«Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios que, por envidia, los hace caer en la muerte. La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo», afirma el Catecismo de la Iglesia Católica. Pero a principios de la década de los setenta, cuando los tabúes morales y culturales se hicieron añicos, muchos sustituyeron la vieja religión por una renovada fascinación social hacia los credos paganos y ocultistas, abundaron en Estados Unidos toda suerte de sectas y cultos fundamentalistas, así como grupos satanistas al margen de la sociedad y la presencia del mal en el mundo se reformuló, racionalizándose también como un problema para los terapeutas y no sólo para los confesores. Puede ser éste el hueco por el que se colaría el mal en un hogar como el de la familia MacNeil, sin duda, pero, sobre todo, es lo que explica parte del éxito de taquilla de 1971 que supuso El Exorcista[1]BLATTY, William Peter. 1972. The Exorcist. New York: Bantam (todas las citas están extraídas de aquí y consignadas entre paréntesis), la quinta novela de William Peter Blatty y, muy probablemente, la gran novela de terror posmoderno, como lo ha visto el antropólogo y crítico Jason Colavito[2]COLAVITO, Jason. 2008. Knowing Fear: Science, Knowledge and the Development of the Horror Genre. Jefferson, NC: McFarland, p. 303. La cuestión es qué nos contó exactamente Blatty. Porque los mecanismos y contenidos de la historia, medio siglo después, parecen algo bien distinto a cualquier tipo de fantástico efectismo en los que ha sido encasillada, versión tras versión e imitación tras imitación.
Basada en un caso real de posesión demoníaca en la zona de Washington D.C., en 1949, El Exorcista apareció cuatro años después de La Semilla del Diablo (Ira Levin, 1967), una obra cuyo tema era también el terror demoníaco. Juntos, estos libros revitalizaron el género y, con pocas excepciones, siguen siendo las obras más célebres de los últimos veinticinco años, aunque la de Levin carezca de la calidad suficiente, sobre todo en comparación con el inmenso trabajo de Blatty. Hay, asimismo, y justo es recordarlo, un solo precursor en la historia literaria en cuanto a terror teológico –y el lector español está de suerte, pues la editorial Alba lo publicó en nuestro país hace dos años-, Juicio a Satán[3]RUSSELL, Ray. 2020. Juicio a Satán. Barcelona: Alba, escrito por Ray Russell en 1962. Inteligente en su estilo narrativo y en sus descripciones de la atmósfera y los tropos de terror clásicos, aunque no resulte tan hábil ni tan perspicaz por momentos como El Exorcista, la novela de Russell, que podría pertenecer a la escuela de, digamos, un Richard Matheson, es un portento de creaciones atmosféricas, mucho más enigmática y sutil, esto sí, que la de Blatty.
Pero volviendo al libro que ocupa hoy nuestra atención, no es necesario, pues es harto conocido, resumir su argumento, aunque sí sería importante recordar el arranque del libro: tres citas y tres nombres. La primera cita es de la Biblia, de la famosa narración de la posesión en el evangelio de Lucas (8:27-30). La segunda es un extracto de una grabación del FBI en la que dos mafiosos se ríen y comentan cómo colgaron a su víctima en un gancho para carne y la torturaron con descargas eléctricas durante tres días antes de que muriera. La tercera cita es un relato de las atrocidades cometidas por los comunistas contra los cristianos durante la guerra de Vietnam: un sacerdote al que le clavaron ocho clavos en el cráneo, un profesor que tendía a rezar y sus alumnos ejecutados de forma igualmente cruel y sugestiva. Los tres nombres que siguen son Dachau, Auschwitz y Buchenwald.
Así pues, quedaría patente que, a partir del inicio mismo, El Exorcista debe leerse como una exploración implacable del mal, con los argumentos que defiende la interpretación religiosa del mismo: el mal como un poder sobrenatural y depravado que opera activamente en nuestro mundo. Chris MacNeil, la madre de la niña Regan, recurre a la Iglesia católica ante el fracaso de las teorías científicas. Esa será el inicio de la descarnada lucha contra el mal y esto es también lo que nos interesa aquí. Esa lucha entre el bien y el mal se presenta en El Exorcista dentro de un contexto católico romano, en el que se emplea el antiguo ritual de exorcismo de la Iglesia para identificar los signos de posesión diabólica en una joven y, de forma más dramática, para expulsar el espíritu maligno de su cuerpo.
