Comentario a DU MAURIER, Daphne: El río del Francés. Alba, Barcelona, 2019.
Es lo abierto, la apertura, Das Ofenne, una especie de palabra de paso que, a través del poeta Rainer Maria Rilke y del filósofo Martin Heidegger, convoca a un pensamiento poetizante, y que ahora nosotros pretendemos llevar hasta la literatura, al menos hasta la literatura como una marca de excelencia, incluso en sus maneras más populares, como es el caso de la escritora Daphne du Maurier. ¿Por qué hablo de prosa? ¿Por qué no lo hago de novela o, incluso de poesía, como tantas veces querría el corazón aventurero? Pues porque la prosa se refiere, sin obviar su connotación del hacerse mundo y del lugar de lo humano en la vida, a una manera de dar razón que es, en sí misma un abrir, como apunta Giorgio Agamben, que tan hermosos libros escribe, en el que tengo precisamente por el más hermoso, a propósito de la poesía, de tal manera que es ella la que dicta su inicio especular, la que expone como al dictado: «Cuando la poesía era una práctica responsable, se daba por sentado que el poeta debía estar cada vez en grado de dar razón de lo que había escrito. Los provenzales llamaban razo a la exposición de este cerrado fundamento, en el que Dante obligaba al poeta, bajo pena de vergüenza, a saber en la ocasión oportuna aprire per prosa.«[1]AGAMBEN, Giorgio: Idea de la prosa. Península, Barcelona, 1989, p. 33. La razón es entonces una demora en la que se abre el espacio de lo vivido, de lo narrable. Y hay una ejemplar en la novela de Daphne du Maurier, acompasada al ritmo de las mareas y que la marca con el signo de la excelencia, delimitando y a la vez llevando mucho más lejos el campo del relato: «Cuando sopla el viento del este las brillantes aguas de la ría de Helford se revuelven, se alborotan y levantan olitas que baten con furia las orillas arenosas. Cuando baja la marea las olas rompen contra la barra y las zancudas playeras vuelan tierra adentro hasta las marismas rozando la superficie con las alas y llamándose unas a otras sin cesar. Quedan solas las gaviotas describiendo círculos y gritando por encima de la espuma, hasta que alguna se zambulle en busca de un bocado y se rocía las plumas grises de destellos salinos. Las grandes olas del Canal, procedentes de más allá de la punta Lizard, embisten contra las aguas encrespadas en la desembocadura de la ría, y, mezclada con la resaca del mar de fondo, llega la corriente turbia, hinchada por las últimas lluvias, salobre por el limo, cubierta la superficie de ramas y paja, de cosas raras y olvidadas, de hojas que han caído antes de tiempo, de pajaritos y de capullos de flores.»[2]DU MAURIER, Daphne: El río del Francés. Alba, Barcelona, 2019, p. 13. (En adelante se cita número de página entre paréntesis).
No puede ser más rico, más dinámico y sonoro, este paisaje, ni la vista panorámica que nos propone, más escrita al dictado del inconsciente (esas cosas raras y olvidadas) sometida a su propio dictado, a una repetición interminable que se aloja, sin embargo, en el término y la finitud de lo que cae antes de tiempo, del duelo por lo que es arrebatado aun siendo todavía muy pequeño, como una suerte de fragilidad amenazada. Confieso que cuando escribía estas líneas también me vino a la memoria otro paisaje sonoro, me refiero a Lizard Point de Brian Eno, que es acaso su composición más impresionista, como si la paleta inspiradora de Charles Ives hubiese pasado por el ambient electrónico. La Punta Lizard suena, como suena también el comienzo de la noche en el Central Park neoyorkino. Pero es que también suenan estas líneas de Du Maurier, paseante incansable del río Helford, y del que Frenchman´s Creek no es sino un afluente. Sabemos, gracias a la magnífica biografía de Margaret Forster, que la escritura de El río del Francés le vino bien para escapar del escenario de la segunda guerra mundial, que confiesa que tiene delante de sí, por lo que necesita escapar a otro mundo. Pero ya antes de comenzar sabe que en ese otro mundo habrá de luchar con emociones parecidas a las de este, y que el pirata francés representa de manera inquietante la satisfacción de sus propios deseos.[3]FORSTER, Margaret: Daphne du Maurier. Arrow Books, London, 2007, p. 158. Sería muy largo el análisis de esta paradójica libertad del goce en medio de la cautividad. El filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek ha ofrecido suficientes pistas, que giran en torno al masoquismo femenino, con una pregunta que sirve tanto sobre la pertinencia de leer a Du Maurier como de un concepto que, al menos en los tiempos del Me Too, parece cuando menos peligroso.[4]ŽIŽEK, Slavoj: ¿Está permitido disfrutar todavía de Daphne du Maurier?, en DU MAURIER, Daphne: Los pájaros y otros relatos. El Paseo, Sevilla, 2021, pp. 9-21. La formulación de esa pregunta en términos de disfrute resulta bastante provocativa, lo que no disminuye en nada la justeza de su intuición: la de que el rasguño de la voz de Du Maurier, que a veces la hace sonar anticuada e incluso ridícula, como la de las grabaciones de los gramófonos, también es lo que la mantiene viva.
