A Thomas Coraghessan Boyle se le conoce, desde sus primeros libros, como T. Coraghessan Boyle o T. C. Boyle. El nombre parece haberse esfumado en un postrer coletazo de la literatura posmoderna. Del Call me Ishmael estamos, de rebato, ante un Don’t call me by my name. No me llaméis por mi nombre. O quizá ante un I have no name. No tengo nombre. Pese a que daría para varios renglones, no es esto de lo que quiero hablar. Y como debo empezar por algún sitio, en este caso la música del azar, por citar a otro célebre escritor vivo de las letras americanas, lo haré con una anécdota: cuando el 13 de noviembre de 2008, fecha ya enmarcada en la historia de América, el terrible incendio de Montecito Tea empieza a arrasarlo todo a su paso, Boyle está preocupado por la seguridad de su casa, emplazada muy cerca de las llamas. Su vivienda, de casi un siglo de antigüedad, ha sido diseñada por Frank Lloyd Wright y está llena de una ingente cantidad de papeles: los muy combustibles manuscritos, investigaciones, notas y volúmenes encuadernados constituyen la obra de toda una vida. Lo necesario, en fin, para escribir docenas de libros y centenares de relatos. Un mínimo cambio en la dirección del viento y todo se perderá para siempre. Sin embargo, esto es algo que jamás llega a ocurrir, pues hoy sabemos que, aunque el incendio se cobra más de doscientas casas, nunca alcanza la de Boyle. Su vida y carrera quedan ligadas, de inmediato, a la arquitectura y al propio Frank Lloyd Wright.
Sigamos adelante, pues del terreno del azar entramos ahora en otro aún más dispar: quisiera pensar la arquitectura, por un instante, no sólo como el arte que sirve para crear edificios, sino también al arte de los sentimientos y acciones humanas. Como piedras de toque de la civilización que son, arquitectura, literatura y cine (no olvidemos nunca esta tercera, digámoslo enseguida) forman un vínculo especial con los humanos. Llegan hasta nosotros, nos abarcan y moldean. Hay aquí un vínculo divino por el que, juntas, se convierten en un medio de expresión. Las configuraciones espaciales de la arquitectura utilizan la esencia evocadora de la literatura y el cine para hablarnos. Del mismo modo, la literatura y el cine se basan en el vínculo visual y espiritual de la arquitectura con el lector o espectador. Algunas casas son más célebres que otras, por ejemplo la casa Usher, paradigma y metáfora de la decadencia, enfermedad y desesperación. O las de ciertas novelas de Jane Austen, consonantes con el elitismo y la nobleza de los terratenientes victorianos. Para Emily Brontë, dos casas, presentes en una misma novela, integran caracteres antagónicos: Wuthering Heights representa un lugar salvaje, agreste y fuerte, que afecta a todos los personajes, mientras que Thrushcross Grange significa una morada serena, tranquila y delicada. Es un caso similar el que ocurre en Al faro, de Virginia Woolf, donde tanto la construcción que da nombre al libro como la casa veraniega de la familia adquieren capital importancia y estimulan las transformaciones de los protagonistas. Incluso podría añadir aquí la ficticia Oceanía de Orwell, en la que la arquitectura de la dictadura se eleva sobre el resto de la ciudad, o la terrible y enferma arquitectura de esa Hill House que idease Shirley Jackson. En definitiva, trama y urdimbre deben sincronizarse a la perfección para que el tejido adquiera una textura agradable. Del mismo modo, la arquitectura debe entretejerse con la literatura sin fisuras y, al mismo tiempo, dejarla relumbrar.
