Recuerdo haberlo visto en casa toda la vida: calzando la mesa del salón si había comida solemne, de pisapapeles sobre las cartas que mi padre enviaba desde ultramar hasta que venía la prima Rosaura a descifrárnoslas, sujetando la hoja de la ventana que daba al huerto cuando la brisa jugaba traviesa a cerrarla. Yo lo usaba para alcanzar la lata de caramelos del aparador y mi madre para meter entre sus páginas las flores que le regalaba a escondidas don Felipe. Era el único libro que teníamos. Con tapas azules, sus hojas amarillas garrapateadas con tinta negra y dibujos de cucarachas jamás despertaron nuestra curiosidad.
Pero un día vino un hombre distinguido, con gafas y una carta que habían recibido en la universidad antes de la guerra, preguntando por el bisabuelo Manuel. Habló de que era un pionero, de nuevas especies de insectos. Mi abuela le contó que lo habían matado las avispas años atrás mientras husmeaba en el hueco de un olivo. A mí se me ocurrió enseñarle el viejo mamotreto. Su entusiasmo al descubrir que era el cuaderno de campo del bisabuelo solo fue comparable al enfado de mamá al ver desparramadas sus flores secas por la alfombra.