Pero no es la Cornualles presente sino una pasada, casi protegida por un in illo tempore mítico: «En aquellos tiempos los montes y los valles vivían en espléndida soledad, ningún edificio profanaba los campos agrestes ni los acantilados, ninguna chimenea asomaba por encima de los altos bosques. En la aldea de Helford había un puñado de cabañas, pero no alteraban en nada la vida de la ría, que era dominio de las aves: zarapitos, archibebes rojos, murres y frailecillos. Ningún velero entraba con la marea, como hoy en día, y esta plácida franja de la ría, en la que confluyen los brazos de las parroquias de Constantine y Gweek, estaba siempre en calma, nada perturbaba las aguas.» (pp. 13-14). El espacio del pasado es un reino protegido: «Pocos conocían la ría, salvo algunos marineros que buscaban refugio en ella cuando los temporales del suroeste los arrastraban a tierra al hacer la travesía del Canal; encontraban unos parajes solitarios y austeros, un tanto imponentes por lo silenciosos y, tan pronto como el viento les era favorable otra vez, se alegraban de levar anclas e izar velas.» (p. 14) Siendo como es el mismo espacio de Cornualles, el contraste temporal en La posada Jamaica, de 1936, se resuelve con un breve exergo, dado que tiene prisa en sumergirse en una atmósfera gótica, de relato de piratas, que debe tanto a Robert Louis Stevenson, ajeno a la prosa rememorativa de esta otra historia sentimental de piratería.[5]DU MAURIER, Daphne: La posada Jamaica. Alba, Barcelona, 2018. Digamos que en la novela de 1936 el presente supone una mejora sobre el pasado de los brutales ladrones de naufragios, mientras que en la de 1941 es el pasado el que posee los tintes del idilio frente a la banalidad moderna.
Ese cuadro de lo presente se caracteriza por una especie de profundo fracaso sensorial, como si se enfrentase a eso que Walter Benjamin conjuraba como pobreza de experiencia y suspensión de la epifanía: «Hoy son muchas las voces que irrumpen torpemente en el silencio. Los vapores de placer entran y salen dejando una estela de agua batida, los navegantes a vela se hacen visitas unos a otros y hasta el dominguero de turno, ahíta la vista de belleza sin digerir, entra y sale de los bajíos andando torpemente, con un retel en la mano. Algunas veces se abre paso a trompicones en su cochecito humeante por el camino embarrado e irregular que sale de la aldea virando bruscamente a la derecha y se va a tomar el té con otros domingueros en la cocina de piedra del antiguo edificio de la granja que antaño era Navron House, que todavía conserva algo de su anterior grandeza. Una parte del patio interior original sigue en pie, rodeando el actual corral, y las dos columnas que antes flanqueaban la entrada de la casa, profusamente cubiertas ahora de hiedra y liquen incrustado, son el sostén de un cobertizo moderno con tejado ondulado.» (pp. 14-15) La arquitectura de entonces ha sido medio abolida. Du Maurier investiga el ocaso de ese mundo, asiste a él de hecho cada vez que recorre esa provincia suya invadida. Y eso hasta el punto de que la caída irrefrenable del mundo pide una especie de retirada contemplativa, una huída lejos. A ella dedica la más espiritual de sus novelas, Monte Verità, en la que la aparición es la de lo imprevisto mismo, así como el esfuerzo de la subida parece ser una manera imperiosa del hado: «Conforme se alzó la luna, aquel hombre que ascendía con ella se volvió insignificante. Había dejado de ser consciente de mi identidad individual. La vasija que contenía mi ser ascendía sin sentir emoción alguna, atraída hacia la cima de la montaña por alguna fuerza sin nombre que parecía conseguir su poder de succión de la luna misma. Algo me empujaba, como las olas son empujadas por el flujo y el reflujo de las mareas.»