Lo mismo cabe inferirse de la arquitectura en el cine, que también tiene consecuencias directas en la arquitectura real. Este proceso de influencia mutua, en el que el cine devuelve una traslación modificada de la realidad, de la que toma sus elementos, una vez más, para una ulterior transformación, lo ha estudiado muy bien Juan Antonio Ramírez en un libro imprescindible[1]RAMÍREZ, Juan Antonio. 1995. La arquitectura en el cine. Hollywood, la Edad de Oro. Madrid: Alianza Editorial. En este sentido, nos acercamos al Howard Roark de El manantial (Ayn Rand, 1943), al Larry Cole de Un extraño en mi vida (Evan Hunter, 1958), ambas (doblemente) conocidas por sus extraordinarias versiones cinematográficas, de manos de King Vidor y Richard Quine. Y también, por supuesto, al Kracklite de El vientre del arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), la inmemorial tragedia de Peter Greenaway. Así, el hecho innegable de que la arquitectura necesite de espacios, cosa que también requieren los sentimientos, propicia que entre en juego la cuestión de la falta de realización, de aquello que falta y que nunca podrá cumplirse. Este es el hecho, este el problema: estamos ante las variantes de un sueño americano traicionado, subastado como el lote 49 de Pynchon, vacío como la casa del nadador de Cheever, y por eso estas obras con tintes expresas de Morality han de cerrarse siempre con un cierto final infausto, una vez que ha quedado claro adónde van a ir las cosas, adónde tienen que ir. Así sucede todo. El tiempo no se detiene. El prodigio del arquitecto, su penoso deleite, será diseñar el plano total que no derrumbe su propia vida, o los sueños no realizados y metas frustradas, es decir, la conciencia que le atormenta, le absorberán como el Maëlstrom de Poe.
Quisiera retomar ahora la figura de Frank Lloyd Wright, plagada de aristas. Para unos, un visionario que habría de realizar algunos de los diseños arquitectónicos más grandiosos del siglo XX, para otros un aventurero temerario y desequilibrado[2]Lloyd Wright gustaba, por ejemplo, de colocar estructuras sobre cascadas y en laderas escarpadas, que lo mismo diseñaba un hotel resistente a terremotos o casas privadas con goteras y sistemas de calefacción deficientes, que recompensaba a sus clientes con edificios adaptados a sus necesidades, pero también ignoraba sus deseos y tendía al impago de facturas., lo único innegable es que Frank Lloyd Wright estaba consagrado a su arte. No dejaba que nada se interpusiera en su camino hacia el éxito. Era apasionado y afectuoso, manipulador y denigrante. En otras palabras, es imposible resumir a Wright y sus logros, que es precisamente lo que hace de él un tema tan gratificante. La desconcertante complejidad de su personalidad hace que los escritores vuelvan una y otra vez sobre el personaje. Y supongo que es esta complejidad la que T. C. Boyle persigue, con la energía que le caracteriza, en su novela Las mujeres, acercándose a Lloyd Wright a través de la lente de sus desordenadas relaciones románticas. Boyle no se limita a juguetear con material biográfico conocido, sino que habita el espacio de la vida y la época de Wright con especial audacia.
Una inmersión reforzada, qué duda cabe, por el hecho de que el propio Boyle viva, como hemos dicho, en una de las primeras casas diseñadas por Wright en California. Esta novela, que se propone ser auténtica en su tratamiento de la historia, merece toda nuestra admiración y alcanza cotas magistrales cuando transforma un tema tan documentado por los historiadores en una obra independiente de la imaginación. Si seguimos leyendo no es porque se esté ampliando nuestro conocimiento del pasado, sino porque la ficción se gana nuestra atención por derecho propio, como una aventura verbal que utilizase material histórico sin verse constreñida por él. No olvidemos lo que nos ha dicho José María Bardavío: «la historia es el bildungsroman del género humano»[3]BARDAVÍO, José María. 1977. La novela de aventuras. Madrid: Sociedad General Española de Librerías, p. 51. Boyle ofrece una representación, hasta cierto punto precisa, de Lloyd Wright, que se erige como la poderosa fuerza centrípeta de la novela. Sin embargo, tras reunir la información que utilizará para poner en marcha el motor de la invención, Boyle desbarata las propias expectativas desde el inicio, pues el personaje influyente de su obra no es el célebre arquitecto, sino Sato, el narrador, un arquitecto japonés ficticio que ha pasado varios años como aprendiz de Wright y se propone componer una biografía suya.
