Al fin voy a poner solución al litigio que mantengo con mi sonrisa. Ella y yo nunca hemos acabado de entendernos. Quizá durante mi gestación algo no debió de encajar bien. El primer indicio fue al nacer: en lugar de llorar cuando el médico me dio unas palmadas en el culete, para sorpresa de los presentes, solté una sonora y prolongada carcajada. A medida que crecía, la cosa fue a más. Cuando quería algo y los mayores no me lo daban, en lugar de berrear como cualquier criatura, reía y reía hasta conseguir mi propósito. En la escuela, si el maestro pedía seriedad y compostura ante un suceso determinado, mi sonrisa se apoderaba de mi expresión y me costaba el recreo y una queja a mis padres. Incluso en el funeral de mi abuela, mientras los demás se mostraban compungidos, algunos llorosos, mi amplia sonrisa fue objeto de miradas acusadoras y reproches directos. Dejé de ir a los entierros. Perdí a mi primera y única novia tras una discusión en la que chocaron abruptamente su enfado y mi sonrisa. Por contra, cuando había que reír, mi sonrisa se esfumaba y se negaba a asomarse a mis labios; por más que el chiste fuese bueno, era incapaz de sumarme al jolgorio general. Nadie entendía mi comportamiento. El que menos, yo. Era un «diferente». Acabé siendo un marginado. Hasta hoy. Paseando mi soledad, he descubierto un esperanzador letrero en la fachada de un clínica dental: «Diseño de sonrisas». Supongo que serán a medida.