Sólo después del silencio está la música. Esa es la enseñanza de un violonchelista y escritor que fue alumno aventajado de Lévinas, escribió su primer ensayo filosófico a los veinte años –sobre Sacher-Masoch, nada menos- y ha sido ensalzado por, entre otros, Jean-Luc Nancy. El año pasado se publicó su último libro, El amor el mar[1]QUIGNARD, Pascal. 2023. El amor el mar. Barcelona: Galaxia Gutenberg (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, se colocarán entre paréntesis), que acaba de aparecer en nuestro país, y esa es una novedad que no viene de manos de ese injustamente célebre polemista francés, con atonal parloteo y tendencia a la más vacua provocación, sino de su opuesto exacto, un humanista de la modernidad que tiene, por contra, una concepción mucho más sagrada de la literatura. Es por eso, quizá, el Goncourt menos rentable de la historia literaria gala. Como si fuese un copista del siglo XIV, ha depositado y expuesto sus manuscritos en la Biblioteca Nacional, raro privilegio que recompensa una obra imaginada en el silencio del claustro con un lenguaje pulcro, verdadera fuente de agua fresca que abarca los géneros antiguos, cuentos, tratados o novelas.
Enamorado a la fuerza del lenguaje, parece que es aquel quien guía, desde lejos, sus pasos, y le permite escribir. Descubridor asombroso (Sainte Colombe, Apronenia Avitia, Licofrón…), este literato extraordinario ha escrito a la manera de los grandes, siguiendo el gesto inconsciente que transita bajo las sonatas, y aprovecha los descubrimientos más importantes de las ciencias humanas (Georges Bataille, Émile Benveniste o Claude Lévi-Strauss) para hacer suya la excelencia fragmentaria. Uno de sus últimos libros (Las lágrimas), como todos los demás, se remonta no ya al origen de la música (como sí lo hacía en El odio de la música) sino de la lengua francesa. Casi todo está inventado y, por tanto, cuanto ofrece este humanista es una rara combinación de alguien que enseña y narra al mismo tiempo. Alguien que, como aquel flautista cuya historia convirtieron en célebre los hermanos Grimm, nos hace seguirle, a través de su música, en un tempo acelerado pero que aparece, de repente, armado también con uno mucho más extraño, porque parece eterno. Allí, o desde allí, es necesario «suponer una especie de sonido apagado que es como el sexo robado. Este es el secreto de la música»[2]QUIGNARD, Pascal. 1987. La leçon de musique. Paris: Hachette, p. 26.
Pienso, empero, que la postrera intención de Pascal Quignard, que es de quien estamos hablando, en su erudición excepcional, aún no ha sido enunciada: su work in progress, el Último Reino, se refiere a la vida que nos es dada, a nuestra existencia hic et nunc. En toda su solemnidad, concurre una búsqueda del silencio que le permite encontrar un lugar donde disponer la música de sus palabras y, por eso, leerlo obliga a acostumbrarse al tono: del mismo modo que el silencio es necesario para hacer música, el tono de la escritura, su estilo, se basa en el silencio y por eso los párrafos y los capítulos son de una brevedad calculada. La obra nos recuerda constantemente que ha de escribirse también sobre sus blancos y a la boquiabierta profusión de nuestro tiempo le opone un tono latino. Este mismo silencio, ineludible a la hora de leer, es mimetizado por el texto y a veces uno diría que anhela encerrarnos en el corazón mismo de la lectura, en el silencio de la bolsa amniótica del primero de los últimos reinos. El mismo Quignard nos ha dicho, en Taciturio, uno de sus Pequeños Tratados, que «el libro es un pedazo de silencio en manos del lector. Quien escribe calla. Quien lee no rompe el silencio»[3]QUIGNARD, Pascal. 2016. Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, p. 69.