La llegada de Sato a Taliesin empieza a caminar con pies folklóricos, gracias a ese substrato fondeado en los ancestrales del cuento maravilloso[4]Vid., PROPP, Vladimir. 1974. Las raíces históricas del cuento. Madrid: Fundamentos; PROPP, Vladimir. 1977. Morfología del cuento. Madrid: Fundamentos. Así, la llegada del héroe a un reino extranjero, tomando la identidad de un aprendiz (como Ulises, que adquiere apariencia de indigente en su llegada a Ítaca), embarcado en una tarea difícil que tiene forma de prueba (una biografía que necesita, incluso, de traducción), y penetrando en un bosque misterioso, barrera o frontera a otro mundo (el de Wright) en un rito de iniciación donde se producirán las pruebas y el aprendizaje, del que saldrá adulto. Estamos en la Eneida, en el bosque que circunda el reino de los muertos y oculta su misterio. La llegada del héroe es casi imposible y nadie parece querer indicarle cómo se llega a la casa del arquitecto, lo que nos recuerda, incluso, a las reticencias que los campesinos ponen a Jonathan Harker para llegar al castillo de Drácula. Pero oigamos a Boyle: «creo que he entrado en algo parecido a un bucle»[5]BOYLE, T.C. 2013. Las mujeres. Madrid: Impedimenta, p. 20 (todas las citas, que a partir de ahora se consignan entre paréntesis, estarán extraídas de aquí), «lo de Lloyd Wright sí que debió de sonarle, y de hecho explotó como un obús de artillería en las profundidades de sus ojos y apretó la boca hasta que se le cerró como una alcancía» (21), «fuera como fuese, por fin logré encontrar el camino a Taliesin, con todo el simbolismo o el augurio, bueno o malo, que aquello pudiera implicar» (Ibíd.), «la granja se quedó a mi izquierda y […] me vi tomando una arbitraria serie de desvíos hasta que descubrí nuevos establos, nuevos caminos y nuevos baches […], por fin allí se materializaron el supuesto río y la carretera que lo bordeaba» (22).
Es evidente que la fidelidad del narrador debe ponerse, hasta cierto punto, en entredicho.
Me explicaré. Por una parte, la compleja construcción del libro deviene una especie de embeleco literario donde Boyle se permite ese distanciamiento lúdico que oscila entre la admiración por un genio y la cierta antipatía que inspira el personaje, con guiños a Nabokov o Borges. Los sobresaltos cronológicos nos acercan a un Boyle al que han influido Pynchon y Sukenick y, por tanto, ese Call me Ishmael se transmuta ahora en un Call me a storyteller to distrust. Llamadme un narrador del que desconfiar. Oigamos como, en un pasaje introductorio, lo explica Sato: «Durante un tiempo fui un engranaje más de su maquinaria, uno de tantos, nada más» (35). Ayuda, dice, que conociera a otros aprendices, junto con la tercera esposa de Wright y sus hijos, pero esa familiaridad no le da necesariamente acceso a toda la verdad. En un momento dado se pregunta si en realidad conoció a Wright (35), cuestión que resonará a lo largo de la novela cuando Sato ofrezca su propio relato, revelador pero limitado, de los enredos amorosos del arquitecto (todo ello, además, comunicado con la ayuda de su traductor, un tal O’Flaherty, nieto político de Sato que aparece, de vez en cuando, en las notas a pie de página para competir con el japonés como nabokoviano mediador de la verdad).
Wright ha diseñado su finca Taliesin en Wisconsin. La ha convertido en un refugio, una utopía naturalista -qué próximos estamos ahora de Thoreau- donde vivir y amar en paz. Allí va para escapar de la prensa, se reúne con sus aprendices, trabaja… y lleva a sus amantes y esposas. El de Boyle es un relato mordaz, fiel a una combinación de lo burlesco y lo épico, que se dispone en los modos de un método literario truculento, consistente en ahondar en la vida de un gurú, que será desenmascarado, poco a poco, como maníaco sexual, charlatán y ególatra. Boyle araña el puritanismo de una América que se reduce a la histeria en cuanto alcanza la alcoba. En este sentido, no obstante, Las mujeres no sería por completo una novela de Boyle si no estuviera llena de historia real de los Estados Unidos, pues así ha ocurrido en gran parte de su trayectoria. Pensemos, por ejemplo, en El balneario de Battle Creek (The road to Welville, 1993), que aborda el personaje del nutricionista Kellogg, culinario apóstol de los copos de maíz, Encierro en Riven Rock (Riven Rock, 1998), que protagoniza el multimillonario hijo del inventor de la cosechadora y donde lo que más nos importa es su demencia precoz y las alocadas relaciones entre hombres y mujeres, o The inner circle (2004), donde el ascenso a la fama del célebre sexólogo Kinsey, demiurgo de la libido, se nos muestra a través de los ojos de uno de sus más leales ayudantes.
