Se presentó en mi puerta y como todo buen vendedor no tardó en colarse en casa y extraer con quirúrgica precisión los datos que necesitaba. La inflexión cálida de su voz y el verde escrutinio de su mirada me convirtieron en la mecenas de un montón de cosas que no quiero: litografías, enciclopedias, la biografía del Papa… Después de varias semanas, en el último talón, debajo de la cantidad no rubriqué con mi firma, sino con un «te quiero», grande, redondo, de trazo preciso y caligrafía exacta. Ahora cada vez que regresa me regala un marca-páginas, pero como soy tan miedosa nunca los miro; por si no hubiera escrito nada.