Levanté la vista de los libros y lo vi. De nuevo había pillado a aquel desconocido mirándome de soslayo. Avergonzado volvió a bajar la cabeza y siguió a lo suyo. Días después me lo encontré en la copistería, y en el bar de la universidad. No sé cómo se lo montaba pero aparecía año tras año en el cumpleaños de mis padres; y cuando iba al supermercado y no llegaba a coger algo de la estantería más alta siempre aparecía para bajármelo. Aún recuerdo la vez que fui a ver aquella obra de teatro, en la que al bajar el telón y encenderse las luces lo descubrí silla con silla aplaudiendo como el que más. Fue, el que surgiendo sorprendentemente de ningún lado, descorchó la botella y propuso el brindis cuando celebré mi primer trabajo. No sé quién es, pero le he cogido tanto cariño que dentro de dos semanas me vestiré de blanco e iré a la iglesia. He quedado con el cura a las seis y cuarto. Subiré la escalinata y echaré a andar por el pasillo entre los bancos. Ni siquiera tengo novio. Llamadme loca, pero algo me dice que cuando llegue al altar, estará allí, junto a mí, dando el sí quiero colgado de mi brazo.