La publicación de El amor el mar, por descontado, confirma la calidad excepcional de su escritura. Es un libro, pero es también mucho más que eso. Es la historia del Barroco. Pero además, o todavía, mucho más aún que eso: es nosotros mismos, de hecho, y como cualquier humano, puede resultar conmovedor y variado, directo y cantarín. Un viaje maravilloso: la prueba del amor, siempre subjetiva, ardiente, decisiva, magnífica en su alcance y, por ello, tal vez al cabo bendecida. Si digo que se trata aquí de la música del amor es porque, naturalmente, la novela de Quignard tiene los visos de una fabulosa partitura. Puede leerse con los oídos. Quignard interpreta con virtuosismo una suite barroca francesa sobre el tema del amour fou, con la complicidad del primer compositor que la normalizó, a mediados del siglo XVII, el clavecinista Froberger. En este periodo de Fronda, guerras religiosas, hambrunas e inestabilidad monárquica, la música parecía un reino aparte, protegido del ensordecedor clamor del odio, donde se unían las almas puras. La de Quignard es una novela incandescente, donde hasta las lágrimas arden.
La silenciosa música del cuerpo femenino, el sexo y el miedo, las olas rompientes contra la orilla, el esplendor celeste de cada órgano que un músico invisible tañe más cerca de Dios, los galopes de los caballos que llevan lejos, pero a menudo desorientan, la grandeza apagada de Sainte-Colombe, pulsando las siete cuerdas de su viola en la orilla del Bièvre… todo es música, sí, «silencio de muerte» (241). Pero no olvidemos que, antes ya de Todas las mañanas del mundo (1991), donde se nos relataba la rivalidad entre dos violinistas del XVII, Sainte-Colombe y su alumno Marin Marais, la música, que habla «de lo que la palabra no puede hablar»[4]QUIGNARD, Pascal. 1991. Tous les matins du monde. Paris: Gallimard, p. 113, acompaña el universo de Quignard, y este libro extraordinario no es una excepción, sino que se añade a una de las obras más coherentes y obsesivas que se conocen desde el siglo pasado. Bajo la égida de un tañido de campanas, la presencia fantasmal de Sainte-Colombe vuelve a planear sobre la historia, que se desarrolla en el siglo XVII. Quignard resucita a grandes músicos olvidados, como el laudista suicida Blancrocher o el antedicho Froberger.
Tomando prestada una energía que podríamos calificar de dumasiana, se evocan las primeras giras de estos artistas alemanes y franceses, en escuelas o banquetes, en un tiempo en el que las guerras religiosas y el bandolerismo amenazaban a todos los viajeros. El amor el mar es, sin otra cosa, una novela finamente documentada y una espléndida historia de amor entre la violinista Thullyn (hija de un capitán de barco desaparecido, alumna de Sainte-Colombe y enamorada del gélido mar de Finlandia) y el compositor y organista Hatten, que aspiraba a ser pastor, sin importarle el éxito. Thullyn, desesperada por enfrentarse al bloque de sufrimiento y silencio que Hatten le impone, sufre toda suerte de destemplanzas, y el libro deviene así una reflexión sobre la pasión, el arte y el tiempo, un poema maravilloso en el que brillan el frío, el viento y la noche imparable.
«Lo que fue verdad protege mejor de lo falso y de los deseos a los que lo falso cede que una simple trama anacrónica que se remienda y se tira de los pelos», advertía Quignard al soñar la vida del retórico latino Albucio, y fabular las lagunas de su biografía[5]QUIGNARD, Pascal. 1990. Albucius. Paris: P.O.L., p. 9. Y es que la mentira quignardesca es vertiginosa, plausible y persuasiva, magnética, hechizante, fenomenal. Adopta mil formas para tejer el maravilloso material novelesco de El amor el mar. Por ejemplo: en un cuadro del artista flamenco del siglo XVII Bonne-Croix, que representa el puerto de Amberes, «en primer plano, sobre la hierba de la orilla, a la izquierda del todo, el pintor muestra a una mujer vestida de azul, con un delantal carmín, rodeada de tres personas. La mujer, a la que saluda el burgomaestre, es Thullyn» (150).
