
No creo que exista nada más inquietante que la desaparición de un niño. Numerosos ejemplos, a lo largo de la historia del Cine, han ilustrado dicho desasosiego, verbigracia, El hombre que sabía demasiado (Alfred Hitchcock), Rapto (Alex Segal) -ambas de 1956- o la inolvidable Plan diabólico (Bryan Forbes, 1964). Pero, ¿y si ese niño nunca hubiera existido? Imaginémoslo por un momento. Pues bien, El rapto de Bunny Lake (Otto Preminger, 1965) juega con esta premisa escalofriante, dando vueltas a través de un laberinto de paranoia, manipulación psicológica e inquietud gótica. No se trata, en absoluto, de una historia prototípica sobre la búsqueda de una persona desaparecida, sino, ya lo veremos, de otra cosa. Pero hagamos antes una pequeña síntesis argumental, en cualquier caso, a modo de comienzo: la protagonista es Ann Lake (Carol Lynley), una mujer norteamericana que acaba de llegar a Londres con su hija pequeña, apodada Bunny. Cuando ésta desaparece misteriosamente en su primer día en la guardería, Ann se lanza a una búsqueda desesperada. A medida que pasan las horas y nadie recuerda haber visto a Bunny, la pregunta ya no parece tanto dónde puede estar como si realmente ha existido alguna vez. El hermano de Ann, Steven (Keir Dullea), periodista, que la ha apoyado desde el principio, empezará a sospechar también de ella, y el superintendente Newhouse (Laurence Olivier, en una de sus mejores interpretaciones para la gran pantalla, relajada y natural), a cargo del caso, será quien deba determinar si la niña Bunny ha desaparecido en verdad o si todo es producto de la mente de Ann, como así parece.
Con tales mimbres, y situada en medio de las excelentes Primera victoria (In Harm’s Way, 1965) -un drama existencialista ambientado en el ataque a Pearl Harbor- y La noche deseada (Hurry Sundown, 1967) -otro drama, presuntamente antirracista en este caso-, es difícil resistirse al visionado de El rapto de Bunny Lake. Máxime cuando sabemos ya que Preminger es uno de esos directores capaces de adaptar un material literario mediocre y trocarlo en oro radiante. La idea original está basada en la novela homónima (inédita en España) de Merriam Modell, aunque su camino hasta la gran pantalla fue, desde el inicio, harto complejo. A estas alturas, sabemos cuán exigente era el realizador judío-austríaco y fueron, por ello, varios los borradores del guion que rechazó. De hecho, el propio Preminger había adquirido los derechos de la novela unos seis años antes, pero, insatisfecho con el desenlace, había aparcado el proyecto de su adaptación. Tanto Ira Levin como Dalton Trumbo intentaron complacer al director con algunos ajustes, sin éxito, y el plan de Preminger se estancó hasta que, en mitad del rodaje de Primera victoria, el matrimonio formado (entonces) por John y Penelope Mortimer halló una solución viable al problema central de la historia. Alejándose del libro, que tenía un final distinto, no incluía al personaje de Steven y estaba ambientado en Nueva York, acometieron varios y muy significativos cambios y, por fin, Preminger acabó rodando la película en Londres, en apenas dos meses. El resultado, para quienes hemos leído el libro original, supone una mejoría patente, conservando, eso sí, la tensión psicológica y aprovechando al máximo su nuevo escenario. Por ejemplo, la mansión en la que Ann y Steven se alojan al principio, en las afueras de Londres, y propiedad, en su día, del padre de Daphne du Maurier, lo que posee una conexión peculiar dados los matices góticos de la película. O la guardería, que asume todo el protagonismo en la primera mitad del filme, con sus pasillos claustrofóbicos, habitaciones ocultas y escaleras sombrías, idóneos para un sueño febril infantil. Algo a lo que, por cierto, ayuda la presencia de la excéntrica directora, interpretada por Martita Hunt –inolvidable baronesa Meinster en Las novias de Drácula (Terence Fisher (1960)-, que graba las voces de los niños para un extraño libro que está escribiendo sobre pesadillas (sic) y a quien Steven confiesa que su hermana, cuando era pequeña, tenía una amiga imaginaria a la que llamaba Bunny.

