Comentario sobre BESPALOFF, Rachel: De la Ilíada. Minúscula, Barcelona, 2009.
Las fechas importan. En el 2019 moría Harold Bloom y en el 2020 lo acompañaba George Steiner. Hay muchos escritores y muy buenos, pero no hay, ahora menos que nunca, tantos grandes lectores. Por eso pienso que sea oportuno rescatar a una lectora que fue muy grande, aunque fuese pequeña su obra, y bruscamente interrumpida por mano propia la vida. Bespaloff representa un poco la historia afligida de Europa en el siglo XX. Una judía búlgara nacida en 1895, hija de intelectuales, que vivió durante su infancia en Kiev, se trasladó a Ginebra con la familia, estudiando música y danza, aspecto sobre el que estoy seguro de que hablaremos otra vez. En 1919 la vemos en París, tal vez en el momento más fértil de su vida, debido al contacto estrecho con León Shestov, Gabriel Marcel y Albert Camus, esto es, en la órbita de aquello que se llamó existencialismo. En 1942 emigra a Estados Unidos, huyendo del nazismo, y en 1949 se quita la vida, después de cincuenta y cuatro años y demasiados países, continentes y derrotas a cuestas. Hoy estamos otra vez en guerra en Europa, singularmente en Ucrania, en la bella Kiev de su infancia, porque escribo estas líneas en marzo del 2022. Y es de la guerra, de lo que sobre ella escribió Bespaloff, de lo que hablamos. De la más antigua de ellas y de la virtud de la epopeya, como la que Bespaloff halla en Tolstoi y Homero, porque «en Tolstoi y Homero, la fuerza de la castidad no es lo contrario de la sensualidad, sino su manifestación más auténtica. Dicha fuerza sostiene la voluntad de expresión mientras frena el poder de sentir: es el dique que retiene el agua lisa antes de que esta se quiebre, y permite que cada entrelazamiento del follaje se refleje en ella con su retazo de cielo. Reconocemos la fuerza de la castidad en esta poesía, a la que basta un indicio, un vestigio, para evocar lo más agudo y lo más furtivo de la sensación con palabras que saben cómo no marchitarla. Adivinamos su presencia en este arte de hacer transparente la carne, de desnudar las pasiones con una palabra breve, de decir lo extremo con mesura y el exceso sin exceso: la inmersión en el abismo de la guerra, pero también el vuelo en la paz de las constelaciones.»[1]BESPALOFF, Rachel: De la Ilíada. Minúscula, Barcelona, 2009, p. 53.
Este fragmento de prosa exquisita, que no es sino una metáfora de metáforas, un transporte o desplazamiento como el discurrir de la contención ardiente del estilo a través de la naturaleza, nos indica bien a las claras cuál es la dimensión de la escritora a la que nos acercamos. Dice Hermann Broch, en su postfacio, que por sí mismo exigiría otro comentario, que como en el mito, el niño y el anciano miran a lo esencial (p. 86). Por eso Homero habla todavía hoy, porque siempre somos ancianos con respecto a la mirada que inaugura. Sabemos que a Bespaloff no le resultó fácil dar a la imprenta este ensayo, que lo adelgazó mucho más allá de la propuesta inicial a base de tachaduras y correcciones, agitada por todo aquello que le parecía ya dicho por Simone Weil a propósito de La Ilíada homérica. En efecto, Weil es en sí misma una hábil lectora, como cada vez se hace más notable para nosotros mismos, a propósito de Platón, Spinoza, Maquiavelo, la literatura taoísta o Rousseau, y sobre lo que Carmen Revilla y Emilia Bea han editado una colección imprescindible, en una serie argentina sobre el arte de leer.[2]REVILLA, Carmen y BEA, Emilia, Eds.: Simone Weil. Katz/EUDEBA, Buenos Aires, 2018. Antes mencionábamos a Harold Bloom, y nadie mejor que él comprendió que la transmisión literaria está bien lejos de resultar un proceso regular, estando sometida a accidentales malas lecturas poderosas (misunderstandings), para desprenderse de la ansiedad de la repetición,[3]BLOOM, Harold: La angustia de las influencias. Monte Ávila, Caracas, 1973. y algo así es lo que ocurre entre Rachel Bespaloff y Simone Weil. Por cierto que Bloom no apreció singularmente lo que juzga una interpretación espiritualista de Homero por Simone Weil, y suponemos que, por lo mismo, tampoco podría hacerlo a propósito de la de Bespaloff, para quien Weil suministra, por así decir, el armazón teórico, pues «en el sentido de Weil el espíritu humano se refiere esencialmente a la imagen conceptual característica del ruah-adonai, el espíritu o aliento del Señor, insuflado en las fosas nasales de la figura de arcilla de Adán. (…) En términos de Homero, Weil debería haber atribuido el rencor justificable de Aquiles y Héctor hacia los sometimientos de la fuerza humana a la fuerza de los dioses y a la fuerza del destino. La Ilíada no considera a los hombres como espíritus aprisionados por la materia; Homero no es San Pablo. En la Ilíada los hombres son fuerzas que viven, perciben y sienten, pero la vitalidad, las percepciones y las emociones no están integradas.»