Por eso la figura histórica de Wright es un modelo perfecto para Boyle. Como su reputación de impetuosidad parece haberle hecho atractivo para las mujeres que jugaban al azar con sus propios vínculos personales, el escritor opta por dividir la novela en secciones que aborden los principales romances de la vida de Wright. Las mujeres implicadas son la serbia Olgivanna (última esposa de Wright), Kitty, su primera esposa y madre de seis de sus hijos, abandonada tras veinte años de matrimonio por la independiente Mamah (una suerte de Zelda Fitzgerald más perturbada todavía y posiblemente el mayor amor del arquitecto), con la que nunca llegó a casarse y que perece asesinada, junto a sus hijos, por un criado en la casa de Taliesin. Empero, la mujer que realmente domina este libro es la segunda esposa de Wright, Maude Miriam Noel, aficionada al espiritismo y la morfina. Boyle varía algo la historia real y presenta a una joven que se encapricha de Wright hasta el punto de abandonar a su familia y dedicarse por entero al arquitecto, amándole cuando él la ama y atormentándole cuando él la rechaza. Paradójicamente, el retrato de esta mujer que es, de lejos, la más compleja de las protagonistas de la novela, se basa, sobre todo, en una serie de estereotipos. Estereotipos que son demolidos por Boyle hasta el punto de resultar fascinante en su propia decreación. Así,Miriam parece esforzarse por convertirse en lo que cree que los demás esperan que sea. En un pasaje fundamental, la muchacha se prueba ropa, durante horas, para prepararse para la cita con Wright: «Se agachó para echarse un último vistazo en el espejo […], sacó pecho y le dedicó a su hija una sonrisa efervescente, sintiéndose como una actriz que esperara entre bastidores a que le diesen el pie para entrar, e incluso aquel piso decadente, de pronto se despojó de toda su melancolía y empezó a irradiar una luz propia» (256-257). Esta es una apuesta por la atracción que insinúa una mezcla de emociones. Por mor de su confianza comprometida por la desesperación y alegría cercana a la tristeza, Miriam es el contrapoder más importante de Wright en la novela, reflejando sus volátiles cambios de humor con los suyos propios, aun cuando intenta convencerle de que ella es la única mujer que necesitará.
Sin embargo, según Boyle, Wright no se lo pone fácil a Miriam, ni a ninguna de las otras amantes. Todas las mujeres de esta novela se ven obligadas a seguir cambiando y redefiniéndose. Y es Wright el más contradictorio de todos, al socavar continuamente sus propias ambiciones, el que se enamora de la impotente finalidad y se desenamora de la fría indiferencia: está claro que Catherine, Mamah, Miriam y Olgivanna son muchas mujeres para un solo hombre, incluso si se trata de Lloyd Wright. Tres matrimonios y una aventura adúltera demuestran que Wright «era uno de esos hombres cargados de sexualidad que no conciben la vida sin una mujer» (44), dice el autor, mientras el arquitecto seduce a la bella Olgivanna. Por cierto que la novela comienza al revés, con ella, la última esposa, sabia y austera, y dedica escasas palabras a Catherine. Continúa con Miriam y termina con Mamah, amante y verdadera alma gemela. Esta es la vida de Wright contada por un testigo inventado por el autor y nosotros nos sumergimos en ella, fascinados por la maestría de su autor. Es probable que faltase un mausoleo para las mujeres del arquitecto, siempre vampirizadas en beneficio de su marido (exceptuando a Mamah) y Boyle, devenido arquitecto textual, decide construir ese imperioso panteón, más allá incluso de las palabras y el artificio posmodernista.