La víctima, la persona elegida por el Diablo, es una niña inocente, algo que puede estar firmemente vinculado a las persistentes concepciones calvinistas del niño como caído y corrupto. En el mundo no menos caído y corrupto de los años sesenta y setenta, que en Estados Unidos fue testigo del asesinato de los Kennedy, la guerra de Vietnam, las revueltas estudiantiles y el escándalo Watergate, muchas piezas literarias y cinematográficas, incluidas las que tratan sobre niños poseídos o satánicos, apelaban a un enemigo tradicional –Satanás- para explicar el mal generalizado en el mundo[4]WILLIAMS, Tony. 1996. Hearths of Darkness: The Family in the American Horror Film. Madison: Fairleigh Dickinson University Press, p. 107. En el caso de El Exorcista, que parece basarse en un mundo vendido por entero al Diablo, la corrupción de un inocente podría simbolizar la corrupción de la sociedad misma. Así, es la sociedad la que debe ser exorcizada del mal humano. Esto encaja con las especulaciones de Jackson[5]JACKSON, Kathy Merlock. 1986. Images of Children in American Film: A Sociocultural Analysis. Metuchen: Scarecrow acerca de que el simbolismo del niño como futuro cambió con los acontecimientos históricos y culturales clave de la posguerra, dando lugar a visiones más oscuras y sombrías de la infancia que, implícitamente, reflejarían el lado oscuro de la naturaleza humana.
La mayoría de las historias sobre exorcismos que siguen la estela de El Exorcista tienden a presentar a la Iglesia católica como una especie de Liga de la Justicia que lucha contra las fuerzas de la oscuridad. Apuntan torpemente a la existencia de grotescas fuerzas demoníacas como prueba de la existencia de Dios. Blatty, sin embargo, y como estudioso de la teología, se muestra mucho más sofisticado. Establece la ya familiar yuxtaposición de un personaje escéptico y otro creyente. A medida que la historia se desarrolla, proporciona un inteligentísimo giro a este contraste. El jesuita Damien Karras es el escéptico, mientras que Chris MacNeil, la atea madre de la niña poseída, es la firme creyente en lo sobrenatural, y por eso recurre a él, en el desespero del que la medicina no la rescata. Blatty entiende que el mundo no se divide limpiamente en creyentes y escépticos, sino que la duda y la fe están a menudo entrelazadas, y que a veces, por ello mismo, hay que creer una cosa fantástica para dudar de otra.
Chris MacNeil se presenta inmediatamente como una pensadora crítica. Como actriz, podría decirse que está examinando un nuevo guion y señalará que las acciones de su personaje no tienen sentido. Esto se extiende, como es lógico, a los asuntos espirituales; duda seca y amablemente de los méritos de la autohipnosis, los cantos budistas y la meditación trascendental de su secretaria. A pesar de su escepticismo, cree que quizás una vez vio a un monje budista levitar mientras meditaba. Este quizás es muy importante para ella, porque sabe que nadie puede desafiar las leyes de la física, pero sus sentidos le dicen que alguien ha hecho lo contrario. Este quizás pone de relieve que ella duda de su certeza en el naturalismo puro.
En su Introducción al cristianismo, Joseph Ratzinger analiza la importancia de la palabra quizás. Se refiere a una historia contada por Buber, en la que un hombre de la Ilustración visita al rabino de Berditchev para destruir sus anticuadas pruebas de la verdad de su fe. Cuando el hombre entra en la habitación del rabino, éste le mira y le dice: «Pero quizás sea verdad después de todo», lo que hace que el hombre tiemble. Ratzinger dice que la incredulidad, por muy fuerte que sea, no puede olvidar la inquietante sensación que inducen las palabras de ese hombre de la Ilustración. Ese quizás es la tentación ineludible que no puede eludir, la tentación en la que también, en el acto mismo del rechazo, tiene que experimentar lo irrechazable de la creencia. Así, tanto el creyente como el incrédulo comparten, cada uno a su manera, la duda y la creencia[6]RATZINGER, Joseph. 2004. Introduction to Christianity. San Francisco: Ignatius Press, pp. 45-47.