[4]BLOOM, Harold: Poesía y creencia. Cátedra, Madrid, 1991, p. 33. En efecto, Homero no es San Pablo, pero tampoco es Nietzsche, contra lo que sugiere Harold Bloom. Y para deducir tal cosa es preciso entender que el último canto de la Ilíada es un milagro, tal vez, pero no un accidente.
El espacio de la guerra, tal como lo entiende Simone Weil, nos pone ante la igualación brutal de la fuerza, lo que supone entre otras cosas que los estasis temporales de la memoria y de la prognosis queden en suspenso, pues «el pensamiento de la muerte no puede sostenerse sino a través de destellos, en cuanto sentimos que la muerte es posible en efecto. Es verdad que todo hombre está destinado a morir y que un soldado puede llegar a viejo entre combates, mas para aquellos con el alma sometida al yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el porvenir, no es la misma que para los otros hombres. Para los otros la muerte es un límite impuesto de antemano al porvenir; para ellos es el porvenir mismo, el porvenir que les asigna su profesión. Que los hombres tengan como porvenir la muerte, esto va contra la naturaleza. (…) El alma sufre la violencia todos los días. Cada mañana el alma se mutila de toda aspiración, puesto que el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar por la muerte. De esta manera la guerra borra toda idea de objetivo, incluso la idea de los objetivos de la guerra. Ella borra el pensamiento mismo de poner fin a la guerra.»[5]WEIL, Simone: L’Iliade ou le poème de la force. Éditions de L’Éclat, Paris, 2014, pp. 65-66. En efecto, la desdicha, que es la gran señora de todas las guerras, y sobre todo para los civiles, se convierte en un parásito del alma, como bien recuerda Josep Otón en un luminoso ensayo sobre el silencio divino y el encuentro en Simone Weil.[6]OTÓN, Josep: Simone Weil: el silencio de Dios. Fragmenta, Barcelona, 2008, p. 141.
Bespaloff sabe que el libro de Weil sobre la Ilíada, ese poema de la fuerza a la vez exhaustivo y conmovedor, nos conduce a la misma situación que reconoce también en la novela de Albert Camus: «Recordemos que el tema central de su obra es la condena a muerte. (…) Sabemos de sobra que los inventos más diabólicos del hombre no hacen más que imitar los suplicios de la vida. En principio, el acto de infligir la muerte sin aceptar el riesgo de morir, en la medida en que transforma a un ser humano en cosa, pone las bases físicas y metafísicas de la tortura.»[7]BESPALOFF, Rachel: El mundo del condenado a muerte. Las encrucijadas de Camus. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2021, pp. 75-76. La muerte, que es el horizonte de la fuerza, supone para Simone Weil un compromiso entre el humano y el cadáver. Que un ser humano sea una cosa parece contradictorio desde un punto de vista lógico, pero cuando lo imposible se ha vuelto real, la contradicción en el alma se ha vuelve también desgarro. Es la desgarradura que tanto ella como Bespaloff adivinan en el esclavo, en el soldado sin futuro o en el refugiado. Ambas son herederas, en realidad, de una tradición que separa ontológicamente a las personas de las cosas, a lo que se es de lo que se tiene, pero que si nos ceñimos, como hace Roberto Esposito en un vibrante ensayo,[8]ESPOSITO, Roberto: Le persone e le cose. Einaudi, Torino, 2014. a las instituciones del derecho romano, a la teología o a la biopolítica, no menos que a las solicitudes de la tecnología, puede deconstruirse en casi cada una de sus oposiciones sumarias. De hecho, el existencialismo, junto con la teoría marxista de la reificación, subsidiaria a la noción del fetichismo de la mercancía, pueden que sean las dos últimas construcciones filosóficas, el brillante ocaso, de dicha dualidad, de tal manera que el posthumanismo coincide con un cierto hiperrealismo de las superficies, exhibidas ya sin espesor alguno, en una especie de obscenidad ausente de deseo, como la que explorase Jean Baudrillard.