Es cierto que el escritor no presta demasiada atención al esfuerzo que Wright puso en su obra. Puede que, de hecho, al perseguir la vida emocional de Wright, Boyle escamotee su intelecto y su genio artístico. Pero hasta eso parece deliberado, pues el amor, como ocurría en Un extraño en mi vida, y no sólo la arquitectura, es el gran centro de atención aquí. Al final de la novela, es útil recordar la inquietud del narrador por su limitado conocimiento de Wright. Seguro que hemos aprendido algo sobre el desquiciado arquitecto real, o sobre el Wright ficticio y único de Boyle: hemos visto lo que prefería mantener oculto, le hemos seguido en sus más íntimos apuros. Pero, cabe preguntarse, como su narrador, si le conocemos realmente. Si conocemos a estas mujeres. Sato nos ha recordado que faltan piezas en toda esta semblanza y nuestra persistente incertidumbre forma parte del placer que ofrece el libro. Estos personajes cambiantes encierran un potencial de cambios que va más allá de la página pues, como concluye la malograda Mamah, hacia el final de la novela, «los sentimientos lo eran todo, y Frank era un almacén de sentimientos, una caja fuerte repleta de compromiso» (424).
Boyle ha ido escribiendo su propia ficción, fascinante e impredecible, hilarante y aterradora, del anhelo utópico en América. Eso lo sabíamos ya desde el principio, con una de sus primeras novelas, El fin del mundo (World’s end, 1987), que, con modos y maneras de sátira obscura, narraba la historia de varias generaciones de familias en el valle del río Hudson. La prosa del jovencísimo Boyle, incluso entonces, nos señalaba a uno de los grandes narradores de la era Pynchon y DeLillo: «Eran las cuatro de la tarde y estaba negro como la medianoche. En dos semanas, el sol se pondría en Barrow por última vez, es decir, hasta el 23 de enero del año siguiente. Walter lo había leído en la Guía de Alaska, La última frontera americana, mientras aplastaba mosquitos en el exuberante jardín de su casa de Van Wartville. Ahora estaba aquí. En los escalones del Northern Lights Cafe, contemplando la calle en penumbra donde un Buick del 49 se asentaba sobre bloques frente a una cabaña anodina de tejado bajo que no se diferenciaba de ninguna otra, salvo por la escasez de cadáveres de caribú congelados en el tejado. La casa de su padre. Aquí, en el extremo helado de ninguna parte»[6]BOYLE, T.C. 1996. World’s end. London: Bloomsbury, p. 391.
Sin duda, Las mujeres añade un nuevo y poderoso capítulo a esta narración continuada, y es Boyle en su mejor momento. Wright se apoya en sus turbios amores, exacerbando el talento de cada una de ellos como si fuese un perforador de petróleo. Pero a estas mujeres destrozadas se les ha hecho justicia, en un libro prodigioso del tipo que sólo saben pergeñar los novelistas americanos: enorme, bien construido, mezclando naturaleza y sentimientos en la visión de un país que tiene lo mejor y lo peor llevado al exceso, un verdadero terreno creativo donde Boyle despliega todas sus dotes de colorista, mientras son reconocibles las influencias, dice Gleason, del minimalismo de Carver, Barth, O’ Connor o Dickens[7]GLEASON, Paul William. 2009. Understanding T.C. Boyle. Columbia: University of South Carolina, p. 10. Sin embargo, pienso que a esa lista deberíamos poder añadir a Evelyn Waugh, por su meticuloso y cínico pesimismo, así como su descripción de la amoralidad contemporánea, lo mismo que a Pynchon, como ejemplo arquetípico de la metaficción historiográfica y, last but not least, a Shakespeare, inventor de lo humano, arrendatario ineludible de un lugar destacado en la imaginación de este experto creador de grotescos cómicos e improbables seductores, entre los que el calculador e incognoscible Lloyd Wright puede que sea el más cautivador. Su escritura trepidante, salpicada de mascaradas y jeremiadas, nos coloca cerca de Bercovitch, que veía, en el puritanismo al que retrata en su American Jeremiad, la liberación de las grandes energías creativas de los escritores estadounidenses y la fuente de sus imágenes, metáforas y símbolos, confinando su imaginación a los términos del mito americano, impidiéndoles el paso por caminos que conducen más allá de las fronteras de la cultura americana[8]BERCOVITCH, Sacvan. 1978. The American Jeremiad. Madison: University of Wisconsin Press, p. 180, y no nos deja tampoco lejos de Reich, pues la no comprensión del sistema en el que vivimos, y su obsolescencia, hace que avancemos a trompicones, sin guía y, por tanto, indiferentes a los fines humanos[9]REICH, Charles A. 1970. The Greening of America. New York: Random House, p. 14.
