La habitación estaba oscura pero sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Recostado sobre el frío muro de ladrillos se entretenía estrellando su pastoso aliento de borrachín impenitente contra los cristales mientras dibujaba figuras obscenas sobre ellos. De vez en cuando dispensaba alguna mirada a la calle y contemplaba con estupor malsano las luces, los sobrecargados escaparates y el ejército de idiotas que trajinaban más bolsas de las que sus manos podían sobrellevar.
Estaba en no quitarle el ojo de encima al miserable farsante que agitaba la campana delante del centro comercial cuando la pantalla del teléfono volvió iluminarse: lo había silenciado, y ahora el terminal solo era capaz de agitarse nervioso y alimentar el morbo de acercarse cada vez más al borde de la mesa. No pensaba contestar; ni a las llamadas ni a los mensajes. Se quedaría escondido en aquel motel de mala muerte hasta que pasara la Navidad y nadie le echara de menos. ––Que se encarguen los tres memos–– pensó.
Le dio otro trago a la botella que reflejó de nuevo la pelliza roja, su oronda barriga y la larga barba blanca que esa misma noche se afeitaría para que nadie pudiera reconocerlo.