Por otro lado, y no es casual, Camus será el gran valedor y editor de Simone Weil, de la que afirma incluso haber recibido una especie de pureza y de castidad interpuesta, vicaria, como anota en 1951, tal vez como apunte para una novela: «Yo, que desde hacía mucho tiempo vivía gimiendo en el mundo de los cuerpos, admiraba a quienes, como S.W., parecían escaparse de él. Por mi parte, yo no podía imaginar un amor sin posesión y, por consiguiente, sin el sufrimiento humillante que constituye el destino de quienes viven solo para el cuerpo. (…) Mi paraíso estaba en la virginidad de los otros.»[9]CAMUS, Albert: Ensayos. Aguilar, Madrid, 1981, p. 1331. Esa contención, que en Weil es tanto una manera de no decir como de no hacer, en un doble ejercicio de contención, la halla también Bespaloff en el estilo de la escritura de Camus, que describe como una suerte de realismo críptico. Es que estamos en la orilla del existencialismo, pues, como sugiere Hermann Broch, «la suprema realidad de la fuerza ciega, como la naturaleza de la naturaleza, como su ley inexorable, representa una conexión con la metafísica del existencialismo. La filosofía es una lucha sin fin contra los vestigios del pensamiento mítico, y un combate constante para lograr una estructura mítica con una nueva forma, una lucha contra la convención metafísica y un combate para construir una nueva metafísica.» (p. 92).
Todavía hemos de rescatar a Bespaloff, atorada por la ansiedad, un poco como el paciente del caso de los sesos frescos que describe en una presentación de enfermos Jacques Lacan. Tenemos noticia de que hizo, rehizo, mutiló y borró hasta que se libró de una cercanía demasiado estrecha e intolerable con el ensayo de Simone Weil. Tal vez lo consiguió tan bien y hasta tal punto, que la vecindad de la que pretende desprenderse se nos antoja hoy en cierto modo una estructura irreal, en cierto modo delirante, porque lo único que se percibe es que se mueven dentro de un mismo juego de lenguaje, no que digan, ni mucho menos, lo mismo. Para empezar, Bespaloff, lejos de proponer la epopeya homérica como la confirmación de una filosofía previa, dispone los nombres de su dramatis personae, con un retrato psicológico esencialista. Por ejemplo Héctor, que «lo ha padecido todo y lo ha perdido todo, salvo a sí mismo. Dentro del mediocre grupo de los hijos de Príamo, solo él es príncipe, creado para reinar. Ni superhombre, ni semidiós, ni semejante a los dioses, sino hombre, y príncipe entre los hombres.» (p. 7). O Helena, «Homero reserva la figura más severa, la más austera, para la mujer que encarna en su poema la fatalidad erótica. Envuelta siempre en largos velos blancos, Helena atraviesa la Ilíada como una penitente, con la majestad que le presta la perfección de su desgracia y de su belleza.» (p. 25). En esta aproximación psicológica se advierte el influjo de Nietzsche, culpable en cierto modo de su ruptura con León Shestov, como hay mucho de Nietzsche también en esa sátira sobre la opereta conyugal de los dioses olímpicos, igual que en una humorada de Offenbach. En cambio el planteamiento weiliano es el de lo impersonal, puesto que la presunta gnóstica sabe que la redención no viene del alma, casi toda ella sierva de la gravedad, sino del paso al límite con el fulcro