Hoy sabemos que Wright, cuyo diseño ha sido descrito como orgánico, siempre modificaba las cosas, hacía ligeros cambios en los planos o en los edificios a medida que avanzaban las obras[10]Vid., por ejemplo, la imprescindible biografía de Secrest:
SECREST, Meryle. 1998. Frank Lloyd Wright: a biography. Chicago and London: The University of Chicago Press. Y yo me pregunto si esta forma cíclica de la naturaleza no se aplica, realmente, a la narración de Boyle. Este escritor poderosísimo nos ha devuelto al principio. Es casi como ver el universo retroceder hasta los primeros días de la Creación. Aquí, aquí está el amor tormentoso que marcará a Lloyd Wright para el resto de su vida, a place of disaffection. Ningún escritor puede disponer siquiera diez palabras para la imprenta sin revelar algo de su naturaleza. Tampoco nadie puede diseñar diez hileras de ladrillos sin una disipación similar de fuerzas espirituales, y si el corazón del escritor es lo que algunos lectores buscan, entonces hay que abogar aquí por el corazón (¿el vientre?) del arquitecto como una creación no menos sugestiva. Por supuesto, se puede argumentar que los corazones de los escritores son mucho más dignos de atención que los de los constructores. O incluso se puede argumentar que, dado que los arquitectos en nuestros días hablan una variedad de idiomas estilísticos, han perdido, aparte de las idiosincrasias clásicas del acento, también sus tradiciones, en una verdadera Torre de Babel atributiva. De cualquier forma, la solución al enigma no empieza aquí, naturalmente. Ese sería otro texto, quizá un fuera del texto, aunque desde ese afuera estaríamos otra vez dentro. No empieza aquí, ni mucho menos lo hará con estas palabras mías, apenas una minúscula palada de cemento en el descomunal edificio de la lectura, siempre con una alegría cercana a la tristeza.
Título: Las mujeres |
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Referencias
↑1 | RAMÍREZ, Juan Antonio. 1995. La arquitectura en el cine. Hollywood, la Edad de Oro. Madrid: Alianza Editorial |
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↑2 | Lloyd Wright gustaba, por ejemplo, de colocar estructuras sobre cascadas y en laderas escarpadas, que lo mismo diseñaba un hotel resistente a terremotos o casas privadas con goteras y sistemas de calefacción deficientes, que recompensaba a sus clientes con edificios adaptados a sus necesidades, pero también ignoraba sus deseos y tendía al impago de facturas. |
↑3 | BARDAVÍO, José María. 1977. La novela de aventuras. Madrid: Sociedad General Española de Librerías, p. 51 |
↑4 | Vid., PROPP, Vladimir. 1974. Las raíces históricas del cuento. Madrid: Fundamentos; PROPP, Vladimir. 1977. Morfología del cuento. Madrid: Fundamentos |
↑5 | BOYLE, T.C. 2013. Las mujeres. Madrid: Impedimenta, p. 20 (todas las citas, que a partir de ahora se consignan entre paréntesis, estarán extraídas de aquí) |
↑6 | BOYLE, T.C. 1996. World’s end. London: Bloomsbury, p. 391 |
↑7 | GLEASON, Paul William. 2009. Understanding T.C. Boyle. Columbia: University of South Carolina, p. 10 |
↑8 | BERCOVITCH, Sacvan. 1978. The American Jeremiad. Madison: University of Wisconsin Press, p. 180 |
↑9 | REICH, Charles A. 1970. The Greening of America. New York: Random House, p. 14 |
↑10 | Vid., por ejemplo, la imprescindible biografía de Secrest:
SECREST, Meryle. 1998. Frank Lloyd Wright: a biography. Chicago and London: The University of Chicago Press |