Hace ya una semana que guardas silencio, y cómo te echo de menos. Han sido meses caminando juntos, ya en la tranquilidad de un parque o en el ajetreo de una cervecería, ya en la balconada de aquella casa de campo con el monte por horizonte, ya con el miedo y la incertidumbre en el cuerpo, atrapados por secretos desvelados, involucrados en sucesos que nos superaban. Aunque reconozco que también yo te he dejado sola muchos días, más de los que hubiese querido, en los que otras tareas me ocupaban todo el tiempo; pero aun así, siempre te he llevado en mi pensamiento, conversando contigo, abordando los problemas que nos surgían, buscando soluciones, planeando los pasos a dar.
Bien sabía que el final, inexorable, se acercaba, y, sin embargo, no he sido consciente de la soledad que me esperaba tras tus últimas palabras, que también han sido las mías. Ni siquiera dijiste adiós, tan solo explicaste tus planes de futuro, que no me incluían a mí, y todo se acabó. Al menos, me queda la satisfacción de que la joven que encontré perdida en el laberinto de una vida sin raíces, agarrada a una botella, caminado por el filo de su existencia, al fin parece que ha conseguido encontrarse y restaurarse a sí misma, anclarse a su propia historia familiar, y sonreír; y yo algo he tenido que ver en ello.
A mí, en cambio, me queda el vacío de tu ausencia. Sé que para volver a sentirte conmigo tan solo tengo que abrir el primer cajón de la mesa de mi estudio, pero sería un pésimo consuelo. ¿Qué haríamos, intercambiar algunas palabras? ¿Recrearnos en lo que ya nos es conocido? ¿Tal vez redondear algún capítulo de nuestra historia común? Esa historia ya la conocemos, ya la hemos vivido, sabemos sus secretos y su desenlace. Quizá algún día, cuando pase el tiempo, volvamos a encontrarnos. Ahora solo me queda tu ausencia, ese profundo vacío que comenzó con un diminuto punto final.