del cuerpo. Nadie como el asceta está mejor advertido de lo que puede un cuerpo. A pesar del amago cómico, se impone en Bespaloff sin embargo la seriedad: «Contrariamente a lo que afirma Nietzsche, Homero no es el poeta de la apoteosis. Lo que este exalta y santifica no es el triunfo de la fuerza victoriosa, sino la energía humana en la desgracia, la belleza del guerrero muerto, la gloria del héroe sacrificado, el canto del poeta en los tiempos futuros; todo aquello que, vencido por la fatalidad, sigue desafiándola y la supera.» (pp. 41-42). Y esto es lo que Harold Bloom, él mismo travestido de nietzscheano, igual cuando loa a Falstaff que cuando denigra a Simone Weil, podría descubrir también en Rachel Bespaloff. Nada menos que una intuición precristiana de Homero, como la que se desprende del último canto de la Ilíada, el vigésimo cuarto, que comienza con el insomnio y la añoranza de Aquiles por la hombría y el noble ardor (άνδροτῆτά τε καἰ μένος) de Patroclo.[10]HOMERO: Ilíada. Gredos, Madrid, 2006, p. 482. Y que tiene su cumbre en el viaje de Príamo hasta el campo del enemigo, de su genuflexión como suplicante ante el adversario Aquiles, para rescatar el cuerpo de Héctor y darle sepultura, esto es, para devolverle la naturaleza de persona a la cosa inerte, despertando la compasión del guerrero. Porque este es el momento que exigirá una teoría de la fuerza igualadora en Simone Weil, o que le hace afirmar a Bespaloff que el prestigio de la debilidad triunfa por un momento sobre el de la fuerza (p. 62) y de esa infinita delicadeza que es el patrimonio de la verdadera fuerza (p. 63). Hay una novela magnífica, entrañable e inteligente de David Malouf, Rescate, que recrea ese último canto de la Ilíada, en la que el viaje de Príamo a ratos tanto se parece al deambular de Quijote y Sancho, y en el que el mediador Hermes adquiere un aire equívoco, como el de un delincuente juvenil de confusa sexualidad, que no desdice en absoluto, pese al bienhumorado énfasis contemporáneo, de su antigua raíz mítica.[11]MALOUF, David: Rescate. Libros del Asteroide, Barcelona, 2009. Y esta novela elegante podría rescatarnos también ahora, cuando la guerra ha vuelto y más necesitamos imaginar la eventualidad de la paz.
Título: De la Ilíada |
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Referencias
↑1 | BESPALOFF, Rachel: De la Ilíada. Minúscula, Barcelona, 2009, p. 53. |
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↑2 | REVILLA, Carmen y BEA, Emilia, Eds.: Simone Weil. Katz/EUDEBA, Buenos Aires, 2018. |
↑3 | BLOOM, Harold: La angustia de las influencias. Monte Ávila, Caracas, 1973. |
↑4 | BLOOM, Harold: Poesía y creencia. Cátedra, Madrid, 1991, p. 33. |
↑5 | WEIL, Simone: L’Iliade ou le poème de la force. Éditions de L’Éclat, Paris, 2014, pp. 65-66. |
↑6 | OTÓN, Josep: Simone Weil: el silencio de Dios. Fragmenta, Barcelona, 2008, p. 141. |
↑7 | BESPALOFF, Rachel: El mundo del condenado a muerte. Las encrucijadas de Camus. Hermida, Paracuellos de Jarama, 2021, pp. 75-76. |
↑8 | ESPOSITO, Roberto: Le persone e le cose. Einaudi, Torino, 2014. |
↑9 | CAMUS, Albert: Ensayos. Aguilar, Madrid, 1981, p. 1331. |
↑10 | HOMERO: Ilíada. Gredos, Madrid, 2006, p. 482. |
↑11 | MALOUF, David: Rescate. Libros del Asteroide, Barcelona, 2009. |