Hacía rato que el escenario se había sumido en una amalgama de penumbras pensadas al milímetro para que el inmóvil cuerpo de la chica se viera y no se viera, lo que excitaba aún más la impaciencia de una audiencia ya demasiado borracha. Hace más fácil que las manos se aflojen, y los billetes caigan.
Ella, a gatas, mantenía la mirada abajo y ocultaba su rostro debajo de la mata de pelo que se derramaba por delante de su cara y se lanzaba como una cascada contra el suelo. Esta vez lo conseguiría; dejaría que todo pasara; no se inmutaría; no le gustaría.
Cuando el chico le agarró de la cadera y empezó a empujarla desde detrás no puedo evitar sincoparse. Un cimbreo segmentado que mostraba los vaivenes de sus brazos y piernas como una sucesión de fotogramas visionados sin la velocidad necesaria.
No quería. Pero cuando al final levantó la cabeza con brusquedad autómata, la larga cabellera le golpeó en la espalda y sintió el orgasmo supo que de nuevo había perdido contra las líneas de código de un programa. Silenció para dentro un grito que no escuchó nadie, asegurándose a sí misma que no era una máquina, que podía decidir, que anhelaba ser humana.