Aúllan las sirenas de los camiones de bomberos, de los coches de policía, de las ambulancias. Los curiosos se arremolinan a prudente distancia del calor que desprenden las llamas que ya envuelven el antiguo edificio en la esquina de la manzana.
Al otro lado de la calle, sentadas en un banco de madera, las cuatro mujeres observan embelesadas el espectáculo de humo y fuego. Hay en su rostro un atisbo de sonrisa, serenidad en su semblante y satisfacción en su mirada. Visten la ropa más elegante que han encontrado en sus respectivos armarios; el único equipaje, el carné de identidad que aprietan en una mano y una fotografía en la otra. Una de las setentonas, la de su hijo muerto hace años en un accidente de tráfico. Otra, la de su marido fallecido meses atrás. La tercera conserva la foto en blanco y negro de una niña de unos diez años. La cuarta no ha querido coger fotografía alguna.
Hasta hace unos minutos, estas mujeres eran las únicas ocupantes de las cuatro viviendas del edificio, repartidas en dos plantas. Llevaban viviendo ahí décadas. Les quedaban unas horas para tener que abandonarlo. ¿A dónde iban a ir a su edad, con una pensión de hambre? A la calle, no, desde luego. Saben que quien debe no tendrá más remedio que ocuparse de ellas y darles cama y comida. Solo tienen que esperar sentadas en el banco mientras el fuego y el humo les brindan una última oportunidad.
La lata de gasolina y las cerillas están a sus pies.