Esa mañana, tras la noche interminable en la que el mar quiso tragarse la tierra, una muchedumbre curiosa atestaba la playa donde miles y miles de estrellas agonizaban asfixiadas por el aire y el sol, arrancadas del lecho marino, golpeadas por rocas y olas, expuestas sin remedio en una trágica alfombra, como un cielo macabro desplomado o el cuadro de un dios caprichoso empeñado en volver el mundo del revés.
Enanas, gigantes, marrones y rojas: incluso destinadas a pudrirse entre nubes de moscas, eran hermosas. O eso pensó Manuel, que entonces era un niño de alma maleable e imaginación efervescente. Al morir la abuela Leonor, todos insistieron en que había ido al cielo; pero afirmaron exactamente lo mismo de su padre cuando el pesquero en el que faenaba fue engullido por la galerna. Aquello desdibujó para siempre el horizonte en su cerebro tierno y comenzó a confundir buzos con astronautas, el azul índigo del cielo con el cobalto del océano y el frío gélido del abismo con el glacial del universo.
Por eso, setenta años después, cuando su Mariola se cansó de respirar, encontraron la cachava de Manuel clavada en la orilla y unas huellas dirigiéndose hacia lo más profundo.