Son tiempos convulsos, decía al principio, aquellos en los que se inaugura la narración. El destino de los personajes, grabado en el dolor de la carne, el luto por un amor y el alejamiento del mundo, se convierte en la palabra muda que es la escritura. Quignard despliega, así, una retórica y una narración irrigadas por la filología, la filosofía, el psicoanálisis y, fruto de incansables lecturas, su erudita exploración de la antigüedad. Estamos en esa época de Francia en la que «pasado un siglo, la noche de san Bartolomé aún estremecía el sueño de la gente» (89), la Fronda desgarraba el reino y la sangre manchaba las aceras de París. Mientras que «en Alemania, en Finlandia, la guerra de los Treinta Años había dejado sobre las colinas, en la retama de las colinas, en todas las viñas bien alineadas sobre las laderas de las colinas, en los bosques de pinos que las coronan, incluso en las lejanas costas de las islas del Báltico o los campamentos de los samoyedos, de los antiguos lapones, un olor a humareda e inhumanidad que aún cortaba el aliento» (Ibíd). ¿Cómo se puede crear en una atmósfera así?, nos preguntamos. También lo hace Quignard, cuando aparta la mirada de la enigmática historia de amor de Thullyn y Hatten: «¿cómo concentrarse en el silencio y la introversión del alma, cuando todos los días están sumidos en gritos y anomia?» (88)
Se viaja de París a las playas de Blankenberge o de Ostende, del mar de Botnia a Bruselas, Héricourt, Dinant, Stuttgart o Roma, y uno se apresura por los caminos de Europa, en estos capítulos multiplicados, cada uno compuesto como una imagen, un cuadro, un cuento o una corta vida. Las vidas, a veces reales, a veces soñadas, siempre reinventadas, de aquellos a los que Quignard convoca en torno a sus dos personajes principales. Músicos, sobre todo, como Froberger, que van en busca de «la música más nueva, la más espontánea, la menos consabida, la más caótica, la más emotiva» (38), el laudista Blancrocher, la princesa von Württemberg, Meaume, el guardabosques de Terraza en Roma (2000)…, todos son actores en este teatro misterioso que Quignard anima ante nuestros ojos, deslumbrados por tanta belleza, fervor y vida secreta.
«Despertó. El mundo estaba disperso. Se vistió. Salió. Caminó. Tocó. El ambiente, el espacio seguían dispersos. Todo aquello a lo que se acercaba se volvió difuso e incluso un poco ausente. Todos los objetos seguían siendo tangibles, pero inasibles» (162). He aquí la subversión del alba, retejida de amor y muerte. No por nada, ya hemos dicho, en alguna otra ocasión, que en la escritura de Quignard se entrecruzan el pensamiento y la muerte, en su melancólica proximidad[6]ARANA, Daniel. 2022. Es necesario hablar. Cinco tratados literarios filosóficos. León: Servicio de Publicaciones, Universidad de León; Valladolid: Ediciones Universidades de Valladolid, p. 156. Son imágenes como éstas las que permanecen, pues aquí se trata de cantar el esplendor del amanecer en la orilla y el poder subversivo del amor en un mundo de guerras, epidemias y angustias que resuena terriblemente con el nuestro. Antes ha sido el propio Quignard quien ha exclamado, en Las sombras errantes, que «todo está perdido como la gota de agua en la vasta extensión del mar. ¿Qué es el mar? Cada océano es una lágrima del tiempo. ¿Quién llora en las profundidades del Ser?»[7]QUIGNARD, Pascal. 2019. Les ombres errantes. Dernier Royaume I. Paris: Gallimard, p. 75.