Todo para que el pérfido Preminger refuerce la idea de que la hija es, y no otra cosa, un producto de la psique herida de la protagonista. El director de fotografía Denys Coop -que tiene en su haber trabajos tan brillantes como los de Rey y Patria (Joseph Losey, 1964), The Birthday Party (William Friedkin, 1968) o El estrangulador de Rillington Place (Richard Fleischer, 1971)- baña Londres en un blanco y negro suave y elegante, creando una atmósfera, onírica y siniestra al mismo tiempo, que contribuye, en gran medida, al ambiente insoportable de la película. El trabajo de Coop sitúa la fotografía de esta película en la ola de los mejores thrillers británicos de los sesenta, bellamente rodados y trepidantes, tales como El sirviente, de Losey, o incluso las primeras películas de Polanski. Aquí no hay dureza expresionista, sino sombras que se deslizan con docilidad, oprimiendo a los personajes como lo haría una soga. El tono inquietante de la película se ve reforzado, además, por la versátil banda sonora de Paul Glass, que altera, una y otra vez, las expectativas del público. En ocasiones, juguetona, y en otras, casi caprichosa, en marcado contraste con la tensión creciente de la trama, tal yuxtaposición refleja los modos y maneras de la película. Evidentemente, la elección del reparto no es sino otro acierto. La mezcla única de vulnerabilidad, profundidad emocional y sutil intensidad de Carol Lynley contrasta con la relajada presencia de Laurence Olivier. Éste, uno de los mejores actores de teatro de todos los tiempos, interpreta al personaje, en principio, más sensato de la película. Lo cual, teniendo en cuenta lo antipático que es su superintendente Newhouse (que llega incluso a emborrachar a Ann en un pub local para ver si puede sonsacarle algo en su investigación), da buena muestra de la perversa ambigüedad del propio Preminger.
Mientras que Olivier, mostrando el nivel justo de descaro y con absoluta naturalidad, resulta perfecto en su papel, no menos lo consigue Keir Dullea, que aporta a su Steven Lake una vitola excesiva y desquiciada. A menudo no parece proyectar nada más que una especie de exterior insípido y sin embargo, cuando muestra algo, es invariablemente la presencia de una perversidad enfermiza apenas contenida. Así es como Preminger lo utiliza aquí, dentro de la locura general de los personajes de la película. Y uno no puede, claro está, dejar de mencionar a Noël Coward, que ofrece una turbadora interpretación como Horatio Wilson, el extravagante y siniestro casero de Ann. Aunque bien conocido como dramaturgo, guionista y erudito polifacético de su época, esta fue una de las pocas ocasiones en las que Coward mostró su talento interpretativo en la gran pantalla. Con esa mezcla de alegría y amenaza silenciosa, convierte a Wilson en un espeluznante dandi, envejecido, amadamado y dipsómano, con tendencia a resultar siempre inapropiado. En una escena memorable, podemos ver su colección de látigos, que muestra con orgullo a la policía. Aferrándose a su diminuto chihuahua, el Wilson de Coward le insufla substancia al colosal rompecabezas psicológico de Preminger. Otros personajes maravillosos, producto del perturbado guion de los Mortimer, son, por ejemplo, la cocinera de la escuela, una astuta matrona europea (a la que da vida la alemana Lucie Mannheim), artífice de las más insípidas y vulgares gachas para los niños, o el legendario Finlay Currie, senil director de un hospital de muñecas (sic), que, sentado en las sombras, hace las veces de enfermero de los juguetes incapacitados.

El rapto de Bunny Lake resulta fascinante también por su enfoque audaz de temas tabú. En uno de los momentos más sorprendentes de la película, se habla del aborto, algo prácticamente inaudito, proscrito incluso, en el cine británico de los sesenta. Cuando Newhouse interroga a Ann, ella revela con franqueza que tanto Steven como el padre de Bunny intentaron presionarla para que abortara. Es un momento crudo y realista que subraya el carácter progresista de la película, por más que, gracias a la habitual ambigüedad de Preminger, ninguna explicación ideológica o moral pueda darse jamás por sentada. Esta es una de las características más reconocidas -y reconocibles- de su cine como forma narrativa: su alejamiento de las certezas clásicas y la pulcritud ideológica. La falta de claridad, las inquietantes imprecisiones, las irracionalidades oníricas y el fracaso de los rasgos habituales de estabilidad y tranquilidad son algo que se observa con frecuencia, gracias, entre otras cosas, a su puesta en escena. De hecho, como escribiera un célebre cronista, ver merodear la cámara de Preminger es darse cuenta de la majestuosidad de la puesta en escena. Asistimos a una secuencia de créditos enigmática y descarada, diseñada por el genial Saul Bass, en la que la pantalla, inicialmente negra, es rasgada por una mano incorpórea para revelar, desgarro a desgarro, el extraño y misterioso mundo en el que estamos a punto de entrar y que se encuentra al otro lado. Un mundo parecido a la representación inversa de una conceptualización lynchiana, con la cámara atravesando el vacío para hallar el artificio simbólico, en lugar de romperlo. Justo después, la cámara sigue a Keir Dullea por un jardín en algún lugar de los suburbios de Londres. Una flauta suena con languidez, mientras él cruza el césped, se detiene para recoger un osito de peluche caído y finalmente se dirige a la entrada para resolver algunos asuntos con la empresa de mudanzas. La casa está vacía y, en no más de dos o tres largos travellings, Preminger nos muestra a Dullea saliendo de la casa en su descapotable, mientras la cámara lo sigue sin prestarle demasiada atención, pasando incluso por la puerta principal y girando a la izquierda a medida que se aleja. La película tiene una duración media por plano excepcionalmente alta, incluso para los estándares de la pantalla panorámica de la época.