[6]DU MAURIER, Daphne: Monte Verità. El Paseo, Sevilla, 2018, p. 96. En la cima, como en el itinerario místico de Juan de La Cruz, uno no halla lo que esperaba. La verdad no es la belleza y la sabiduría sino la caridad que nos permite mentir esa belleza y esa sabiduría para otros. Es sorprendente que, incluso allí, en el techo de Europa, las imágenes que le vengan a Du Maurier sean marinas, presa del elemento agua en cualquiera de sus formas. De hecho, dos de sus relatos más sobrecogedores, si se exceptúa el tour de force de Los pájaros, que es el más universalmente conocido debido a la libérrima adaptación cinematográfica de Hitchcock, tienen en lo acuático su lugar. Por cierto que su obra maestra del relato corto también está vinculada a la vida de las aves en la bahía, pero el núcleo de su potencia aterradora se desarrolla en interiores, de acuerdo con la estructura matriz que Cortázar explora en Casa tomada. En particular, y volviendo a esas dos breves piezas acuáticas, en la historia de No mires ahora se trata de la laguna veneciana. Por cierto que la muy desequilibrada adaptación de este relato por parte de Nicolas Roeg fue casi la única versión al cine que satisfizo a Du Maurier, puede que más sensible a la carnalidad espléndida de Julie Christie que, por ejemplo, a la mirada entre maravillada y cautiva del pánico de Joan Fontaine de una obra de arte absoluta como Rebecca. El segundo relato será el muy inquietante No después de medianoche, ambientado en la costa cretense, en el que también hay piratas aunque esta vez sean ladrones de esos pecios del tiempo pasado que ocultan las aguas.[7]DU MAURIER, Daphne: No mires ahora y otros relatos. La Biblioteca de Carfax, Madrid, 2020.
La transición que ejecuta ahora Daphne de Maurier en nuestra apertura es una especie de fading, muy arriesgado desde el punto de vista narrativo y que delata a una autora ya muy segura de sus propios recursos. Pues pasa de la escena de esta decadencia presente, que sería como el sordo negativo del eco de otra época, a la aparición de la protagonista, como en una suerte de viaje temporal: «La cocina de la granja, en la que el dominguero toma el té, era parte del comedor de Navron, y la pequeña media escalinata, que ahora termina en una pared de ladrillo, era la que llevaba a la galería. El resto de la casa se habrá echado abajo, porque el edificio cuadrado de la granja, aunque es bonito, guarda poca semejanza con la Navron House de los grabados antiguos en forma de letra E; del jardín ornamental y del parque no queda rastro alguno.» (p. 15) Algunas cosas se pierden y arruinan, aun cuando Dona haya sido nombrada, pero casi como lo que ya no está. Como lo que no hay: «La ría sigue su curso, el viento de verano susurra entre los árboles; abajo en las marismas, los pájaros ostreros salen con la bajamar a buscar alimento en los bajíos y los zarapitos chillan, pero los hombres y mujeres de aquella época yacen en el olvido debajo de losas con nombres ilegibles cubiertas de musgo y líquenes incrustados. Hoy el ganado pisotea y aplasta la tierra. (…) En primavera los hijos del granjero cogen prímulas y jacintos silvestres en las orillas del río aplastando con las botas, sucias de barro, hojas y ramas caídas del verano anterior, y el propio río, crecido de las lluvias del largo invierno parece desolado y gris.» (p. 16) Sin embargo hay un intruso del tiempo, un entrometido que deja su velero y llega hasta Frenchman´s Creek en un bote: «El navegante sueña y, mientras las olas mecen el barco suavemente y la luna brilla sobre la tranquila ría, le llega un débil murmullo y el pasado se convierte en presente». (p. 19). Lo que arriba lo hace en el sueño, «Anoche soñé que volvía a Manderley.» Ahora hay que intentar mejorar ese inicio, como si hubiese un itinerario más idóneo para la memoria. Uno de los mejores lectores que conozco, Daniel Arana, me comunicó una vez que Rebecca es pura poesía. Y tiene razón, y puede que también yerre. Por supuesto están el Valle Feliz, ese jardín de Adonis perdido, como el de El río del Francés y la música melancólica del oleaje. Pero digo que se equivoca, porque hollamos en una frontera muy delgada en verdad: «Una cosa es segura: ya no podremos volver allí.»[8]DU MAURIER, Daphne: Rebecca. