Aunque el trabajo realizado en Atlantic City por Burt Lancaster es soberbio, resulta difícil decidir cuál fue más redondo en su etapa madura. Actor en continuo estado de búsqueda de arriesgados y diferentes proyectos, a partir de los 50 años puso el foco en la vieja Europa anhelando papeles más ilustres y vulnerables, en principio poco ajustados a su imagen y trayectoria, pero que sabía le reconducirían y elevarían su ya dilatada y reconocida carrera, asombrando hasta a un escéptico Visconti de su potencial y su origen, que terminaría repitiendo con él.
Una inteligente decisión que continuaría después en EEUU amoldando acertadamente sus papeles a un físico cada vez más lejano del heroico de su época de espectáculo circense, cine negro, western o acción, buscando roles reposados, más introspectivos, que descansaran en un rostro esculpido por la experiencia y sabiduría del pasado.
En Atlantic City encarna uno de estos grandes papeles a medida; un sexagenario (Lou Pascal), antiguo guardaespaldas de un gánster de la época dorada de la ciudad con algo de renombre fallecido muchos años atrás, que ahora quema su gris existencia como corredor de apuestas de tercera que le da para malvivir, al que mantiene la viuda de su exjefe (Grace), postrada en una cama, y que le desprecia. Observador nocturno y agazapado del bello y carnal ritual diario de limpieza de su joven vecina Sally (Susan Sarandon) frente a la ventana con la que comparte casi puerta siendo, sin embargo, unos grandes desconocidos.
Sobrevivir al derrumbe. Una de las películas de la etapa estadounidense del director francés Louis Malle, León de Oro en Venecia.
Una impactante escena de apertura de la película, iconografía de la historia del cine con esos limones cortados y restregados sensualmente por brazos y pecho de Susan Sarandon, ensalzados por la Norma de Bellini, momento álgido que quita la respiración de Lou Pascal y que tendrá una explicación mucho menos glamurosa y sensorial.
Louis Malle, en su etapa americana, corta pronto esa iluminación dorada del jugoso momento para introducirnos en un tono gris y crepuscular con una pareja de jóvenes de aspecto desaliñado que se acerca andando por la carretera con una central nuclear al fondo.
La alegría de la chica al llegar a Atlantic City y expresar: “señal del cielo”, viendo un elefante con la trompa hacia abajo con un WELCOME y la detonación de un gran edificio no contagian demasiado optimismo. El director va presentando los personajes de forma paralela, sin aparente conexión, pero estos llegarán por diversas razones a confluir provocando un derrumbe vital en cada uno de ellos. El chico es un traficante de drogas, marido de Sally, del que huyó hace muchos años de Canadá y la chica es su hermana, que llega con un avanzado embarazo. Peripecias del destino hacen que contacten con el corredor de apuestas, que se verá inmerso en un breve negocio de cocaína, que aprovechará para obtener el reconocimiento que nunca tuvo y un acercamiento a su deseada vecina.
Un personaje el de Lou con vasos comunicantes con el Príncipe de Salina de Il gattopardo, desde luego no por su origen social, pero sí en esa certeza de que la vida se le escapa de las manos y de que los momentos de seducción se pueden agotar en un último baile del que alejarse con lágrimas en los ojos. Pero sentimos que en esta ocasión existe un pequeño acto de “justicia” con aquel aristócrata que se dolía amargamente del final irrevocable de una época y de su capacidad de desear y ser deseado. En un ambiente de fatalidad, de melancólico desencanto, tiene cabida el milagro del rejuvenecimiento, una efímera, pero necesaria centella que desate las segundas oportunidades, tanto en la pasión amorosa y sexual, como en provocar un vuelco vital por el que seguir en la brecha. Este corredor de apuestas, paseador de perros cursis, privado de carácter, necesita un golpe de suerte mientras cada día plancha con mimo su única corbata echándole agua con una botella reciclada de Cocacola, se arregla y se coloca una gabardina que le dan un aspecto de decadente elegancia y se ahoga en un asfixiante apartamento en un edificio pendiente de demolición.
