero lo hace y crea, de forma más o menos consciente, un producto cuya moraleja podría muy bien resumirse en la égloga virgiliana: Omnia vincit Amor. Esquivar el tropel de una hija adolescente, enfadada con su madre por semejante decisión, no parecía sencillo, y aquí se arregla cuando ella, a su vez, descubre que se ha enamorado de un hombre mayor. Hasta semejante resolución parece convencernos, pese a que podría resultar de todo punto inverosímil en un melodrama corriente, gracias al buen hacer de Jay Presson Allen, y es que hablamos de la guionista de Marnie (Alfred Hitchcock, 1964) o Cabaret (Bob Fosse, 1972).
Los dos únicos instantes en verdad dramáticos –la fiesta en la que Ann conoce a los amigos de Peter y el encuentro con los padres de él- están resueltos con maestría y no suponen un escollo en mitad de esta divertida y estilosa comedia.
Puede que 40 Carats sea tan vistosa como un sofá nuevo y colorido –algún crítico, con más pretensión de vate segundero que de espectador, así lo dijo entonces- pero a mí se me asemeja más bien como diván mucho más cómodo y presentable que aquellos que por esa década transitaban los cines: no olvidemos que los locos setenta nos dejaron algunos notorios excesos de Landis, Nichols o Bogdanovich, por no hablar de desastres del calibre de 10, la mujer perfecta (Blake Edwards, 1979), que sí gozan, malgré tout, de un mayor respeto por parte del erudito.
Quizá sea porque, y esta aclaración la reservo para el final, lo que más y mejor salva 40 Carats es que, por fortuna, está más cerca de la forma de entender la comedia que tienen –aunque las comparaciones sean siempre injustas- un Stanley Donen o un Cukor. Es, en efecto, su cualidad de película demodé la que, no por nada, convierte el film que nos ocupa en un producto tan atípico como sobresaliente.