Pero, como se trata de Preminger, sabemos que la película estará también repleta de largas tomas que se funden a la perfección entre sí. La arquitectura de sus encuadres es singular en lo que respecta a las dimensiones y su uso del formato Panavision pone a prueba, a menudo, los límites de la rectangularidad: no favorece la curvatura wellesiana, la estasis de Ford o el cinetismo de Walsh, sino más bien la fluidez de un Ophüls. Sus películas en blanco y negro, especialmente las más extrañas como son, por ejemplo, Laura (1944), ¿Ángel o diablo? (Fallen Angel, 1945), Vorágine (Whirlpool, 1950), Cara de ángel (Angel Face, 1952)o Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), son evocaciones de lo inquietante, místicas y obscuras, y a la vez tan mordaces y barrocas como las de un Buñuel. El avezado espectador encontrará un horror psicológico inexplicable que impregnaría, después, enigmáticas excursiones a lo desconocido como La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg, 1973) o El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973). No obstante, y para comprender lo mejor posible su extrañeza, hay que rendirse a las maquinaciones del suspense. De hecho, lo que distingue a Preminger entre muchos otros es que, a pesar de sus abstracciones melancólicas y sus peculiaridades patológicas, es aterradoramente eficaz a la hora de manifestar imprevisibilidad. Nos preguntamos, una y otra vez, qué va a pasar a continuación. Algunos consideran El rapto de Bunny Lake complementaria de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Sin entrar en ese debate, diré, empero, que también recuerda y es tan inquietante como cualquier obra de viejos maestros del terror como Tourneur. No habrá, además, para contribuir a su atmósfera enrarecida, ninguna de las habituales tomas de Londres, como el Big Ben o la Abadía de Westminster, sino una mansión a las afueras, un pub, un hospital de muñecas o una escuela siniestra. El final es, por cierto, uno de los desenlaces freudianos más explosivos y angustiosos jamás concebidos por una película de suspense convencional. La dirección de Preminger comienza a distorsionarse hasta convertirse en histeria, como se aprecia en un primer plano desgarrador que se acerca tanto a los rostros de los protagonistas, y de una forma tan ladeada, que casi parece que Preminger pretende romper el encuadre.

Su meticulosidad favorece el caos. Una combinación majestuosa en la que algunas de sus más concluyentes tomas poseen, en efecto, una materialidad definida: su brillo alucinatorio. Es verdad que me hubiera encantado desvelar el desenlace de la película para dar pie a un análisis, pero no quiero estropeársela a los posibles espectadores. Sea como fuere, si tuviera que resumir su horror, diría que, sin duda, reside en una sola imagen: un primer plano, lento y digresivo, de una grotesca máscara africana que yace sobre una cama. Es un non sequitur absoluto, como también el cameo de The Zombies, pero su incongruencia consolida la ambigüedad de la película, la sensación de lo absurdo del objetivo, sello distintivo de Preminger. Sus obras, ya sean dramas judiciales, misterios criminales o thrillers psicológicos, suelen situar al público en la posición del jurado o del espectador perspicaz, para que se forme su propia opinión y llegue a una conclusión satisfactoria. Quizás fue su experiencia como abogado, antes de unirse a Max Reinhardt en el teatro, lo que le hizo tomar conciencia de que el ojo/la cámara/el público era el único juez y que todo lo que se representaba ante él no era más que una discusión, un juego o un combate. Siempre le interesaron las redes que se tejen en torno a la interacción humana y su puesta en escena bien lo refleja. La escenografía, el encuadre y la manipulación física de sus planos son extremadamente complejos en términos de composición y elaboración. La simetría de Preminger es tan distintiva como la de Fritz Lang o la de Kubrick (sin resultar nunca, como en este último caso, a menudo impostada). Hay algo geométrico en su cine. Fuera de la pantalla, era la apoteosis del director europeo tiránico, un loco furioso y vociferante como Von Stroheim. También era un iconoclasta agresivo, fundamental para la ruptura de los códigos de producción, y siempre al abordaje de temas que, en aquella época, se consideraban tabú. Desafió a los censores y a la lista negra. Sus ideas políticas eran extremadamente progresistas, pero, al igual que muchos de los directores de la vieja guardia de Hollywood, se mostraba distante y evasivo en cuanto a su estilo y a cualquier coherencia temática.
