En una isla, en lo más profundo de ningún lugar, se emplazaban un puñado de infames que ponían en el blanco de sus chanzas a una rareza andante: a un tipo frágil de espalda desviada, joroba lacerante y andares desgarbados que no daba la talla para ser uno de ellos; sin cicatrices, ni dientes podridos, ni parche no se puede ser pirata. Además no tenía loro. Sólo se hacía acompañar de un enorme perro patán de orejas desfallecidas sobre la cara.
Un día los ingleses quisieron tomar la playa. Planearon atacar al alba pero perdieron al encontrarse con aquella ralea de haraganes desconcertantemente sobrios tan de buena mañana: detrás de las cabezas de los de la Pérfida Albión, ahora sí, rodaron el ron, las carcajadas y la bromas; esas que se van de las manos. Al pobre engendro se lo cargaron de una cuchillada –sin querer, hay que decirlo –, mientras para reírse de él intentaban tatuarle una calavera en la espalda.
El chucho, huérfano desde entonces, se recuesta en la entrada de la taberna y solo se levanta cuando sale alguno de ellos. Menea el rabo, los mira con ojos maliciosos, gruñe, les sigue y saborea el miedo que sus colmillos afilados producen a aquellos asesinos supersticiosos quienes, al verlo, caminan ligeros maldiciéndolo sin atreverse a separar la mano de la espada; pero él no los ataca; sigue esperando el momento oportuno; no tiene prisa. Con huesos más duros ha acabado: solo es cuestión de tiempo. Lo saben hasta las ratas.