Lo desconocido, lo extraño. Aquello que trastorna nuestra percepción de la realidad y nos perturba en lo más profundo del alma. Y es que, de entre todos los miedos que nos pueden afligir, hay un tipo de angustia que posee una esencia propia; una sensación que debe su particularidad al carácter irracional de aquello que la provoca. Lo siniestro (Das Unheimliche). Un concepto sobre el que, en palabras de Freud:
Poco nos dicen al respecto las detalladas exposiciones estéticas, que por otra parte prefieren ocuparse de lo bello; grandioso y atrayente, es decir, de los sentimientos de tono positivo, de sus condiciones de aparición y de los objetos que los despiertan, desdeñando en cambio la referencia a los sentimientos contrarios, repulsivos y desagradables.
Así pues, es el padre del psicoanálisis ortodoxo quien decide dedicar un ensayo a este «sector de la estética». Y lo hace a través de dos vías: desde el punto de vista etimológico y desde el análisis de ciertas experiencias que puedan producirnos el sentimiento de lo siniestro. Y siendo realmente interesantes las observaciones hechas en la primera vía, lo mejor comienza con la segunda. Aquí Freud pone como ejemplo lo que Ernst Jentsch dijo en Sobre la psicología de lo siniestro acerca de los cuentos de E.T.A. Hoffmann. Habla de la «duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado». Es clara la referencia al cuento El Hombre de la Arena (Der Sandmann). Y aunque para Jentsch este tema causa un claro efecto perturbador, a Freud no le sirve más que como excusa para comenzar a analizar el verdadero asunto siniestro de este relato: el arenero. Uno que nada tiene que ver con el benévolo personaje del folclore europeo que rocía con su arena mágica los ojos de los durmientes para inducirles dulces sueños. Tampoco con el Pegaojos (Ole Lukøje) de Hans Christian Andersen. Pues la descripción del arenero que marcó al protagonista del relato es la siguiente:
Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir, les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar ensangrentados de sus orbitas; luego se los guarda en una bolsa y se los lleva a la media luna como pasto para sus hijitos, que están sentados en un nido y tienen picos curvos, como las lechuzas, con los cuales parten a picotazos los ojos de los niños que no se han portado bien.
Terrorífica imagen que, junto con las experiencias vividas en su infancia, provocaron un tremendo trauma en el protagonista. Ya que Nataniel, pues así se llama, recuerda cómo él y sus hermanos y hermanas debían retirarse a dormir al dar las nueve en las noches en las que su madre decía que el Hombre de la Arena estaba a punto de llegar. Y ciertamente esas noches se oían los pasos de alguien que entraba en el gabinete del padre de Nataniel. Por lo que un día decidió resolver de quién se trataba y se escondió en aquella habitación antes de que su padre y el visitante llegasen. Así fue como supo que el misterioso individuo no era otro que el espantoso Coppelius: un viejo abogado de desagradable aspecto, y aún más detestable como persona, que en ocasiones se presentaba en su casa. Pero algo más ocurrió entonces que horrorizó al pequeño Nataniel, haciéndole perder el conocimiento. Nada se supo de Coppelius tras este episodio hasta que, un año más tarde, volvió a presentarse la noche en la que una explosión en el gabinete del padre acabó con la vida de este último. Y ya tenemos al protagonista traumatizado de por vida.
Y a Freud le encanta que el miedo que persigue al protagonista tenga que ver con la pérdida de los ojos, ya que él mismo dice que «la experiencia psicoanalítica nos recuerda que herirse los ojos o perder la vista es un motivo de terrible angustia infantil». Aunque lo que le gusta en realidad es poder analizar este miedo como un sustito de la angustia de castración (es Freud y le viene que ni pintado para mencionar a Edipo). Y tiene razón; son las distintas apariciones de Coppelius o Coppola (los nombres del hombre de la arena) las que confieren al relato de ese carácter siniestro. Porque el episodio de la bella y fría Olimpia al que hace referencia Jentsch parece no hacer otra cosa que añadir dudas sobre la integridad y la estabilidad mental de Nataniel. Aunque sí es cierto que posee algo de siniestro por aquello que el profesor experto en robótica Masahiro Mori denominó como Bukimi no Tani Genshō y que en castellano conocemos como «teoría del valle inquietante». Mori hipotetizó que, rebasado un punto en el nivel de apariencia humana de un robot, la extrema cercanía entre lo artificial y lo humano provoca una fuerte repugnancia en el observador. Es más, la teoría del valle inquietante se ha vinculado con el concepto de la identidad inquietante de Jentsch. Y aunque Freud no considera fundamental este aspecto en el relato (pues no lo es), sí que reconoce el valor del concepto de Jentsch al mentarlo.
En cuanto a la salud mental del protagonista o, más bien, a la incertidumbre de en qué parámetros nos movemos al leer la historia… no lo tengo claro. Al menos no tan claro como Freud. Lo cierto es que se puede argumentar ampliamente acerca de si se trata de una cuestión psicológica o sobrenatural. Y precisamente eso es lo que hace de este relato uno de los más potentes de la literatura de terror. Aunque Lovecraft dejó patente en El Horror en la Literatura que tenía otra opinión:
Los célebres relatos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1882) se caracterizan por la riqueza de fondo y madurez, aunque tienden hacia la ligereza y la extravagancia, y carecen de esos momentos de terror intenso y sobrecogido que un escritor menos sofisticado habría conseguido.
Vale. Amo la literatura de Lovecraft. Pero él es el maestro del terror cósmico y en este caso hablamos de otro tipo distinto. De uno más «sofisticado». De uno que comienza con una leyenda que evoca un miedo atávico y que impregna un trauma infantil que acaba determinando un destino fatal. Me gustaría usar muchos emoticonos ahora mismo. Porque Freud menciona otras causas que nos perturban al percibir lo siniestro, pero escoge este relato para profundizar y se extiende con él más que con otras partes de su ensayo. Porque a veces cuesta saber si la locura proviene de uno mismo o de agentes alienantes externos. Porque entre nosotros cohabitan individuos verdaderamente siniestros. Y porque la realidad a veces supera a la ficción y no suele ser para bien.
Y cuando Freud termina de hablar de El Hombre de Arena, recurre a otro relato de Hoffmann: Los Elixires del Diablo. ¿Para qué? Pues para introducir otro tema siniestro: el del «doble» o del «otro yo». Y, como debe de ser, hace mención imprescindible a Der Doppelgänger de Otto Rank. Pero como no desarrolla el tema con ninguna obra literaria, he decidido que lo hagamos en la próxima reseña de la mano del gran Dostoyevski. Hasta entonces, espero que busquéis y disfrutéis esta publicación (siendo indulgentes con las erratas), porque resulta muy gratificante encontrar textos tan relevantes y relacionados en un mismo librito.
Título: Lo Siniestro – El Hombre de la Arena |
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