Por ejemplo, ¿contenía Éxodo (Exodus, 1960) una bellísima épica en su narración de la reinstauración de Israel o escondía, más bien, críticas hostiles hacia las actitudes de la Haganá y el Irgún? ¿Se pugna, en Tempestad sobre Washington (Advise & consent, 1962), por una democracia mejorada o es, en cambio, el ejemplo preclaro de un punto de vista reaccionario gracias al que se pone en duda, precisamente, dicho sistema democrático? ¿A quién critica en verdad El factor humano (The human factor, 1979), adaptando la habitual ambigüedad de Graham Greene, a los siniestros servicios secretos británicos o a la no menos siniestra infiltración de espías soviéticos? A estas alturas, de lo único de lo que estoy convencido es que el cine de Preminger nos ofrece la oportunidad de reevaluar a un artista desconcertante, lleno de contradicciones y enigmas, a un humanista de mente abierta cuya cámara era un instrumento de análisis lírico, penetrante y, a menudo, áspero. Preminger sometía a sus personajes a juicio sin dictar nunca un veredicto definitivo, siguiéndolos por los diversos senderos de su naturaleza caprichosa para ver qué podía descubrir; se trataba de un conocedor del misterio humano cuyas largas tomas y movimientos de cámara eran, y no otra cosa, vehículos para dicha búsqueda. La de Preminger es, en cualquier caso, una figura tan misteriosa como sus propias películas, figura de la que, por su personalidad feroz, uno no esperaría nunca tal sensibilidad. Sus películas eran siempre reflexivas, nunca contemplativas, por lo que el misterio de la vida, más que un motivo de meditación, contenía una metafísica personalísima, situada en el ámbito de lo racional y lo admisible. Sus largos planos y su cámara distante pueden atribuirse a su tendencia a ver el drama como un todo espacial desde el punto de vista del arco del proscenio. Para él, el mundo era mitad escenario y mitad podio, y el auditorio tendría, en adelante, los ojos vendados para, de alguna forma, no llegar a ver la verdad última, que solo estaría, tal vez, en la mente del cirujano Preminger. De hecho, no puede decirse que haya nada más espeluznante en El rapto de Bunny Lake que la cámara del propio director.

No ya por las sempiternas tomas largas de su cine, sino por lo diabólico de la utilización de una cámara que, cuando todo corre el riesgo de resultar casi anodino, normal, deviene pura tensión gracias al repentino corte del propio Preminger. Al volver a ver la película para escribir estas palabras, hubo un par de momentos en los que la puesta en escena me proporcionó una clara sensación de contrapunto, de peligro, de juego del gato y el ratón, dentro del mismo fotograma. En su cine, un lugar -el hogar de Korvo en Vorágine o los Tremayne en Cara de ángel, pero también la sala de juicios de Anatomía de un asesinato (1959) y el sórdido Club 602 de Tempestad sobre Washington (1962)- puede aterrorizarnos o, en casos más extravagantes, poseer incluso a sus habitantes; en el melodrama, sus paredes pueden ser una prisión tan agobiante que los personajes las llevan consigo a todas partes. De alguna forma, el lugar en el que Preminger nos sitúa en su cine casi siempre tiene algo que decir sobre la naturaleza de la pertenencia y, por lo tanto, sobre la identidad: cómo se crea, se rompe o se altera. No podemos escapar al proyecto genealógico que se pliega en el escenario. Los personajes dialogan impotentes con el linaje del lugar, dentro y fuera de la pantalla. La arquitectura es narración, elemento antropológico. Su estudio, a la vez histórico y profético. Por lo tanto, es natural que una de las preocupaciones de El rapto de Bunny Lake sea la ubicación en la que se devuelven sus personajes. Destacables, además de la guardería, son el piso de Ann, lleno de máscaras y donde se ve acosada por su lascivo casero, o el pub de Maida Vale, definido por el superintendente como el corazón de la alegre y vieja Inglaterra. Tiene razón, pero no toda. Si el pub es el corazón, entonces el piso de Ann, decorado de forma estridente con esas aterradoras máscaras, tan fuera de lugar, es, por definición, una imagen más cercana a la verdad de Inglaterra.