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016, p. 9. No es el poema, como dice Daniel Arana, sino la prosa poética, la razo de un poema que no sé si existirá nunca. Uno tal vez en el que la playa acabada fuese recordada como desde la distancia más insalvable, un lugar que ya no es, al que no se puede volver sino en sueños. Como en una anotación a la playa propiamente dicha. De nuevo se trata de Brian Eno: I´ll die like a baby on some far away beach when the season it´s over… ¿Sabemos acaso si el único regreso posible no sería ya el nuestro, sino el del doble? Porque solo el doble como en El chivo expiatorio de la misma Du Maurier puede reiniciar lo acabado.[9]DU MAURIER, Daphne: El chivo expiatorio. Alba, Barcelona, 2021. Es él quien tiene la suficiente pureza, igual que el doppelgänger o el grateful dead que persigue Northrop Frye en La escritura pagana, y que es afín por definición al sueño como obertura de las cosas: «Si sueño conmigo mismo poseo dos identidades: yo mismo como soñador y yo mismo como personaje de mi sueño. El yo que sueña es, por así decirlo, un dios con respecto a su yo soñado: él lo ha creado pero permanece vigilante en un segundo plano.»[10]FRYE, Northrop: La escritura profana. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 122. Y se puede convertir en un adversario ausente, como lo son los nombres de las mujeres, Rebecca o Rachel, en las grandes novelas de Du Maurier.[11]DU MAURIER, Daphne: Mi prima Rachel. Alba, Barcelona, 2019. Por cierto que yo añadiría el nombre de Vera, que da título a la novela de 1921 de Elizabeth von Arnim[12]VON ARNIM, Elizabeth: Vera. Trotalibros, Andorra la Vella, 2021., la prima de Katherine Mansfield, autora a la que nuestra autora apreciaba en mucho, sabemos que con una matriz narrativa muy similar a Rebecca. Sabemos que Du Maurier tuvo que pasar un verdadero tormento judicial debido a reclamaciones de autoría. Pero no a propósito de la obra de Von Arnim, sobre la segunda mujer, el encierro y la doble, que nunca fue puesta en juego, tal vez debido a su muy inferior calidad literaria. El psicoanálisis, sobre todo con el espléndido trabajo de Otto Rank, concibe el doble como una especie de bloqueo narcisista que nos retiene en el pasado.[13]RANK, Otto: El doble. Un estudio psicoanalítico del Doppelgänger. Sequitur, Madrid, 2022. Esto es más que evidente, desde luego, en El chivo expiatorio y en Rebecca, aunque sea en este caso de una manera espectral, pero en el primer capítulo de El río del Francés, pues a estas alturas muchos habrán comprendido que me he limitado a comentar sus páginas, es la propia Du Maurier la que parece soñar con un marino que sueña, hasta una noche de solsticio de verano que «por primera vez hizo del río un refugio y un símbolo de huida.» (p. 20). De ella es el sueño, la diosa de su mitología, y nosotros nos dejaremos llevar hasta el vértigo de su deseo, por la ría arriba del Helford, no demasiado lejos de Lizard Point. Dedico estas líneas a mi hermano Jorge, porque en hora difícil nos contentó hablar de Daphne de Maurier.
Título: El río del Francés |
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Referencias
↑1 | AGAMBEN, Giorgio: Idea de la prosa. Península, Barcelona, 1989, p. 33. |
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↑2 | DU MAURIER, Daphne: El río del Francés. Alba, Barcelona, 2019, p. 13. (En adelante se cita número de página entre paréntesis). |
↑3 | FORSTER, Margaret: Daphne du Maurier. Arrow Books, London, 2007, p. 158. |
↑4 | ŽIŽEK, Slavoj: ¿Está permitido disfrutar todavía de Daphne du Maurier?, en DU MAURIER, Daphne: Los pájaros y otros relatos. El Paseo, Sevilla, 2021, pp. 9-21. |
↑5 | DU MAURIER, Daphne: La posada Jamaica. Alba, Barcelona, 2018. |
↑6 | DU MAURIER, Daphne: Monte Verità. El Paseo, Sevilla, 2018, p. 96. |
↑7 | DU MAURIER, Daphne: No mires ahora y otros relatos. La Biblioteca de Carfax, Madrid, 2020. |
↑8 | DU MAURIER, Daphne: Rebecca. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016, p. 9. |
↑9 | DU MAURIER, Daphne: El chivo expiatorio. Alba, Barcelona, 2021. |
↑10 | FRYE, Northrop: La escritura profana. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 122. |
↑11 | DU MAURIER, Daphne: Mi prima Rachel. Alba, Barcelona, 2019. |
↑12 | VON ARNIM, Elizabeth: Vera. Trotalibros, Andorra la Vella, 2021. |
↑13 | RANK, Otto: El doble. Un estudio psicoanalítico del Doppelgänger. Sequitur, Madrid, 2022. |