Si uno lee con atención el comienzo de La Educación Sentimental[1]En adelante, citaremos de FLAUBERT, Gustave. 1981. La Educación Sentimental. Madrid: EDAF, pp. 498 [la traducción española que sigo, empero, es la mía propia y no la de Giner de los Ríos], encontrará en él un motivo «flaubertiano», el objeto deseado, soñado por muchos de sus personajes: la casa y cuanto está relacionado con ella.
Ciertamente, este sueño es muy diferente de la feliz experiencia del solitario fantasioso, siempre frente a un objeto que termina convirtiéndose en su compañero, en su complemento de objeto, como tan acertadamente lo evocó Bachelard: «El cogito del soñador no pasa por tan complicados preámbulos. Es fácil, es sincero, está ligado naturalmente a su complemento de objeto»[2]BACHELARD, Gaston. 1997. La Poética de la Ensoñación. México: FCE, pp. 245-246.
Aquí las relaciones entre los sujetos y los objetos son menos eufóricas: el sueño, colectivo, es el de una apropiación imposible del objeto, estando, por lo tanto, necesariamente ligado a la frustración. Además, se disipa con bastante rapidez y se refiere a lo que puede ser ilusorio no sólo en cualquier objeto deseado, sino también en el propio sujeto deseante.
Estos soñadores son en realidad personajes escenificados por un novelista que, si bien es cierto que comparte más o menos sus deseos de una forma secreta, mantiene una distancia con ellos por momentos claramente irónica: la complicidad y la burla son inseparables.
Al final es, en efecto, el paisaje personal del escritor el que aparece, gracias a esta aversión, a estos deseos profundos de tal o cual objeto:«La coronaban varios árboles en medio de casas bajas con tejados a la italiana; con jardines en declive separados por muros nuevos, verjas de hierro, céspedes, templados invernaderos y jarrones con geranios, espaciados regularmente en terrazas donde cualquiera podía inclinarse hacia adelante y hacia atrás. Más de uno, al divisar aquellas calmas, coquetas residencias, deseaba ser el propietario, vivir allí hasta el fin de sus días, con un buen billar, una balandra, una mujer, o algún otro sueño. El placer enteramente nuevo de una excursión fluvial facilitaba la efusión de los placeres del mar. Los bromistas empezaban ya con sus chistes. Muchos cantaban, la gente estaba alegre y se servía en pequeñas copas»[3]FLAUBERT, Op. Cit., p. 26.
En el pasaje de Flaubert, esas copas pequeñas del final reúnen las aspiraciones contrarias a lo líquido y a lo sólido, que son en definitiva las del propio escritor, y ese sueño tan doméstico es producto de una multitud indiferenciada de pasajeros (entre ellos Frédéric, el héroe de la novela) en un barco que acaba de salir de París una mañana de otoño y que está remontando el Sena hacia Nogent. Movidos por el agua, estos personajes empiezan, de repente, a soñar con establecerse en una de las propiedades que ven en la ladera.
A diferencia de las figuras de la marea, amplias o imperceptibles, que en los dos párrafos anteriores caracterizan a la barca y al río (y a la propia tierra, que también parece ondularse), la colina presenta un espacio geométrico, el espacio doméstico y cuadrado de los jardines, a la vez dividido y lleno de múltiples cosas, que actúan como recipientes de formas fijas (muros, verjas, jarrones, invernaderos, etc.).
Los sustantivos invaden la frase, en detrimento de los verbos: ya no es la evolución la que anima (y socava) las cosas en su superficie o en su profundidad, sino los objetos inertes, sujetos a funciones precisas, acumulados y ordenados en un espacio del que el hombre es el amo.
