A punto de terminar el año del cuarto centenario de la muerte de William Shakespeare, los microrrelatistas de Amanece Metrópolis hemos querido sumar nuestro modesto granito de arena a los miles de celebraciones de su talento que se han sucedido en todo el mundo. Y lo hacemos como buenamente podemos, con un relato. Ya que la producción del autor es tan extensa, decidimos elegir seis obras teatrales al azar y plantear con ellas un pequeño juego, Shakespeare encadenado. Consistió en asignar dos obras a cada relatista. La primera de ellas habría de ser el título de su micro, y la segunda, las palabras que cerrarían el texto y que, a su vez, se convertirían en título del relato del siguiente autor. El tema, lo que a cada uno le sugiriesen las obras que le habían correspondido.
Aquí les dejamos nuestra cadena shakespeariana. Esperamos que disfruten de su lectura tanto como nosotros disfrutamos engarzando sus eslabones.
COMO GUSTÉIS – Susana Revuelta
El mismísimo día del entierro del duque de Bois, la convivencia en palacio comenzó a hacerse insoportable. Bien es cierto que el aparente sosiego que reinaba entre aquellos muros (que por muy de piedra de sillería que fueran se oía todo) no se parecía ni de asomo a lo que el difunto hubiese esperado.
El desmadre comenzó apenas abandonaron el camposanto. El heredero, Oliverio, se vino arriba con su nuevo estatus y Orlando, el hermano menor, habiéndose librado por fin del férreo control parental «que si a ver cuándo aprendes a galopar como Dios manda, que si no comas el jabalí con los dedos, que qué horas son estas de llegar al ducado» se largó a vivir a una cabaña del bosque con su novia Rosalinda, bisexual ella y, por qué no decirlo, un poco puta también, que en cuanto se aburrió de magrearse con los pastores de por allí invitó a su prima Celia a pasar unos días con ellos.
Total, que un día amaneció Orlando en el suelo enredado en un lío de brazos, trenzas y vaginas abiertas. Y mientras contemplaba en un espejo su barba enmarañada y las ojeras que afeaban su rostro juvenil, se dijo: ¡Basta! Bueno, también influyó el acordarse de que en breve comenzaría el torneo anual de tiro al arco. Y eso no pensaba perdérselo.
—Oye, Rosalinda —dijo echándole un jarro de agua en la cara a la muchacha, que roncaba hecha un ovillo sobre una esterilla—, que me vuelvo a la corte. Me apetece darme una ducha. ¿Tú qué haces, te vienes o qué?
La joven se frotó la cara y vio que Orlando iba en serio; miró a los pastores que pululaban alrededor y a su prima despatarrada y, con una resaca que tardaría días en quitar, decidió seguirlo.
E hizo muy, pero que muy bien. Porque a Oliverio le dio por abrazar la fe, irse a un convento, mandarlo todo a tomar por saco y dejarle el ducado en herencia a Orlando. Y así se cumplió su destino de convertirse en duquesa, porque «aunque no lo sepamos, desde que nacemos, la suerte está echada», como dijo Julio César.
JULIO CÉSAR – Ana Fúster
El dedo de su abuelo sobre aquella foto de la Pequeña Enciclopedia. El escalofrío al comprender a la vez que Charlton Heston en qué planeta estaba. El sabor a chicle en la boca de Silvia. El sabor a primer cigarro en su propia boca. Los sobresalientes en latín. Paula. La muerte prematura de su padre. Matrícula de Honor en Derecho Civil. El trabajo en el mejor bufete de la región. Los triunfos caso tras caso. El divorcio de Paula, que no solo le es infiel sino que además lo parece. Sus primeros escarceos con la política. Patricia, sutil como un aroma a jazmines. El Vals del Emperador el día de su boda. Los pactos en voz baja. Ser nombrado consejero. Llorar con Patricia los abortos. Guardar a buen recaudo las anotaciones manuscritas, los números y claves. Llegar a senador. Tener de mano derecha a Víctor, joven y brillante. Ir a esquiar a Gstaad una vez, varias, muchas. Ser detenido en su propio despacho. Enterarse de quién lo ha denunciado. Recibir aún de pie las puñaladas del juicio mediático. Derrumbarse al conocer que Víctor lo supo todo por Patricia, que llevan un año liados. Recordar con la persistencia de un moscardón la foto de César que su abuelo le señalaba en la enciclopedia. Saber que la suerte está echada. Comprender, esta vez de verdad, en qué planeta está. Proyectar día tras día sobre la pared de la celda los fotogramas de su vida, que se suceden con la opresión asfixiante del sueño de una noche de verano.
