El sargento dejó que el puro se deslizara a ambos lados de sus agrietados labios y fanfarroneó algo mientras recibía la nueva mano. Se apelotonaban alrededor de la mesa el corrillo de habituales y algún valiente de los de nuevo reemplazo: el viejo era una leyenda viva de las calurosas noches en el pañol del Tagomago, buque insignia al servicio de Su Majestad, donde cuando no había batallas que librar, el ambiente se saturaba con el humo del tabaco y rodaban por el tapete naipes ambarinos e incontables fajos de billetes arrugados. Todos lo intentaban, y todos acababan desplumados, siempre; excepto el cabo, que nunca jugaba. Se limitaba a acompañar las veladas sentado en la parte alta de las literas, con las piernas colgando y silbando su inagotable lista de canciones: Beatles, Sinatra, Sammy Davis…. Según parece estaban peleados y hacía años que no se dirigían la palabra aunque luego a solas en el camarote, cuando nadie podía verlos, repartieran ganancias y consensuaran repertorio.