Es notable además que, al evocar los jardines, la enumeración no se centra principalmente, como cabría esperar, en las plantas, sino en los minerales (los muros) o los metales (el hierro de las verjas). El término «céspedes» se refiere a la hierba bien cortada, cuya superficie está delineada con esmero. Los «invernaderos» implican el crecimiento de plantas debido al cultivo artificial en un espacio estrictamente cerrado. En cuanto a los «geranios», interesan menos por su sustancia floral que por su valor como signo: el placer de verlos no puede separarse del riguroso orden en que los «jarrones» están dispuestos en las «terrazas». Fue Baudrillard quien, con gran acierto, nos dijo que a mediados del siglo XIX, el hombre moderno era en efecto el hombre de colocación, el que controlaba los espacios, al no importarle posesión ni disfrute, sino la más pura exterioridad[4]Vid., BAUDRILLARD, Jean. 1981. El Sistema de los Objetos. México: Siglo XXI Editores, pp. 26-30.
De ahí el deseo de encontrar un lugar en el mundo, por así decirlo. Las cosas tienen el suyo: bien sean las partes del barco, orillas del río o parterres de flores en los jardines. Los pasajeros, en cambio, sujetos al movimiento del barco, sueñan con invertir los papeles. No desean el mar, el infinito, ser inquilinos o la aventura. Al contrario, quieren detenerse a descansar, estáticos y permanentes, «hasta el fin de sus días».
Lo que ha reavivado la nostalgia de Frédéric es el prometedor espectáculo de las «casas bajas con tejados a la italiana». Por cierto que el adjetivo «bajas» parece dar aquí sólo una indicación objetiva. Sin embargo, la palabra está cargada de deseo: estas casas no son las construcciones altas de París sino otras mucho más sencillas y modestas, dispersas entre los árboles, conformes al ideal de hábitat «roussoniano» que era ya el de Madame Bovary. Recuérdese cómo, en la novela de Flaubert, soñando con hacer un gran viaje con Rodolphe, Emma Bovary imagina, después de atravesar ciudades sublimes, su lugar definitivo: «Y después, una tarde, llegaban a un pueblo de pescadores, donde se secaban al viento redes oscuras, tendidas a lo largo del acantilado y de las chabolas. Allí es donde se quedarían a vivir: en una casa baja, de tejado plano, a la sombra de una palmera, en el fondo de un golfo, a orillas del mar»[5]FLAUBERT, Gustave. 2001. Madame Bovary. Paris: Folio, p. 271 [la traducción y las cursivas son nuestras].
Pues bien, como vemos, el ligero toque de exotismo se suma a este deseo fundamental de la casa, tan presente en toda la obra de Flaubert. Volviendo a La Educación…, un discreto comentario del narrador (haciéndose eco de lo que los viajeros deben decirse unos a otros) sobre las terrazas, un comentario –algo anómalo en este texto- es bastante revelador: «cualquiera podía inclinarse hacia adelante y hacia atrás». Apoyarse, inclinarse, significa dejar que el cansado cuerpo se doble y ser capaz de contemplar todo el paisaje.
Significa tomar posesión del lugar que parece estar esperándonos como en un cuadro. Todo el cuerpo viene a recogerse en este punto de apoyo y se fija, como una estatua, hecha para ser vista. El conjunto de la enumeración va hacia el verbo que la cierra y le da su sentido en este contacto, este matrimonio grandioso de la cosa y el hombre. Recostarse es pues encontrar la posición, el lugar: entre las flores, sobre el agua. Y sin duda, aquí es el propio Flaubert el que está en connivencia con sus personajes, a los que sin embargo desprecia (no por nada, uno piensa en su residencia normanda en Croisset, con vistas al Sena).
En contraste con lo que se escapa o se desliza entre inconsistencias, está aquello de lo que uno es «propietario» y que le define, igual que los otros, pero separado de ellos (cada uno en su casa). Este sueño de apropiación se extiende, dentro de la casa, a todo lo que la hace agradable (ocio, juego, amor). Y así, una nueva enumeración de realidades soñadas sigue a la de las cosas vistas: billar, balandro, mujer. La ironía del narrador es obvia cuando pretende no ver ninguna diferencia entre un balandro y una mesa de billar por un lado, y una mujer por el otro: esto sugiere claramente que, para un espíritu burgués como el de los viajeros, una mujer nunca es más que un instrumento, una propiedad.
