Me atrevo a decir que todo hombre o mujer que haya vivido lo suficiente —¿y quién no ha vivido lo suficiente?— habrá desarrollado un sueño o fantasía paralela sobre el tribunal que habrá de juzgarlo. Lo maravilloso de este tribunal es que nos juzgaría siempre en nuestros propios términos. Esto es: ante él, uno traería sus errores y secretos y sería escuchado, por otros, como desearía poder escucharse a sí mismo (si no fuera porque ese diálogo es imposible de mantener). Con ese tribunal uno tendría, al fin, una conversación plena. Se sentiría escuchado por primera vez. Ése es el tribunal con el que todo hombre o mujer sueña.
Es el mismo tribunal que la religión cristiana proyecta en la mirada de un dios que lo perdona todo porque todo lo ama. Y es el tribunal que Kafka pervierte también en sus novelas, en las que la justicia siempre se ejecuta en otros términos, en otro lenguaje, desde otras lógicas, etc. Y es el tribunal, finalmente, cuya fantasía el psicoanálisis aprovecha y coloca en el centro mismo de la transferencia, para desterrarlo —con el final del análisis— para siempre jamás.
¿Cómo describir el tribunal del psicoanálisis? Por oposición a los otros dos. En la confesión, el cristiano no busca las razones por las que dios le perdona. Del mismo modo, K no comprende nunca las razones por las que se le condena. Pero en el psicoanálisis no se busca ni el perdón ni la condena. Se busca el entendimiento, que se opone a las otras dos cosas. Se busca la ciencia (la Ciencia), allí donde existe la tragedia sin héroe, la comedia sin víctima. Quizá, al principio, uno acuda al diván para comprender mejor algún error concreto… pero poco a poco la pregunta va cambiando y se convierte en por qué uno mismo persiste, pese a todo, en comprenderse. Porque uno no tiene verdaderas razones para comprenderse. Uno se comprende, en realidad, sin entenderse. La razón es que siempre somos demasiado cristianos: uno se quiere —y se odia— siempre demasiado (narcisismo primario).
Lo que a partir de entonces comienza es lo inverso del perdón y la condena. El psicoanálisis no entiende la justicia como amor infinito. Ni su conversación se enmaraña en una postergación eterna, en la que la inteligencia y el entendimiento serán infinitamente atrasados. El psicoanálisis pone la fantasía a trabajar a cambio de un aprendizaje continuo, una investigación permanente que no deja de dar resultados (análisis interminable). Durante el trayecto, uno deseca con sus manos el amor y el odio que siente hacia sí mismo, mientras pone la mirada en las aguas que asoman antes de que empiece a quererlas y odiarlas por primera vez.
Si este análisis pudiera terminar alguna vez —pero siempre puede interrumpirse— uno amanecería convertido en alguien capaz de hablar consigo mismo sin amarse u odiarse demasiado. Tal sería la prueba irrefutable de salud psíquica. Esa persona no fantasearía con algún tribunal ideal porque ella misma lo sería.