Así que se trata de una escritura que se oponga a ese nombre en la punta de la lengua, por tanto un levantamiento o hallazgo, un desenlace feliz: el final de finales en el doble sentido de un objetivo renovado a perpetuidad y de un fin siempre provisional, coincidencia milagrosa por la que el hombre cumple su destino antropológico, realiza la finalidad histórica de su condición, al mismo tiempo que pone así fin al sufrimiento de la separación, entre él y los demás, él y el mundo, él y sí mismo, de acuerdo con la mediación obligatoria del lenguaje. Esta escritura, y El amor el mar es un buen ejemplo de ello, no se limita de hecho a la palabra única, sino que reside en toda su búsqueda, es un momento de gracia en el que el hombre se hace uno con ella, que el escritor y el investigador se pasan la vida buscando, y que llamamos exactitud: «una gracia que sólo se obtiene mediante una implacable y tenaz ascesis» (63).
Quignard elabora su narración como un ensueño, una marquetería de sueños despiertos que desbaratan la cronología en favor de cuadros reflexivos y aforismos impactantes.
Esta tumba literaria que narra la separación de dos amantes, que tiene lugar durante un momento paroxístico de la historia de Francia, en el mismo instante en que Froberger inventa la admirable suite barroca, es un tenue hilo tendido entre dos temporalidades: la de la separación y la muerte, que ocurre en nuestras vidas singulares, y la de la vida que continúa indefinidamente como ese flujo del que hablaban los presocráticos, una generación continuada más allá de la corrupción: «¿Qué queda del amor cuando el amor, como es evidente, ya no está? Tantas cosas que es imposible enumerarlas. Todo un mundo. Continúa el movimiento que lo inició. Lo esencial no termina» (165-66).
Esta reflexión vuelve a conectar con los dos grandes amores de Pascal Quignard: el fragmento y el ensayo. Dos formas literarias que, en la novela, se entrecruzan y entrelazan en cada página, aumentando, adornando y complicando la narración, que de otro modo podría haberse desarrollado linealmente y con gran sencillez ante los ojos del lector. Desde principios del siglo XX, sabemos que la novela ya no es un río tranquilo y sin sobresaltos, sino un mar tempestuoso, riverrun joyceano, que nos zarandea sin cuestionar la coherencia narrativa. Por eso es un verdadero desafío, asumido con creces por el texto quignardiano, renovar este camino ya recorrido por la literatura. Esta melodía febril de la vanidad de las cosas constituye el principal éxito de la novela. En efecto, el relato de la existencia de los distintos personajes, de sus líneas de vida, a la vez suntuosas, excesivas, únicas, y sin embargo tan vanas, tan ridículamente iguales ante la muerte, permite ilustrar y ofrecer una reencarnación del espíritu de una época mítica. Pinta, a falta de apariencias de este mundo, «sólo la luz que quema las formas»[8]QUIGNARD, Pascal. 2000. Terrasse à Rome. Paris: Gallimard, p. 59.
Es, en pocas palabras, una realidad impalpable que Quignard circunscribe con precisión, elegancia y finura. Tan abierta reflexión no se complace en repeticiones planas de lo que ya sabemos, sino que, por el contrario, perturba nuestras certezas más establecidas, socavando sus cimientos para dejarnos ante perspectivas que nunca antes habíamos considerado. La preponderancia del estilo descriptivo del texto hacía imperativo basar su estética en la ficción, pues no es la descripción de lo ya conocido fuera del texto lo que interesa al lector, sino la capacidad del autor para inventar, para tejer en el lenguaje un mundo nuevo e imprevisto, en el que cada personaje, cada escena y su implicación ha de responder, como en las Mil y una noches, a todas las cuestiones reunidas[9]QUIGNARD, Pascal. 2006. Retórica especulativa. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, p. 135.