Incluso el título resulta, en cierto modo, muy acertado y, a la vez, engañoso. Por un lado, parece desvelar el quid de la trama, al tiempo que nos engaña haciéndonos creer que se trata de una historia de detectives, en lugar del drama psicológico que va a desarrollarse. Descubrir de qué trata esta película es como determinar qué le ha sucedido al personaje principal. El rapto de Bunny Lake, al igual que Laura y Vorágine antes que ella, es Preminger haciendo malabares y entrampando al espectador. La creciente sensación de inquietud por la supuesta desaparición de la niña se ve atenuada por el escepticismo del superintendente Newhouse y la inquietud que nos produce la relación entre Ann y Steven. Los indicios de rareza, junto con la conciencia del espectador moderno de lo delicada que podía ser la línea que separaba las relaciones incestuosas en los pacatos años sesenta británicos, dejan un regusto incómodo en varias interacciones entre los hermanos. De hecho, la conversación telefónica inicial entre los dos se asemeja a la de una esposa hablando con su marido, y la policía incluso los confunde con un matrimonio antes de informar a Newhouse de que, en realidad, son familia. El parecido creíble entre Dullea y Lynley aumenta el factor repulsivo y parece oscilar entre Shakespeare y las pesadillas más foscas de Hitchcock. El uso de la canción de The Zombies (Just out of reach) también ilustra momentos pesadillescos, al más puro estilo Preminger, de forma tal que la letra alimenta, a su manera, trama, género y ritmo, que contrastan con los de la película. Olivier y Lynley están en un pub discutiendo el caso y en la televisión empieza un reportaje sobre la desaparición, que se interrumpe bruscamente para dar paso a una actuación del grupo. En apariencia, sin ninguna relevancia temática clara. Empero, creo que sirve para mostrar, a las claras, que la presunta desaparición de Bunny no halla significado alguno dentro de un contexto social caracterizado por la ausencia, el vacío y una discontinuidad general. En este punto de la narración, la sensación de desorientación es absoluta, casi más allá de lo comprensible, y la visión de Preminger termina por ir aún más lejos en sus niveles de desesperación: el espectador se cuestiona la realidad y la ficción. Sin embargo, si hay algo que nos hace confiar en Preminger es su rebeldía a reconocer lo extraño.

Los límites del cine parecen permitirlo casi todo, a ojos del cineasta, y ahí es donde, creo, debemos situar El rapto de Bunny Lake. La locura que se desata durante los últimos treinta minutos funciona como un mecanismo de relojería en la mente del director, que toma como referencia lo que probablemente debería haber sido un misterio sobre una niña desaparecida y lo convierte en uno de los dramas psicológicos más extraños y desagradables que se han hecho nunca, lleno de vacíos tácitos y oscuras disfunciones familiares, para culminar en un horror gótico y tensionado. Una cascada de giros psicológicos sin sentido que se fusionan hasta convertirse en un choque múltiple de momentos en los que uno se pregunta si cuanto vemos está ocurriendo de verdad. El rapto de Bunny Lake es otro de esos casos en los que Preminger lleva a una mujer a la locura, aquí en la forma de la protagonista de la película, una expatriada estadounidense. Esta película es un ejemplo clásico de los peligros de no creer a una mujer que, con toda la razón, se está volviendo loca mientras los hombres la señalan, se burlan de ella y humillan. En otras palabras, se trata de una historia moderna de manipulación psicológica, o gaslighting, en la que todos hacen creer a una mujer que no está en sus cabales. Allá donde va, hombres ajenos a la realidad desestiman sus frenéticas preocupaciones. Si la paranoia se considera un problema ontológico, e incluso, a su manera, una búsqueda de la validez de la propia existencia, podemos entender por qué se repite una y otra vez esta narrativa y apreciar la importancia de esta obra maestra de Preminger. Ann es como Antígona siglos atrás: busca su lugar en una sociedad construida para oponerse a ella. Sin una hija que la vincule a su comunidad, ¿quién es? ¿Existe siquiera? ¿En qué se convierte una mujer cuando desaparece su hija? ¿En qué se convierte una mujer cuando su hija nunca ha existido? ¿Qué es una mujer si no es madre y esposa? No hay mucho más tiempo para abordar aquí estas cuestiones, pero sí merece la pena subrayar que Preminger nos hace examinar nuestras expectativas convencionales sobre las relaciones y el papel de la mujer en el cine y la sociedad contemporáneos. Hay muchos elementos en esta película que sugieren ideas interesantes sobre el papel de la maternidad en la sociedad, las normas sociales que se aplican a las mujeres y las familias, e incluso la propia noción de la existencia de la mujer y cómo se define.