Junto con el bote de remos o la mesa de billar, representa un sueño de placer permanente, de una vida llena de disfrute. El desdén de Flaubert es notable: con ese «algún otro sueño» se nos revela que el contenido del sueño es indiferente, que la palabra «sueño» tiene aquí también el significado peyorativo de quimera, de ilusión.
Podemos discernir aquí la crítica discretísima hacia una categoría humana, aquella que tiene deseos de ascenso social, que quiere alcanzar el estatus de burguesa. Esta multitud, que nunca ha visto nada, descubre el objeto de su sueño: toda la problemática histórica y social de la novela está ya en germen. Es la futura aglomeración revolucionaria que se adivina.
Ni siquiera Frédéric escapa a esta ironía: aunque sea socialmente diferente de estos pasajeros, él también soñará con una mujer en una casa, con quien pasar su vida (cuando tenga la tentación de matar a Arnoux).
Debido a la proximidad de las palabras «mujer» y «sueño», sabemos que es el amor mismo, centro indiscutible de la novela, el que ya es objeto de cierta ironía. Tal vez no sea tan distinto, pues, de soñar con un balandro o una mesa de billar: al final de la novela, Frédéric y Deslauriers confesarán su escepticismo sobre este tema.
Este estado interior de ensoñación se traduce pronto en varios comportamientos, de los cuales Flaubert se convierte en el observador irónico. Para relatar este paso de la nostalgia a la alegría, el ritmo del texto deviene saltarín, alegre, las frases son cada vez más cortas (con un constante cambio de tema).
La «excursión fluvial» (excesivo sintagma para este muy humilde viaje por el río) ofrece así una oportunidad para relajarse, que es lo menos recomendable para un escritor, toda vez que su actividad está ligada a la soledad y al silencio. Estas charlas, estas confidencias en las que uno revela su intimidad son para él la constatación de ciertas personas ingenuas que se exaltan por cualquier cosa, que no pueden contener sus emociones. Su lenguaje se cosifica: la palabra «efusión» se refiere etimológicamente, como sabemos, a un líquido orgánico que fluye. De tal forma que el sueño se extiende en palabras, se pierde.
A partir de ahora, los pasajeros harán un espectáculo de sí mismos. Que el narrador se siente molesto por esto es algo que podemos saber inmediatamente gracias al uso de la palabra «ya» para evocar la entrada de los «bromistas», esta categoría de individuos que, de forma inevitable, encontramos en cualquier reunión de hombres (téngase siempre en cuenta que Flaubert habla de «los bromistas», nunca de «las») y que siempre consiguen satisfacer su necesidad irrefrenable de chanza, consecuencia ineludible de su carácter. Se manifiestan por estos «chistes» que son efectivamente «sus chistes», «suyos», y que sabemos no terminarán pronto: otra cosificación del lenguaje.
La tonalidad cómica prevalecerá: el canto y la alegría se aunarán cada vez más con los pasajeros, desde «más de uno» a «muchos», y luego a «la gente», como si tal cosa abarcase todos los indefinidos anteriores, en una euforia superficial y contagiosa. «La gente» pasa muy fácilmente de soñar a reír en ese párrafo, algo que prefigura los movimientos de masas de la Revolución de 1848 en lo que tendrán de comedia, de absurdo sainete. El narrador, hay que añadir, no se incluye a sí mismo en este «la gente»: él, obviamente, no está alegre.
