Un desprendimiento de tierra provoca que un tren descarrile en mitad de la noche en algún lugar de la costa catalana. Pese a su aparatosidad, no hay víctimas ni pasajeros que resulten heridos, viéndose obligados a alojarse en el hotel de un pequeño pueblo mientras reanudan al día siguiente su viaje. Es entonces cuando algunos de ellos vivirán su particular noche fantástica.
Este es el desencadenante de esta insólita y olvidada joya del cine español, que supone toda una celebración del azar y una aguda reflexión no ya sobre el paso del tiempo sino del hecho de aprovechar intensamente las oportunidades y adversidades -momentáneas, circunstanciales, fugaces, duraderas- que nos ofrece, sin dejarlas escapar, afrontándolas, abandonándose a ellas sin importar las consecuencias, y asumiendo las huellas y los cambios que, para bien o para mal, pueden dejarnos en nuestro bagaje vital.
Como su título indica, la mayor parte de sus escasos sesenta y cinco minutos tienen lugar durante una noche que resultará única, determinante y, en definitiva, fantástica para sus protagonistas. Aunque a priori pueda parecer que tenga la pretensión de ser coral (encontramos episodios anecdóticos e intermitentes de unos incorregibles tórtolos recién casados encerrados en la nebulosa de su amor, ajenos a todo y a todos salvo para sí mismos, o una francesa consagrada por completo a su perrita), la historia -que parte de un guión original de Antonio Mas y del director, Luis Marquina- se centra en un maduro marqués que se pasa la vida viajando con el propósito de encontrar a una duquesa que puso punto y final a su relación hace años para conservar su independencia económica pero a la que sigue amando, y dos jóvenes a punto de casarse con los que coincide en el vagón del tren siniestrado, Alicia y Pablo.
Dando una vuelta a solas por el pueblo, Pablo encuentra una placita frecuentada por enamorados y acepta la invitación de las palabras escritas en la losa situada junto a una fuente que anima a beber de su agua para que quien la tome encuentre la pasión que no tiene. El efecto que causa sobre el muchacho es inmediato porque la casualidad le lleva a conocer precisamente a una solitaria mujer entrada en años pero muy bella, que vive aislada en su mansión y que resulta ser la duquesa, ahora casi arruinada. Aunque Pablo sabe desde el primer instante que se trata de la persona que busca el marqués, la pasión de la que ambos parecían carecer estalla con fuerza hasta el punto de hacerles pasar la noche juntos: la puesta en escena de Marquina, clásica y elegante a la vez, resuelve sutilmente la situación mediante una maravillosa y metafórica elipsis donde la cámara se desplaza hacia una lámpara que se apaga lentamente, da paso a imágenes nocturnas de olas que rompen con fuerza sobre las rocas y enlazan finalmente con el manso mar del amanecer.
A partir de este instante, si el espectador espera una situación de enredo o un transcurrir melodramático de la trama, pronto caerá en la cuenta de su error porque si algo -entre sus muchos hallazgos- tiene “Noche fantástica” es el carácter imprevisible con el que los hechos se van desarrollando dentro de la atmósfera de ensueño que sucede al accidente ferroviario: en todo momento permanece fiel a su apuesta por el azar. Tanto es así que, aunque levemente sugeridos, la obra deja los distintos desenlaces abiertos y todo o nada puede ser definitivo: la imagen final de un tren en el que retoman su viaje todos los personajes entrando en un oscuro túnel da la posibilidad a cada cual de imaginar o de desear aquello que el futuro aguarde a cada uno.
Pero esta rareza constituye, además, uno de los grandes exponentes del romanticismo en el cine clásico español: el amor se erige en motor del destino y sus caprichos… y Marquina, utilizando hábilmente en momentos puntuales el comentario musical de dos canciones con letras y melodías antagónicas, se propuso recorrer algunas de sus estaciones: la de la búsqueda, la del descubrimiento y su vivencia impetuosa y apasionada, la de su pérdida o renuncia, la del consuelo, la de la espera del resurgir o del reencuentro, la del sacrificio, la de la comprensión, la del perdón, la de la aceptación resignada de unas evidencias, la de la firmeza ante una decisión acertada o errática así como su reconsideración. Ese halo romántico se salva de las garras de lo almibarado gracias a la distancia que impone el artificio de unos diálogos concisos y literarios que los actores -tan templados e incluso secos y austeros como la puesta en escena- declaman de forma teatral pero sin excesos, a medio camino entre el recitado poético y cierto aire melancólico.
Por otra parte, llama la atención el hecho de que Luis Marquina, un hombre católico y conservador, poseedor de una filmografía a redescubrir y reivindicar con obras de género melodramático y musical tan inclasificables y personales como esta (“El bailarín y el trabajador”, “Torbellino”, “Malvaloca”, “El capitán Veneno”, “Filigrana” o “Alta costura”), aleje de su película cualquier atisbo de tono discursivo y moralizante, tan habitual en el cine hispano de la época: tras esa noche fantástica que nos sitúa ante una suerte de amor fou entre un joven de diecinueve años y una mujer madura, todos los personajes cambian de alguna manera, pero no lo hacen ni para bien ni para mal, sino en base a la vivencia de ese corto espacio de tiempo.
Aunque habrá quien la considere pasada de moda o una simple anécdota, lo cierto es que resulta mucho más importante y sorprendente de lo que una primera visión desprevenida pueda deparar. Merece la pena rescatarla y otorgarle la importancia que, sin duda, tiene no solo en la obra cinematográfica de su autor sino en el cine español de los años cuarenta.