La relación incestuosa (implícita) entre Ann, la protagonista, y su hermano -algo que ayuda a ilustrar, por ejemplo, una de las escenas más extrañas de la película, en la que Steven fuma en la bañera mientras charla con Ann, sentada en el borde de la bañera, en un ambiente íntimo y placentero-, la homosexualidad sobrentendida de éste, la presencia (o ausencia) de la hija de Ann y las diversas parejas extrañas que aparecen a lo largo de la película crean una cacofonía de comentarios sociales que son casi imposibles de descifrar con claridad. El simple hecho de no estar casada diferencia a Ann de todos los demás personajes de la película, a merced de su hermano, tratada con condescendencia y descreída. Si no hay hija, no hay propósito. Para acentuar aún más su aislamiento y vulnerabilidad, no existen otras mujeres en la película con las que pueda luchar o crear vínculos. No hay ningún sentido de communitas femenina. Ann es la única mujer de la película que parece al menos medianamente capaz, puesto que las profesoras de la escuela son seres inútiles que pierden a sus alumnos y extravían información, la directora parece estar completamente loca y la enfermera del hospital descuida su labor y permite que Ann se escape. Es a los hombres a quienes debe recurrir para encontrar a su hija. Hegel sostenía que solo se llega a ser individuo si se pertenece a una comunidad, y que cuando se actúa de forma criminal, no se actúa como individuo. Solo cuando se pertenece a una comunidad, cuando se obedecen las normas y expectativas sociales, se existe de verdad, y cabría preguntarse hasta qué punto existe una mujer, incluso con una hija o un marido. Al menos, y con ambos, forma parte de una unidad socialmente aceptada. Sin un marido o, lo que es más importante, sin hijos, Ann no tiene ninguna posibilidad de existir, y Steven tampoco parece el miembro más preferible para la puritana comunidad británica. Cuando su hija desaparece, Ann, como mujer, no tiene otra razón para ser vista y, en la medida en que no hay constancia de la niña, tampoco hay constancia (en los registros del barco, por ejemplo) de que la propia Ann/Antígona haya existido. Sin la hija, no hay pruebas de su vida, y mucho menos de que su vida tenga un propósito.

Puede que Preminger, al canalizarlo todo hacia una figuración claustrofóbica de la psicosis individual, la regresión infantil, el deseo reprimido y el tabú del incesto, no pretendiese en absoluto que El rapto de Bunny Lake fuese un gran éxito en su estreno, pero, desde entonces, se ha ganado un nutrido -y merecido- grupo de seguidores. Su mezcla de géneros y subgéneros la convierte en una obra maestra sin tacha. En una época en la que el gaslighting es un término que escuchamos casi a diario, los temas de la película resultan extrañamente premonitorios. ¿Qué sucede cuando una mujer insiste en una verdad en la que nadie más cree? ¿Con qué rapidez puede la sociedad volverse contra alguien que se niega a ceder ante la más totalitaria de las colectividades, convencida de que tiene la verdad y nada más que aquella? Estas preguntas resuenan con la misma fuerza hoy que hace sesenta años. Si Bunny es o no real será algo que deba descubrir el espectador. Quizá, mientras lo hace, le apetezca probar un budín, como es costumbre en cualquier niño inglés, o columpiarse fuera, al caer la tarde, en el patio de su cottage. Al fin y al cabo, creo que hasta el superintendente Newhouse lo aprobaría. Y, por supuesto, si escucha pasos en el jardín o una voz que le llama, aunque no los reconozca, piense si es posible que haya perdido una niña… o si esa niña ha existido alguna vez.




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