A Chris le atormenta la posibilidad de que su incredulidad sea algo errado. Tal vez los monjes puedan realmente levitar. Al final, después de ser testigo de la impotencia de los médicos y psiquiatras y otros hombres de ciencia racionales, llega a creer que su hija está poseída, incluso antes de que lo haga cualquier sacerdote. El padre Karras se da cuenta de que Chris tiene miedo de que Regan no esté poseída, porque eso significaría que la dolencia de Regan es incomprensible. Chris necesita dar ese salto de fe para entender lo que le ocurre a Regan, aunque eso signifique recurrir a una explicación sobrenatural. Ratzinger apunta, con acierto, que la creencia es un modo humano de tomar posición en el conocimiento de la realidad, un modo que no puede reducirse al conocimiento y que es inconmensurable con el conocimiento; es el otorgamiento de un sentido sin el cual la totalidad del hombre quedaría sin hogar. Sólo puede calcular y actuar en el contexto de un sentido que lo sostiene[7]Ibíd., p. 72.
Para Chris, una explicación sobrenatural no es irracional: su hija muestra todos los síntomas de una persona poseída, y su dolencia no puede explicarse como un trastorno físico o psicológico. La creencia de Chris confiere un significado a la situación de Regan, y esta creencia significa que Chris puede elegir un curso de acción para salvar a su hija. Por otro lado, el padre Karras, como sacerdote, tendría que ser el creyente de la historia. Sin embargo, desprecia la idea de los sacerdotes que levitan. Kinderman, el policía, le llama «la personificación de la Era de la Razón» (p. 185), y temeroso se nos muestra, de hecho, de parecer crédulo o supersticioso. Cuando Chris le pregunta cómo realizar un exorcismo, dice que la mayoría de la gente educada de la Iglesia no cree en el Diablo, y que las condiciones que se consideran posesiones son simplemente problemas médicos y psicológicos.
El padre Karras no sólo duda de la posesión de Regan, sino también de su propia fe. No quiere tener que encontrar a Jesús en la asimétrica monstruosidad del mundo, y no puede ver el amor de Dios en medio del sufrimiento. Aunque conoce las respuestas lógicas a estos problemas, sus emociones le impiden ser capaz de creer. El miedo al infierno es un asunto, para él, de suma importancia. Cuando sueña con su madre después de su muerte, la ve caminando hacia el metro, y llega a desesperarse pensando que su madre puede no estar en el cielo (p. 97). Aquí es donde El Exorcista se torna, para mí, en algo verdaderamente brillante.
Emile Cammaerts escribió una vez, en un ensayo sobre Chesterton, que cuando la gente deja de creer en Dios no es que deje de creer, sino que empieza a creer en cualquier cosa[8]CAMMAERTS, Emile. 1937. The Laughing Prophet. The seven virtues and G.K. Chesterton. London : Methuen & Company Ltd., p. 211. Del mismo modo, para mantener sus dudas en una posesión sobrenatural, el padre Karras debe creer en oscuros e increíbles fenómenos paranormales. Dice que la telepatía es una realidad aceptada, y cree que Regan podría estar sacando las respuestas a sus preguntas de su propia mente. Los muebles podrían estar moviéndose debido a la psicoquinesis de Regan, que no es tan infrecuente, según él, y no por un poder demoníaco. Karras admite que «no hay nadie en el mundo que pretenda entender» (p. 252) estos fenómenos; en otras palabras, apela a la fe en algo misterioso para dudar de la posesión, que también es misteriosa. Para dudar, debe elegir creer algo sobre la naturaleza del cosmos, y es esta creencia activamente sostenida la que le lleva a dudar de las otras afirmaciones.
De este modo, Blatty le da la vuelta a la dicotomía entre creyente y dudoso una vez haciendo que el sacerdote sea el dudoso y el ateo el creyente, pero luego lo hace una segunda vez mostrando lo mucho que este escéptico necesita creer para dudar. Para Karras, la incredulidad y el escepticismo no pertenecen a la neutralidad distante que sopesa con frialdad los diferentes puntos de vista basados en la evidencia, sino a la fe en lo increíble. Para que el escepticismo del padre Karras se convierta en una postura tan firme como lo es la creencia de Chris, debe elegir creer en algo, en este caso en lo paranormal. Sin embargo, no elige una creencia que pueda servir de base firme para seguir creyendo y actuando; en su lugar, se aferra a su creencia en lo paranormal para dudar, y esta duda le paraliza hasta el punto de ser incapaz de ayudar a Regan.