Entonces, ¿a qué lenguaje, a qué lector llama la escritura quignardiana, especialmente cuando la paradoja y la imagen operan una inversión constante y el acto de escribir supone una tensión entre el rechazo del lenguaje y la asunción de una modalidad particular de expresión del ser? Esquiva y a veces incomprensible, no nos queda más remedio que adherirnos a esta escritura, a su respiración y a sus andanzas en la naturaleza magnificada del paisaje quignardiano, con una solidaridad indecible. Esta es la magia del escritor de Verneuil-sur-Avre: extender al lector el misterio de la solidaridad y conducirle a un movimiento imposible a través del cual la lectura remita a un estadio de no comprensión, a una actividad que no puede reducirse a los significados y que exige más bien un acto alucinatorio: «parece entonces que no sólo falta el lenguaje, sino también uno mismo, y que la memoria y la realidad misma se escapan»[10]QUIGNARD, Pascal. 1986. Le Salon du Wurtemberg. Paris: Gallimard, p. 143.
Y así aceptar que leer es perturbar el diálogo, las voces y las miradas que interiorizamos con el orden de la lengua adquirida. Los lectores de Quignard sabemos, porque así nos lo ha dicho él, que «en el lenguaje-sobre-fondo-de-silencio se puede velar un florecimiento de las palabras verdaderas, de las palabras-de-la-punta-de-la-lengua […] Es del lenguaje mismo del que el locutor se descubre separado súbitamente, separado totalmente. Y cuando el todo del lenguaje se malogra, en la medida en que ha sido necesario, es cuando la palabra verdadera puede surgir. Entonces esa palabra dice más de lo que significa, y muestra más de lo que expresa. La palabra verdadera es la llave que desatranca un espacio mucho más vasto que el cerrojo que se retira de la cerradura, que la puerta que éste abre»[11]QUIGNARD, Pascal. 2017. Le nom sur le bout de la langue. Paris: Gallimard, pp. 78-79.
Empezando por el título enigmático del libro, que puede tener su origen en un bellísimo soneto de Marbeau: «Et la mer et l’amour ont l’amer pour partage, / et la mer est amère, et l’amour est amer, / l’on s’abîme en l’amour aussi bien qu’en la mer, / car la mer et l’amour ne sont point sans orage»[12]TORRETON, Philippe (Ed.). 2022. Anthologie de la poésie française. Paris: Calmann-Lévy, p. 145
[Al amor como al mar lo amargo alimenta, / pues amarga es la mar como amargo amar, / uno se hunde igual en amor que en la mar, / pues amor y mar nunca están sin tormenta], El amor el mar sabe demasiado acerca de lo que quiere decirnos, pero no nos lo muestra del todo, por lo que va mucho más allá de lo que podemos encontrar en el exiguo panorama literario actual, y destaca, una vez más, por esa atmósfera onírica y barroca, repartida entre las páginas, de la que Quignard tiene el secreto. Se pronuncia de un tirón, sin comas, saboreando la belleza de la aliteración: escribir es oír la voz perdida[13]Quignard, Le nom sur…, Op. Cit., p. 94.
Si, en la nueva novela de Quignard, la pasión se mezcla con el rocío del mar, no es el hombre quien se lanza al mar, sino su amante, que le abandona «sin dignarse decir una palabra» (93), al contrario de ese lenguaje que quema los labios de la protagonista de El nombre en la punta de la lengua, matriz del mundo porque también del lenguaje. Quignard –consumado proustiano a quien fascinan las frases largas- prefiere la búsqueda de la palabra justa y el verbo menos común, se lo juega todo en interiores de luces y sombras. Es la noche de cualquier cuadro de Georges de La Tour, otro hito, jalón del camino de esta obra erudita y exigente que no ha terminado, Deo gratias, de abrumarnos. La subversión deviene versión, perdiendo, por momentos, el prefijo, en su erudita polifonía, rara alianza entre meditación e invención.
