Mi mujer lo bautizó de inmediato como el Bosque Mágico. Había aparecido ante nosotros de repente, al salir de una curva de la sinuosa y estrecha carretera. Y su magia nos atrajo de inmediato, obligándome a detener el vehículo en el arcén, invadiendo parte de la calzada incluso. Absortos en aquella estampa singular y hermosa, nos adentramos entre los castaños centenarios de troncos enormes y huecos. Como un ejército ancestral, firmemente agarrados a la tierra en su sólida vejez, elevaban sus ramas jóvenes al cielo como múltiples brazos alzados para detener el tiempo y la luz. Esta, a duras penas se escabullía en rayos dispersos entre el frondoso dosel, creando un mundo atemporal y sobrecogedor por su grandeza y su misterio. Nosotros, embaucados por los viejos castaños, nos dejamos acoger entre las oquedades de sus troncos, amplias cicatrices de la lucha contra el tiempo y los elementos, y sentimos el latir de la vida fluir por su corteza y deslizarse sobre nuestra piel hasta filtrarse en nuestro interior.
Anduvimos sin rumbo de tronco en tronco, tocándolos, abrazándolos, entrando en ellos, maravillados ante su tamaño, ante su resistencia, embelesados en la hermosura de su orgullosa vejez. El tiempo, también para nosotros, dejó de contar, y el mundo exterior quedó como algo lejano, quizá soñado. Hasta que en el límite de aquel Bosque Mágico, los vimos erguidos en toda su grandeza. Él y Ella, los guardianes, los señores, los vigilantes, quizá los generales del ejército centenario, tal vez milenario, de los recios árboles; gigantes silueteados por un sol temeroso de adentrarse en aquel reducto del pasado. Con una reverencia, mi mujer y yo les mostramos nuestro respeto a los guardianes, y con ellos a todos y cada uno de los majestuosos castaños, y en silencio salimos del bosque evitando romper la tranquilidad de sus habitantes y felices por haber compartido con ellos los latidos de la vida.