El escepticismo tiene su lugar en el mundo, es cierto, pero me pregunto si fetichizar la incredulidad como signo de inteligencia no habrá contribuido a agotar nuestros recursos culturales. El trabajo, en cualquier campo, depende del compromiso, de la energía de la participación y de la capacidad de absorber, por ejemplo, las obras de la literatura, el arte o la ciencia. Así es que la verdadera inteligencia no puede limitarse a desacreditar ideas, sino que en algún momento debe tomar partido y comprometerse con el proyecto de construir algo. El padre Karras, la Edad de la Razón andante que expresa esta razón dudando, no puede ayudar a Regan desacreditando todas las explicaciones posibles de lo que la aqueja; en algún momento, necesita decidir qué es lo mejor para ella. Tiene que comprometerse con una acción. La inteligencia no consiste sólo en ser crítico, aunque esto entrañe el riesgo de convertir tal virtud en un escudo para comprometerse con un ideal, y éste es un riesgo que a Karras le cuesta asumir.
Sus creencias también se ven acechadas por la palabra quizás, como dice Ratzinger. Quizás Regan esté realmente poseída. Después de todo, muestra todos los síntomas de una persona poseída, incluso si él puede señalar increíbles explicaciones naturales para su presencia. De vez en cuando le pide al demonio pruebas de que en realidad es un demonio, pero aquel señala que el padre Karras podría encontrar otra explicación para cualquier prueba aparente. Incluso cuando pide permiso al obispo para realizar un exorcismo, sabiendo que el caso de Regan cumple los criterios que la Iglesia ha establecido, «sigue sin atreverse a creer» (p. 330). Su razón le ha llevado a considerar las pruebas y a juzgar que Regan se ajusta a la definición de la Iglesia como víctima de una posesión, pero todavía no puede dar ese último salto a la fe. Su creencia de que no hay posesiones es aún demasiado fuerte, a pesar de que Regan podría estar realmente poseída, porque quizás hay otra explicación que aún no han encontrado. Todavía tiene que correr el riesgo de parecer crédulo.
Empero, la duda cardinal que algunos de sus protagonistas experimentan en El Exorcista no es si los demonios existen, o si los monjes levitan, sino si son amados. Una de las primeras explicaciones de la posesión de Regan es que se siente culpable y responsable del divorcio de sus padres. Puede que no esté segura de su amor por ella. Del mismo modo, el padre Karras no ve el amor de Dios en un mundo en el que jóvenes monaguillos son quemados por desconocidos en una parada de autobús. Finalmente, Karras le pregunta a Merrin, el sacerdote con el que está realizando el exorcismo, cuál es el propósito de la posesión. Merrin responde, en el que es, para mí, uno de los grandes momentos del libro: «Creo que lo que quiere es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad, Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, en esencia viles e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté el centro de todo: en la indignidad. Porque yo pienso que la creencia en Dios no tiene nada que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor, de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos (p. 369).
Muchas de las historias que han seguido la estela de El Exorcista han visto una imagen del mal absoluto como demostración de la necesaria existencia de un bien absoluto contrario en Dios, pero en esta novela, Chris se convence sólo de la existencia del diablo. Para Blatty, esta imagen del mal es más retorcida y sutil. La posesión puede mostrar que Dios existe, pero el peligro es que simultáneamente nos hace dudar del amor de Dios por nosotros, de nuestra valía para recibir el amor de Dios y de la valía de Dios para ser amado si permite que ocurra tal mal. Por supuesto que no podemos ganarnos el amor de Dios, puesto que se nos da gratuitamente, pero cuando nos enfrentamos a nuestras peores depravaciones es muy fácil pensar que quizás no sea así, y que de hecho sólo llega a los más dignos de él. Este horror, sin embargo, es falso. Merrin dice que Dios les pide que actúen con amor hacia los que les repugnan, lo cual es el mayor amor de todos, y muestra que Dios sí puede amar a los indignos. Es un gran riesgo dar este amor a una persona que podría rechazarlo o abusar de él, pero Merrin no tiene problema en dejar que el vómito le bañe la mano para salvar a Regan: Dios aún puede amar a los indignos.