Conocemos la estética del fragmento de Quignard, su gusto por los aforismos y sus juegos de erudición entre verdadero y falso, su gusto por la imagen impactante o por las narraciones continuas, los apotegmas, los cuentos, las fábulas, y aún así, de esta polifonía que revive la continuidad, a su manera, del stream of consciousness modernista, uno sale siempre algo aturdido, un poco estupefacto, como tras un largo paseo por el océano: algo primordial, casi inviable se ha insinuado en nosotros, reconectándonos con el mundo original del que estamos separados. En bellísimas palabras de Jean-Luc Nancy, «es como si los libros de Pascal Quignard retomaran y agitaran incansablemente el único propósito de darle a uno la oportunidad de tocar o beber con los ojos un invisible que es el único propósito de esta manifestación obsesiva. Se trata de experimentar la consistencia fina, desmenuzable y deliciosa de una sombra a la que hay que llegar a través de una piel de lenguaje trabajada, forjada, tatuada con imágenes, iconos, escenas memorables. […] qué más se puede decir, qué más se puede hacer, que no sea verla pasar y esperar que nos roce»[14]NANCY, Jean-Luc. 2005. «Jadis, jamais, bientôt (l’amour)», en BONNEFIS, Philippe, Dolorès Lyotard (eds.). Pascal Quignard, figures d’un lettré. Paris: Galilée, p. 384.
De la misma forma que su escritura, a través de los diálogos con la danza, la música y el arte visual, toma prestado el carácter eminentemente corpóreo y sensorial que Proust da a la experiencia del recuerdo, Quignard también recupera una expresión utilizada por Barthes en La preparación de la novela, donde explica que «la ruina, en efecto, no está del lado de la Muerte: está viva como Ruina, consumada como tal, estéticamente constituida, germinativa»[15]BARTHES, Roland. 2011. The preparation of the novel. New York: Columbia University Press, p. 191. Aquí encontramos el «lenguaje in germine, […] la simiente originaria» que Quignard invoca en Retórica especulativa[16]Quignard, Retórica…, Op. Cit., p. 20, pero también la quinta estación, presente en Albucius, «la muy corta e interminable estación en la que no existe sensación del paso del tiempo»[17]Quignard, Albucius, Op. Cit., p. 69.
Más allá del monumento, y detrás de las ruinas, se encuentra el cuerpo del escritor, que construye sus textos tallando fragmentos, que se despliega en el escenario junto a bailarines y músicos, que de niño desafió la tormenta y hoy persigue un gesto de escritura cuyo final se anuncia, pero que nunca deja de recomenzar. El amor el mar es otro broche de oro a un monumento de palabras, final palabra infinita de una obra escondida bajo el tapiz del tiempo y la desolación. Esa es la subversión: entre las ruinas del tiempo, entre su escoria y su residuo, la prosa de Quignard es poética, remedio para quienes deseen evadirse de los tormentos de nuestro tiempo. Subvertir el alba será, entonces, celebrar la belleza, como Quignard, en todas sus epifanías, sus mañanas del mundo, sin lenguaje ni velo, con la desnudez originaria[18]QUIGNARD, Pascal. 1994. Le sexe et l’effroi. Paris: Gallimard, p. 145.
Porque he aquí un escritor que vive, lee, sueña y escribe en un tiempo distinto del nuestro. No sólo un tiempo anterior, sino una temporalidad distinta que ignora la velocidad, la prisa que tanto menoscaba nuestro sentido del mundo. E incluso dentro de ese pasado, no se queda ahí, siempre vuelve a la matriz, a la escena primitiva, al origen, a la noche de los tiempos, a la imagen que hoy nos falta[19]QUIGNARD, Pascal. 2016. La imagen que hoy nos falta. Valladolid: cuatro.ediciones. Donde surge la palabra. Una verdadera novela regida por una historia, articulada por descripciones y diálogos en torno a personajes. Pero una novela tan difractada que podría subtitularse novelas en la portada, a pesar de la unidad del conjunto. Desde el principio, sabemos que tendremos el lujo inédito de leerla lentamente, de apropiarnos de ella a nuestro ritmo porque su densidad lo exige, pero también por el puro placer de saborearla aplazando el momento del final. Como otros escritores de la segunda mitad del siglo XX, Quignard persigue el silencio y la nada, como «la esencia de la literatura, la Cosa misma», en palabras de Blanchot[20]BLANCHOT, Maurice. 2007. La parte del fuego. La literatura y el derecho a la muerte. Madrid: Arena Libros, p. 277.