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO – Susana Peral
Su cuerpo sentía una gran tormenta tras pasar una larga noche en vela. Horas sin luz en todos los sentidos, pensando en la oscuridad, en el lado gris de algo que no había querido ver.
Esperanzas perdidas, sueños machacados es lo que tenía. En verdad ya no quedaba nada, al menos de lo que anhelaba, la confianza depositada se esfumó por una frase cortante y seca de la noche anterior. Descubrió una mentira detrás una justificación, pudiera ser piadosa para no herir, pero a ella eso no le valía. Lo que le dolía era la falta de franqueza, ya que la verdad que había, la sabía y no le molestaba.
No hubo traición, pues no existía más compromiso que el de la lealtad directa en palabras, solo desilusión que mataba la vitalidad que todo aquello le daba, con pequeños detalles de voz y texto, no necesitaba más, ni regalos, ni tiempo, solo la verdad que existía antes.
Sueño, seguía teniendo sueño, pero no de cuerpo si no de alma, esa que se había quedado vacía y que anhelaba mucho, más de lo que debía. Ahí en su imaginación dibujaba conversaciones para aclarar lo ocurrido, con el miedo contenido de soltar su gran carácter en el momento menos indicado.
Ella buscaba la parte positiva de todo, hasta de las propias desgracias que enseñaban la dureza de la vida. Desde esa mirada limpia y rebelde que cultivó desde la infancia, veía todo con colores vivos, nunca grises y sobre todo de frente, siempre de cara. Ahora no sabía cual sería su rumbo.
Le gustaba ir contracorriente, independiente y a veces un poco arrogante, pero en esa última noche de verano ya no sentía esa fuerza interior que la caracterizaba. Presentía que había llegado la hora de ser la fierecilla domada.
LA FIERECILLA DOMADA – Juan Antonio Vázquez
El primer día que la nueva jefa apareció por la fábrica se presentó a sí misma como la flamante Mesías capaz de obrar el milagro de la multiplicación de los pedidos y los albaranes. Debimos sospechar que era ese tipo de persona que se lo tomaba todo demasiado en serio al ver cómo se agitaba con nerviosismo impaciente y maldecía el reloj cada vez que la busca del minutero malograba la oportunidad de ensamblar alguna pieza más. Sin dudarlo, abolió los descansos para fumar, estableció sueldos a comisión, impuso multas por bostezar y se convirtió en el azote de los asuetos para mirar el whatsapp. Por nuestra parte contraatacamos erigiendo como nuevo enlace sindical a Petruccio, un buen mozo italiano, guapo, alto, fornido, de mirada profunda y músculos espartanos que enviamos a negociar con premura. Entre todos hicimos una colecta para enmarcar sus encuentros en restaurantes románticos al cabo de algún paseo por la ciudad o alguna representación de teatro. Una cosa lleva a la otra y desde entonces todo ha vuelto a ser normal. Ella se queda los días encerrada en el despacho suspirando y ya no le importa que se cumplan los objetivos, así que en planta estamos todos de acuerdo que ese es el camino y que los ratos que pasa junto a nuestro comisionado no son, en ningún caso, trabajos de amor perdidos.
TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS – Eva García
Rebuscó por todas partes: en la papelera, entre los matraces, en el cajón de muestras… Nada. Miró con recelo al chimpancé, que, sentado sobre una caja, le observaba con una expresión extraña mientras mordisqueaba un palito.
Se paró a pensar, pero fue inútil: sólo recordaba el poso de fango que dejaban en su corazón al leerlas y la ilusión de la primera que recibió cuando propuso el experimento a sus alumnos: sobre rosado y corazoncitos horteras en vez de puntos sobre las íes. Olía a violetas mustias.
Le sorprendió detectar en las siguientes, y así lo hizo constar en su informe, huellas reales de besos furtivos, papeles perfumados de auténtica desesperación, indudables rastros de tristeza salada, aromas claramente picantes, letras inquietas y temblorosas escritas a ritmo de taquicardia. Eran más de cien las cartas, material de estudio del comportamiento humano, que llegaron a su despacho tras la petición: misivas floridas que chorreaban sentimientos pegajosos, cargadas de palabras falsas, expresiones manidas, deseos absurdos, mentiras piadosas, autoengaños, promesas imposibles y pasiones indeseadas.
Le provocaba auténtica curiosidad científica aquella ceguera que enajenaba a la gente hasta el punto de entregar su corazón a cualquiera y atreverse a hacer ridículos espantosos.
Ahora le urgía encontrarlas.
Para no caer en aquellos horribles errores ajenos. Para entresacar lo que pudiera servirle.