Karras encuentra la fuerza para volver y continuar el exorcismo cuando ve una tarjeta que Regan le dio a su madre, alabando las «cosas más bonitas» (p. 387). Ve este sencillo amor y fe en la belleza, y siente la necesidad de ayudar a alguien. Él y el padre Merrin sacrifican sus vidas para salvar a Regan, pero incluso antes de esto, soportan todos los insultos y burlas que el demonio les lanza, así como sus excrementos y vómitos, para salvar a una niña que su madre ama: forsan miseros meliora sequentur. La cuarta sección de la novela tiene como epígrafe una cita de San Pablo: «El que vive en el amor, vive en Dios, y Dios en él» (p. 334). El padre Karras llega a ser capaz de permanecer en el amor, de verlo y darlo, y llega a la euforia en el momento de su muerte, cuando ya no tiene necesidad de dudar. Karras muere, al final, sólo para descubrir la vida eterna. Al morir al pie de la escalera, Karras utiliza un apretón de sus dedos, ya que no puede hablar, para confirmar su creencia en Dios y en la vida después de la muerte mientras su amigo Dyer reza por él. La novela describe un atisbo de felicidad en sus ojos, mientras mira más allá de este mundo, y una sensación de triunfo (pp. 392-93). El propio Dyer, que lo ve, queda mucho más manso y calmado. Ahí está la verdadera antigravedad espiritual.
Otra cuestión importante es que, a diferencia de la novela de Ira Levin que mencionábamos al principio (popularizada un año después por Polanski), El Exorcista no es un relato terrorífico de adoración al diablo entre lecturas del Reader’s Digest o sociedades en apariencia más sanas, gracias a las vitaminas y a los cuidados médicos[9]LEVIN, Ira. 1976. Rosemary’s Baby. London: Pan Books, p. 60. Por el contrario, presenta una afirmación de profundad religiosidad de la vida dentro de una psicomaquia moderna, o la guerra entre el bien y el mal por la posesión de un alma. Esa guerra, sin embargo, ha cambiado de manera significativa en un mundo postfreudiano que ha redefinido el alma y, sobre todo, lo que constituye el mal. La condena de Regan nunca está en juego: su cuerpo y el exorcismo subsiguiente meramente proporcionan la oportunidad de que el demonio se enfrente a los hombres de fe, en especial a Lankester Merrin, con quien ya ha luchado y perdido antes[10]En este sentido, deviene harto recomendable la magnífica precuela cinematográfica que dirigió Paul Schrader en 2005, Dominion, y que nos da una posible explicación a esa primera lucha de Merrin, primero con los nazis y después con el Diablo en África.
En un mundo secularizado en que se proclama la muerte de Dios –no a la manera de Nietzsche, sino debido al revisionismo, la tecnificación, la romantización de los pesimismos y el extravío general-, ese enfrentamiento parece grotescamente nostálgico: el bien y el mal han perdido, parece, toda claridad, y la humanidad asume ahora las prerrogativas de Satán. Blatty sitúa esta lucha moderna en una nueva era de la fe, en la que la mente racional y científica ha suplantado en su mayor parte un sistema teológico de creencias y su contrapartida, la desobediencia voluntaria a Dios. El sacerdote y psiquiatra Karras –el personaje más completo de la novela y uno de los mayores logros de Blatty- representa a la vez un siervo de Dios y un erudito de la ciencia, un hombre atormentado por la culpa que lucha por conciliar el designio providencial con los recovecos más oscuros de la mente humana. Karras se convierte en el Everyman moderno de la psicomaquia, atrapado entre la experiencia racional y la fe irracional.
Al intentar explicar por qué la enfermedad de su hija es un conflicto mental y no una batalla contra el mal, Karras le dice a MacNeil: «Imagínese por un momento que el cuerpo humano es un enorme transatlántico, y que las células son la tripulación. Una de esas células está colocada en el puente. Es el capitán. Pero él nunca sabe con precisión qué hace el resto de la tripulación en las partes inferiores del barco» (p. 252). Karras continúa explicando que cuando una célula asume el mando en contra de los deseos del capitán, o conciencia despierta, se produce un motín y por ende la doble personalidad, a lo que MacNeil responde: «¡casi me resulta más fácil creer en el diablo!» (p. 253).
