Como un azucarillo diluido en agua. Así se desvanece la infancia de la memoria hasta que el tiempo nos la posa ante los ojos con mano piadosa. A veces como un puño que atenaza la garganta. Quizás por eso me he acordado hoy de Ramona bamboleando su contorno bizcochado por el pasillo hacia la luz de la tarde. Ramona grande. Ramona regazo. Trae el peinador recién planchado y el agua de violetas de París. La abuela está en la galería, de espaldas a la alameda, las canas lavadas le brillan como cidra hilada. Las tenacillas humeantes van trazando bucles, caracolillos y ondas. Sin permiso para traspasar el umbral, me imagino muchos años después sentada en esa misma silla baja mientras Ramona me riza el cabello. Pero un mal día la ilusión se alejó con ella y su maleta por la calle de la Estación. Aquella misma tarde, la abuela puso en mis manos los artefactos de peluquería. Con miel seca en las avellanas de sus ojos, ordenó que, a partir de ese momento, se me sirviera el almuerzo en la cocina.