Red Line 7000 («Peligro Línea…7000», 1965) no es una película sobre automóviles ni corredores, por desmitificadora que resulte esta idea. O no sólo. Es, en todo caso, una película sobre el fuego. Sobre todos los tipos de fuego: abre y cierra con la imagen de un bólido en llamas, y todo su interior es una montaña rusa explosiva, de fuegos emocionales. De vidas también en llamas.
El film en cuestión, uno de los más infravalorados de Howard Hawks, está lejos de ser un film menor. Al contrario, se trata de, en mi opinión, uno de los mejores, si no el mejor, retratos de la ingenuidad y rivalidad de los profesionales del deporte, pero también de la complejidad de ese mundo. Superior a las incursiones en el subgénero de Frankenheimer y su Grand Prix (1966) -ésta sí, bobona y soporífera muestra-, la aceptable 500 miles (1969), con un siempre enorme Paul Newman, o Le Mans (1971), un documental con Steve McQueen, (de inexplicable fama, dada su escasa solidez), Red Line 7000 (1965) sigue la historia de las relaciones entre tres pilotos y las mujeres que se enamoran de ellos, cuando la tragedia invade el circuito de Daytona, al fallecer el piloto Jim Loomis.
Al día siguiente, llega a Daytona su prometida, Holly MacGregor, que no puede evitar un cierto sentimiento de culpabilidad. Holly atribuye el fatal accidente a la mala suerte que persigue a todos aquellos que están a su alrededor. Pero tanto Mike Marsh como Pat Kazarian, compañero y director de la escudería respectivamente, tratan de convencer a Holly que simplemente se trata de una ley de vida.
La escudería de Kazarian tratará de sobreponerse a la desgracia incorporando al joven Ned Arp como substituto de Loomis. De una forma espontánea, surge una relación sentimental entre el nuevo piloto de carreras y Julie, la hermana de Pat Kazarian. Pero Ned Arp parece dispuesto a hacer olvidar a un piloto de la categoría de Loomis, y por consiguiente, deja en segundo término sus relaciones con chicas como Julie Kazarian.
Además de manejar varias historias en una, Hawks parece querer demostrar que podía hacer una película comercialmente viable con un presupuesto pequeño, y da forma a un producto de notoria calidad. Un film hawksiano hasta la médula, de principio a fin, no ya sólo por su proximidad argumental con Ceiling Zero («Águilas Heroicas», 1936), sino con Only Angels Have Wings («Sólo los Ángeles Tienen Alas», 1938). La trama y las relaciones interpersonales están unidas al hecho mismo de la muerte. La vida de un hombre puede desaparecer en cuestión de segundos, en polvo y llamas. Un reparto poco conocido, con la excepción de los jóvenes James Caan y Marianna Hill, y del veterano Norman Alden -divertidísimo falso indio en Man’s Favourite Sport (Su Juego Favorito, 1965)-, y un guión melodramático son el contrapunto necesario para que esta extraordinaria película –por desgracia imposible aún de hallar en DVD- pueda verse a la altura de algunos de los mejores trabajos de su director. La camaradería, la complejidad de ciertas relaciones amorosas, la competencia y el sentimiento de comunidad, como tal, están muy presentes. La idea del “homosocial desire”, tan de Hawks, se ve reforzada de forma magistral.
Estamos ante una película con mucha más profundidad e intensidad de lo que a simple vista pudiera parecer. Recomendable y muy inteligente, muestra un lugar en el mundo, varios si se quiere, donde no sólo se compite por llegar a la meta, sino que se compite por vencer los miedos, por entregarse al otro, por sentirse querido, por sobrevivir incluso a uno mismo, a los accidentes. Las emociones de los personajes, más importantes que la cuestión automovilística en sí. Esas vidas de hombres conductores, que son reflejo junto con el deporte, de uno al otro. Pero hay una carrera más importante, la propia vida, y en esa batalla no basta ser más rápido para ganar: hay que ser sincero también. O la vida arderá, como arde un coche de carreras.