Gráfica y atinada descripción de un señor con una constante necesidad de falsa apariencia, con una vida edificada en la mentira, depositario del sabor a fracaso; como esa ciudad que fue el paraíso décadas antes, “el pulmón de Philadelphia”, pero que ha colapsado, agonizando entre drogodependencia, delincuencia y desempleo; que se desmorona entre derribo y derribo de míticos hoteles y edificios para convertirse en Las Vegas ruidosa y deshumanizada de la costa este. Una ciudad que añora el esplendor del pasado, la luz de su paseo marítimo frente al océano, pero que Malle nos presenta otoñado, apagado, dinamitando la idea del sueño americano. Una ciudad desolada que sirve de telón de fondo en la que se mimetiza ese biotopo humano que vive en sus trastiendas. Con la irónica, única y casi desapercibida referencia cultural de una exposición en un museo del pintor Norman Rockwell en un anuncio al lado de la escena clave de la cabina al inicio.
Atlantic City se hunde en su propio y artificial intento de regeneración económica.
Nunca una ciudad había simbolizado tanto la decadencia como Atlantic City, muy alejada de lo bello y decaído de Venecia, por ejemplo, ciudad también asomada al mar, pero con diferente declive. Atlantic City se hunde en su propio y artificial intento de regeneración económica, expulsa cualquier atisbo de felicidad construyendo personas que se traicionan, cuya máxima aspiración es escapar de allí buscando un futuro mejor. Esperanza que aprovechan personajes sin escrúpulos como el jefe de Sally, que le imparte un extenuante curso nocturno para aspirar a ser la primera mujer croupier en Montecarlo, mientras de día se consume abriendo ostras para los clientes del casino en que trabaja. Un interesado Pigmalion que la embauca con casetes de ópera para escuchar, que la impulsa a leer y hablar francés para obtener la distinción y formación necesarias, pero que esconde espurias intenciones. Un personaje, a mi entender, escasamente dibujado y en el que el gran Piccoli no puede desarrollar bien su talento.
Como personaje mejor dibujado tenemos a la citada Grace, que vive en su abigarrado y minúsculo apartamento entre recuerdos y pasado mejor en un aparente síndrome de Diógenes, que se le precipita de sus paredes y alrededor de su cama. Una aspirante a un concurso de belleza de medio pelo que protegerá Lou en la juventud y a la que se ha mantenido ligado de forma entre amorosa y enfermiza. Grace conoce más que nadie sus secretos, sus debilidades, le maltrata, pero le necesita. Otro juguete roto, vestigio de épocas doradas, en el que lo ilegal, la prostitución, la mafia y las armas eran motivo de gloria, añorada por los que van a ser desalojados de sus habitáculos y que se duelen de la legalización del juego.
Una película construida a base de miradas.
Una película construida a base de miradas. La mirada escondida a través de la ventana en penumbra cada noche. Esa mirada inquieta, ávida de conocimiento, pasional y vital de Sally, que busca aprender en la aparente seguridad y protección de Lou cómo cambiar, cómo salir del agujero. Mirada de él en la comida del restaurante de certeza, de sabiduría, de vestir un traje y zapatos blancos de otra época como el mejor de los atuendos, de comportarse como si entendiera de vinos caros, diera generosas propinas todos los días con tal de seducirla y hacerla sentir protegida. Miradas de complicidad entre penumbra en el desvelo del secreto de cada noche en las ventanas frente a frente… Y una mirada clave, la de él, impotente, inerme ante la evidencia de saberse un perdedor, que ha sido incapaz de auxiliarla, un fracasado y cobarde que se agarrará a una determinación que cambie su vida para siempre.
Un neo-noir sencillo, dramático, con escasa espectacularidad a pesar de los crímenes, seco en algún pasaje; que nunca se regodea en lo sórdido, no juzga la amoralidad de sus personajes y que acaba con un gran final de dos seres orgullosos uno de otro, que han apartado un patetismo vital encontrando a su forma la dignidad; seres anacrónicos luchando por sobrevivir al desplome de un mundo que se tambalea.
TÍTULO: Atlantic City. AÑO: 1980. DIRECTOR: Louis Malle. DURACIÓN: 104 min. PAÍS: Canadá, Francia. INTÉRPRETES: Burt Lancaster, Susan Sarandon, Michel Piccoli, Kate Reid, Hollis McLaren, Robert Joy, Al Waxman. MONTAJE: Suzanne Baron. DIRECCIÓN DE FOTOGRAFÍA: Richard Ciupka. MÚSICA: Michel Legrand. PRODUCCIÓN: France 3. Denis Heorux, John Kemeny, Gabriel Boustany, Justine Heorux. GUION: John Guare. VESTUARIO: François Barbeau. GÉNERO: Neo-noir. PREMIOS: León de Oro-Mejor película en el Festival de Venecia. BAFTA- Mejor actor y Mejor dirección. David de Donatello- Mejor actor.