A los y tantos, cada vez que se asomaba al precipicio de su nostalgia, no podía evitar sentir el mismo frío que debía afligir a los muertos cuando la soledad del invierno azota los cementerios para calarles los huesos.
Sus amigos de la infancia desaparecieron devorados por las obligaciones, algún niño que llevar de aquí para allá, o simplemente habían sido ajusticiados por la desgana de encontrarse de nuevo. Se preguntaba dónde estaría su vieja moto y qué habría sido de la hija de la boticaria del pueblo a la que verano tras verano había tratado de impresionar en vano; el primer beso, el muñeco que veló por él y sus sueños cuando era pequeño; las películas en blanco y negro. Cuando no eran los fantasmas de los pretéritos buenos momentos eran las voces de los que ya no estaban las que no le dejaban en paz, y se maldecía una y otra vez afligido ante la imposibilidad de volver a tenerlos allí al lado con la excusa de mandarlos callar. Hastiado de tanta tristeza metió todos esos recuerdos en un tarro de cristal y lo lanzó al mar, bien lejos.
Treinta años después, en la aldea, la gente señala entre la condescendencia y la pena a aquel viejo desnortado que cada tarde sale a navegar en un bote desgastado por la sal. «El pobre diablo», le dicen: ni sabe cómo se llama, ni sabe adónde va. Lo ven salir a remar y regresar cariacontecido con la mirada perdida, la misma todos los días, de quien no sabe lo que quiere, ni el porqué, pero tampoco puede dejar de buscar.