En esta historia, llena de dulzura, ternura y violencia, el narrador ve el silencio en las manos del pianista suspendidas sobre el teclado. Las breves secuencias silenciosas, a modo de capítulos, permiten profundizar progresivamente en las situaciones. La imagen de la orilla, la zona donde se mecen las mareas, es recurrente en su obra como un hilo rojo de libro en libro y reaparece aquí en el momento justo para establecer el vínculo. Por esta bajamar hay que entender también lo que conlleva de ecos y resonancias de los viejos tiempos en nuestra propia época: epidemias, hondas, fanatismo… no hace falta subrayar las concordancias, sobre todo porque el autor se cuida de no hacerlo, pero estas habrán de inscribirse, naturalmente, en los intersticios. Se trata de partir, de huir para refugiarse en otra parte. Que así ocurra por la subversiva belleza del impulso inicial. Del alba de las cosas todas.
Título: El amor el mar |
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Referencias
↑1 | QUIGNARD, Pascal. 2023. El amor el mar. Barcelona: Galaxia Gutenberg (en adelante, todas las citas, extraídas de esta edición, se colocarán entre paréntesis) |
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↑2 | QUIGNARD, Pascal. 1987. La leçon de musique. Paris: Hachette, p. 26 |
↑3 | QUIGNARD, Pascal. 2016. Pequeños Tratados I. Madrid: Sexto Piso, p. 69 |
↑4 | QUIGNARD, Pascal. 1991. Tous les matins du monde. Paris: Gallimard, p. 113 |
↑5 | QUIGNARD, Pascal. 1990. Albucius. Paris: P.O.L., p. 9 |
↑6 | ARANA, Daniel. 2022. Es necesario hablar. Cinco tratados literarios filosóficos. León: Servicio de Publicaciones, Universidad de León; Valladolid: Ediciones Universidades de Valladolid, p. 156 |
↑7 | QUIGNARD, Pascal. 2019. Les ombres errantes. Dernier Royaume I. Paris: Gallimard, p. 75 |
↑8 | QUIGNARD, Pascal. 2000. Terrasse à Rome. Paris: Gallimard, p. 59 |
↑9 | QUIGNARD, Pascal. 2006. Retórica especulativa. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, p. 135 |
↑10 | QUIGNARD, Pascal. 1986. Le Salon du Wurtemberg. Paris: Gallimard, p. 143 |
↑11 | QUIGNARD, Pascal. 2017. Le nom sur le bout de la langue. Paris: Gallimard, pp. 78-79 |
↑12 | TORRETON, Philippe (Ed.). 2022. Anthologie de la poésie française. Paris: Calmann-Lévy, p. 145
[Al amor como al mar lo amargo alimenta, / pues amarga es la mar como amargo amar, / uno se hunde igual en amor que en la mar, / pues amor y mar nunca están sin tormenta] |
↑13 | Quignard, Le nom sur…, Op. Cit., p. 94 |
↑14 | NANCY, Jean-Luc. 2005. «Jadis, jamais, bientôt (l’amour)», en BONNEFIS, Philippe, Dolorès Lyotard (eds.). Pascal Quignard, figures d’un lettré. Paris: Galilée, p. 384 |
↑15 | BARTHES, Roland. 2011. The preparation of the novel. New York: Columbia University Press, p. 191 |
↑16 | Quignard, Retórica…, Op. Cit., p. 20 |
↑17 | Quignard, Albucius, Op. Cit., p. 69 |
↑18 | QUIGNARD, Pascal. 1994. Le sexe et l’effroi. Paris: Gallimard, p. 145 |
↑19 | QUIGNARD, Pascal. 2016. La imagen que hoy nos falta. Valladolid: cuatro.ediciones |
↑20 | BLANCHOT, Maurice. 2007. La parte del fuego. La literatura y el derecho a la muerte. Madrid: Arena Libros, p. 277 |