El perro no me deja dormir. Todas las noches, cuando me acuesto, comienza a ladrar y acaba despertándome. Lo hace sin parar, como se ladra a los desconocidos que merodean las casas ajenas, como se ladra a los miedosos, a los desconfiados. Mi mujer y mi hijo están encantados con el perro, dicen que ni siquiera lo oyen, pero yo necesito dormir. Nos trasladamos al campo para estar más tranquilos, para que nadie nos molestase, pero con el maldito perro no hay quien duerma. Los ladridos no cesan. Se repiten una y otra vez en medio de la noche, superponiéndose unos a otros, clavándose en mi cabeza como colmillos afilados, hasta que me despierto. Justo entonces se calla. Yo sé que solo espera a que me vuelva a dormir, porque cuando lo consigo se pone a ladrar de nuevo. Por eso, me he deshecho de él. Sin decirles nada, lo he metido en el coche y me lo he llevado lejos, tan lejos que nunca podrán encontrarlo. Pero la tranquilidad apenas ha durado unas horas. Mi hijo no hace más que preguntar por él. Ahora es su llanto el que me impide dormir.
Fotografia de Karolina Grabowska