Y aunque sabía que lo de las mariposas del estómago era una casposa estupidez, no se le ocurría de qué otro modo describir lo que sentía.
Porque había conocido a Catalina, la encargada del primate.
Y él necesitaba decirle muchas cosas que no sabía expresar. No podían ser suyas las ñoñerías que se le pasaban por la cabeza, los tartamudeos y rubores que había empezado a padecer en su presencia. Se estaba volviendo loco.
Al darse la vuelta para seguir buscando las vio, amontonadas, junto al mechero Bunsen. Y casi al mismo tiempo se percató de que el palito con el que había estado jugueteando el malicioso animal era una cerilla.
―¡Noooo….! ¡Hamlet!
HAMLET – Aida Cima
A las cinco de la mañana me desperté empapado en sudor. Desde que mi padre decidió irse a criar malvas, las pesadillas eran recurrentes. En los sueños, Toby y yo estábamos dando uno de nuestros habituales paseos nocturnos. Las calles estaban curiosamente desiertas y la ciudad se cubría de una niebla espesa y blanquecina. El eco de nuestras pisadas era el único sonido que nos acompañaba a mi perro y a mí. Siempre en el mismo punto del camino, Toby empezaba a ladrar frenéticamente a una sombra que emergía de un callejón. Mi miopía y la escasa iluminación de la calle me impedían verle el rostro a aquella figura que se acercaba a nosotros con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. A medida que se aproximaba, podía apreciar su atuendo. Una americana gris marengo, una camisa blanca y una corbata burdeos. Era el traje que llevaba mi padre la última vez que le vi con vida, justo antes de que se precipitara con el coche por el acantilado. Mi corazón se aceleraba a medida que Toby ladraba más fuerte y el hombre avanzaba hacia nosotros. De repente, un coche aparecía derrapando por la izquierda y justo cuando iba a atropellar a aquella extraña figura con la ropa de mi padre, me despertaba. Pero nunca lograba verle la cara.
Me levanté y fui al baño. Mi reflejo en el espejo era el resultado de noches de insomnio y cansancio acumulado desde que había vuelto de Dinamarca. Decidí escaparme al poco de acabar la carrera, en España no tenía nada que hacer. Estuve años
sin volver a casa, pero aquellas Navidades, decidí venir con Amelia.
Tenía 16 años cuando descubrí que mi madre se acostaba con mi tío. Aquel día había salido antes del instituto y llegué pronto a casa. Les vi. Se lo conté a mi padre. Él no hizo nada, les perdonó a los dos, a su mujer y a su hermano. Por eso hui. No podía explicarme cómo después de aquello mi tío podía seguir trabajando en la empresa. Mi padre le había metido a llevar las cuentas cuando le echaron de su anterior trabajo.
No tenía sueño ni ganas de volver a la cama, así que me senté en la cocina con una taza de café entre las manos que no había probado cuando las agujas del reloj marcaron las nueve y el teléfono sonó.
— No entiendo nada Jaime, la gestión de las cuentas desde que tu tío se hizo con la contabilidad es suicida. ¿Cómo pudo tu padre consentirlo? —era nuestro abogado—.
«¿Cómo pudo tu padre consentirlo?», la pregunta resonó en mi cabeza de forma atronadora. Cómo pudo consentir tantas cosas y mantenerse impasible ante todas ella.
Fui a casa de mi madre. Las puertas de los armarios estaban abiertas, no había nada dentro. Los cajones, vacíos. En casa de mi tío, nadie respondió al telefonillo.
Se habían escapado, como yo quince años atrás. Encajé las piezas y deduje que mi padre lo había descubierto todo: solo y arruinado. Empecé a caminar sin rumbo fijo, recordando el último día que nos habíamos visto, el día de Nochebuena con su traje gris.
Cuando volví al presente, me di cuenta de que me había alejado mucho del centro caminando y decidí coger un autobús para volver a casa. Me dormí durante el trayecto. De pronto, estaba de nuevo con Toby. El hombre con americana marengo se aproximaba a nosotros. Toby ladraba. Pero esta vez no apareció ningún coche. La sombra llegó hasta donde estábamos nosotros, se detuvo y levantó la cabeza. Era él.
— ¿A qué has venido, papá?
— A despedirme de ti una segunda vez. «Suerte es poder despedirse dos veces». ¿Puedo darte un abrazo?
Alguien me dio unos toques en el hombro. Era el conductor, el autobús había llegado a su destino. No había nadie más, solo yo.
«Como gustéis», susurré mientras me bajaba. Me detuve en la acera y alguien me abrazó.