Los sueños fluyen en las conversaciones y, naturalmente, llevan a la bebida. Los hombres sueñan con un escenario en el que encerrar su vida particular y aquí están los unos con los otros, reunidos en torno a lo que tienen en común: las «pequeñas copas». La unión era sólo una entelequia, un espejismo, y los pasajeros, inconscientes de esta vida que les aboca hacia la muerte, se abandonan a sus cambios de humor y se aturden cantando.
En la última frase, la evolución de los pasajeros se puede leer en el uso del pronombre impersonal «se»: «Se servía en pequeñas copas». El hombre, todavía presente en «la gente», da paso aquí a la cosa como sujeto de la acción, algo que está sometido al objeto que lo eclipsa. El giro pronominal, modalidad de la pasiva, y el uso del singular destacan la mecánica o el automatismo del fluido, más importante que los apetitos individuales de los hombres; la pendiente que siguen los líquidos, más fuerte que cualquier deseo de beber. Lo pasivo, lo impersonal, lo iterativo, son las modalidades gramaticales encargadas de decir al hombre-objeto. De hacerlo devenir.
Y si bien la palabra «copa» debe tomarse aquí en su segundo significado, el que por metonimia se refiere a la bebida, no hay que olvidar que designa en primer lugar este objeto duro y transparente que contiene los líquidos. Canaliza una inestabilidad fundamental en pequeños derrames discontinuos pero constantemente repetidos: la igualdad de los dos grupos rítmicos. El uso de «se» y «pequeñas copas» hace que este eterno retorno, este ciclo de ritual social, sea claramente audible.
La palabra «copas» es la última del párrafo porque designa el objeto esencial de este texto: participa a la vez, por su contenido, de todos los flujos que lo atraviesan y, por su recipiente, de todas las formas rígidas que fundan el orden burgués de las casas y del mundo. Este objeto modesto y familiar es la verdad última de este viaje: «pequeño», ciertamente, apenas perceptible en el paisaje. Empero, este adjetivo también se utiliza con un valor hipocorístico en el sentido de «querido», «mimado».
El vidrio, ese cristal de las copas, es pues el emblema, el fetiche de la tribu de los pasajeros.
Si acudimos a la palabra francesa original «verres», tendremos, aún más, la constatación de que aquellas han sustituido a los pequeños «rèves», a los sueños. El propio significante nos habla de la posibilidad de tal conversión de lo íntimo a lo externo: basta con invertir el orden de sucesión de los fonemas de la palabra «sueño», en francés, para obtener la palabra «vidrio», «copa». No quisiera terminar sin recordar aquello que Proust había visto tan bien en su artículo sobre Flaubert y es precisamente que «las cosas tienen tanta vida como los hombres, porque es el razonamiento el que le asigna causas externas a todo fenómeno visual, aunque en la impresión primera que recibimos no queda excluida esta razón»[6]PROUST, Marcel. 1978. Crónicas. Buenos Aires: Adiax, p. 150 [la traducción española que sigo, aunque con ligeras variaciones, pertenece a José R. Falbo].
Título: La Educación Sentimental |
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Referencias
↑1 | En adelante, citaremos de FLAUBERT, Gustave. 1981. La Educación Sentimental. Madrid: EDAF, pp. 498 [la traducción española que sigo, empero, es la mía propia y no la de Giner de los Ríos] |
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↑2 | BACHELARD, Gaston. 1997. La Poética de la Ensoñación. México: FCE, pp. 245-246 |
↑3 | FLAUBERT, Op. Cit., p. 26 |
↑4 | Vid., BAUDRILLARD, Jean. 1981. El Sistema de los Objetos. México: Siglo XXI Editores, pp. 26-30 |
↑5 | FLAUBERT, Gustave. 2001. Madame Bovary. Paris: Folio, p. 271 [la traducción y las cursivas son nuestras] |
↑6 | PROUST, Marcel. 1978. Crónicas. Buenos Aires: Adiax, p. 150 [la traducción española que sigo, aunque con ligeras variaciones, pertenece a José R. Falbo] |