La metáfora de Karras moderniza el motín bíblico que explica la caída de Satán y la consiguiente guerra entre el bien y el mal. Las profundidades insondables de la mente humana, aunque menos comprensibles, han asumido, pues, poderes sobrenaturales. Las dudas de Chris MacNeil son las de toda la humanidad: ¿puede reducirse el mal a los caóticos entresijos de las células y las neuronas? Sin embargo, la posesión de Regan por parte del demonio demuestra a Karras que el mal puede ser una fuerza en sí mismo. Su encuentro fatal en el exorcismo demuestra que el mal afirma la existencia del bien, mientras que el bien plantea la realidad del mal, y con ese conocimiento triunfa la necesidad de la fe.
Volúmenes y volúmenes de libros y estudios publicados han intentado, durante siglos, identificar, explicar y resolver estas cuestiones, tan plagadas de matices para desentrañar. Y aquí está, sin embargo, El Exorcista, escrito por un culto literato educado en los jesuitas, lleno de referencias históricas y de una compleja psicología de la juventud o la mortalidad, erizando el vello al psicologismo de su tiempo e incluso al de hoy, medio siglo después. Considero que es, por ello, una importante contribución al debate sobre la espiritualidad. Muestra única de terror teológico, con ese último asalto espiritual que libera a la joven Regan del diablo, sitúa a su madre en un viaje espiritual hacia Cristo y provoca la muerte de los dos sacerdotes en un sacrificio para liberar a la niña, lleva implícito, además, un mensaje secundario sobre el valor redentor del sufrimiento, que nos trae los ecos postreros del padre Amorth, el legendario exorcista de la Diócesis romana, cuyas palabras podrían ser las del propio Merrin, incluso Karras, de haber sobrevivido: «hacer exorcismos me ha reforzado en la fe, en la oración y, sobre todo, en la caridad»[11]AMORTH, Gabriele. 2012. Confessions-Mémoires de l’exorciste officiel du Vatican: entretiens avec Marco Tosatti. Neuilly-sur-Seine: Michel Lafon, p. 28.
Sea esta, pues, la tesis que no debemos olvidar, pese a todo. O quizá, precisamente, por ello.
Título: El Exorcista |
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Referencias
↑1 | BLATTY, William Peter. 1972. The Exorcist. New York: Bantam (todas las citas están extraídas de aquí y consignadas entre paréntesis) |
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↑2 | COLAVITO, Jason. 2008. Knowing Fear: Science, Knowledge and the Development of the Horror Genre. Jefferson, NC: McFarland, p. 303 |
↑3 | RUSSELL, Ray. 2020. Juicio a Satán. Barcelona: Alba |
↑4 | WILLIAMS, Tony. 1996. Hearths of Darkness: The Family in the American Horror Film. Madison: Fairleigh Dickinson University Press, p. 107 |
↑5 | JACKSON, Kathy Merlock. 1986. Images of Children in American Film: A Sociocultural Analysis. Metuchen: Scarecrow |
↑6 | RATZINGER, Joseph. 2004. Introduction to Christianity. San Francisco: Ignatius Press, pp. 45-47 |
↑7 | Ibíd., p. 72 |
↑8 | CAMMAERTS, Emile. 1937. The Laughing Prophet. The seven virtues and G.K. Chesterton. London : Methuen & Company Ltd., p. 211 |
↑9 | LEVIN, Ira. 1976. Rosemary’s Baby. London: Pan Books, p. 60 |
↑10 | En este sentido, deviene harto recomendable la magnífica precuela cinematográfica que dirigió Paul Schrader en 2005, Dominion, y que nos da una posible explicación a esa primera lucha de Merrin, primero con los nazis y después con el Diablo en África |
↑11 | AMORTH, Gabriele. 2012. Confessions-Mémoires de l’exorciste officiel du Vatican: entretiens avec Marco Tosatti. Neuilly-sur-Seine: Michel Lafon, p. 28 |