El gran asunto que nos ocupa aquí es un secreto. Imaginemos, por un instante, que comienzo así. Es decir, por ninguna parte o por todas ellas. Estaría exigiendo al lector una entrega total. O que, alrededor del fuego, como en el inicio de Otra vuelta de tuerca, casi sin respirar, alguien tuviese la ocurrencia de empezar así: lo que voy a decir aquí es un secreto. No que todo sea secreto, sino que hay un secreto que va a decirse, que es necesario decir. Esto, que pertenece al dominio del il faut, nos lleva al peligro del secreto mismo, presente y ausente del cerco narrativo. Escuchémoslo, esta vez en palabras de Henry James: «Si mi gran asunto es un secreto, lo es solamente porque es un secreto a pesar suyo: lo asombroso es que se haya convertido en un secreto. No sólo nunca tomé la menor precaución para que lo fuera, sino que nunca pensé que tal accidente pudiera ocurrir»[1]JAMES, Henry. 1999. «The Figure in the Carpet», en Collected Stories, Vol. II. New York: Knopf, p. 311 (en adelante, todas las citas, extraídas de aquí, serán consignadas entre paréntesis). Esta manera de dibujar la totalidad textual coloca ante nosotros una alfombra cuya figura es «la hebra en la que estaban ensartadas sus perlas, el tesoro enterrado» (338).
El gran asunto que nos ocupa aquí es un secreto. Lo repito con lengua oscura de medianoche, frente a la hoguera del lenguaje. Esta es la experiencia literaria de lo incomprensible, que James aprecia y cultiva hasta el punto de convertirla en una metaescritura en la mayoría de sus relatos cortos. Pero ya lo sabemos y no será necesario repetirlo. La cuestión es si sabremos de qué secreto se trata. Quizá debería guardar silencio, volver al texto, confrontarlo expresamente, lidiar con sus resistencias infinitas y sus puntos ciegos. Un secreto: ir al lenguaje donde, más allá de la función cognitiva, sabemos por Paul de Man que todo lo demás es irrelevante[2]DE MAN, Paul. 1983. Blindness and Insight: Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 137. Los vocablos esparcidos por las alfombras de James sugieren un potencial de caos y ofrecen, al mismo tiempo, los placeres lenitivos de la metáfora: en la medida en que uno puede imaginar que los libros se parecen, su dispersión se recompone en formas estéticamente fractales.
Mirar no es ver, pero el texto debe mirarse para poder ver. James no cesa de articular el impulso escópico y la opacidad de la realidad, obliga al lector a darse cuenta de que cuanto más ve, menos sabe, y cuanto más sabe, menos puede comprender. Esta es la mejor formulación de lo que llamaremos, con Didi-Huberman, la paradoja de la mirada[3]DIDI-HUBERMAN, Georges. 2014. Lo que vemos lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, p. 21. Tal vez toda la literatura de James nos exige leer, como cuando miramos una obra de arte, aquello que nunca dejará de eludirnos, obligándonos a formular preguntas allí donde creíamos tener respuestas, ver más allá de lo que se nos presenta, de lo que aparece frente a nosotros, pues la imagen, a simple vista, no es sino la superficie de lo que permanece oculto. Es la ambigüedad de En la jaula: «pero si nada era más imposible que el hecho, nada era más intenso que la visión» (486).
Producida por el lenguaje antes que por el texto, la mirada es, de manera explícita, el fundamento de la escritura jamesiana. Es en ella, a través de la visión de un narrador con capacidad cognitiva limitada y que está, a su vez, desbordado por los hechos, donde nos vemos atrapados por el texto, hasta el punto de convertirse en el único sujeto verdadero de la visión: naturaleza naturalizante y ya no naturalizada, por decirlo con Spinoza, o con los ecos del Meister Eckhart: «El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual me ve Dios»[4]ECKHART, Meister. 2013. Tratados y sermones. Buenos Aires: Las Cuarenta, p. 364.
Este es el mismo ojo que May Bartram precipita en La bestia en la jungla y por eso es «la única que […] había logrado la proeza de encontrarse al mismo tiempo, o tal vez sólo alternativamente, con los ojos frente a ella y fundir su propia visión, como por encima del hombro, con los ojos que atisbaban por los orificios» (752). Todo nos lleva a creer que –con James, y sin duda con muchos otros que debieran ser leídos de este modo- es el propio texto el que, mirándonos por encima del hombro, empieza a mirarnos leyendo, lo que sugeriría que hay ciertos textos cuya representación no queremos compartir, no porque sean ilegibles o porque toquen lo indecible, sino quizá porque no queremos que nos miren. Este deseo de texto –que no es ni simple placer en el sentido barthesiano ni, aún menos, lo más obvio y por eso, como la carta de Poe, inhallable- es la razón primordial por la que queremos leerlo. Así pues, el gran asunto que nos ocupa aquí es un secreto. Me gustaría tratar de responder a esta cuestión que es, en sí misma, un enigma de escritura, una pregunta sobre el esfuerzo de representación.
Vamos a tomar, como pretexto, La figura en la alfombra. Cuando Frank Kermode dice que relatos como ese«crean lagunas que no se pueden cerrar […] solicitan formas de atención contradictorias entre sí y se cierran sólo sobre un problema de cierre»[5]KERMODE, Frank. 2015. Essays on fiction 1971-1982. London, Melbourne and Henley: Routledge & Kegan, p. 95 o Pérez Gállego nos habla de una obra que «se abre como una extraña sinfonía de la pérdida de la verdad»[6]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1987. Henry James. Madrid: Coloquio, p. 95, lo que se acentúa aquí es la noción de secreto o la de comunicación paradójica, de una comunicación que no comunica. En otras palabras, podríamos pensar que la obra de James es su propia pregunta, una pregunta que tematiza a través de sus propias incertidumbres, que pueden leerse en cada una de las obras a las que se hace referencia. Estas incertidumbres nos devuelven a la noción de texto, a la costura de lo biográfico y lo textual, a la ambivalencia de la representación. Debemos llegar aquí a la noción de enigmaticidad.
Esto es algo muy distinto del simple enigma que, como sabemos por Edipo, implica su propia solución. La enigmaticidad caracteriza el enigma sin solución, es decir, un enigma que ya no es un enigma, sino una pregunta. Por tanto, el secreto no debe caracterizarse como secreto en sí mismo, sino como secreto en función de un objeto. Así lo señalan Deleuze y Guattari a propósito de En la jaula: «Henry James ha llegado a ese momento de su obra en el que ha dejado de interesarse por la materia de un secreto, incluso si ha conseguido hacer que esa materia sea totalmente banal y de poca importancia. Ahora lo importante es la forma del secreto cuya materia ya ni siquiera debe ser descubierta (no se conocerá, existirán varias posibilidades, existirá una indeterminación objetiva, una especie de molecularización del secreto) […] ¿Qué ha pasado, qué ha podido pasar?»[7]DELEUZE, Gilles, Felix GUATTARI. 2015. A thousand plateaus. London & New York: Bloomsbury, pp. 229-230.
La forma del secreto es que ya no hay secreto, sino sólo la pregunta que queda sin respuesta explícita: ¿Qué ha pasado, qué ha podido pasar? Esta pregunta, que Deleuze y Guattari definen como la pregunta de toda narración breve, hace oír esta otra: ¿a qué responde la narración? El ensayo de Sollers sobre La figura en la alfombra puede leerse como un comentario sobre esta cuestión y como una acotación de su efecto: «El secreto del texto, de cualquier texto, consiste pues en convertir a su lector en una figura del secreto. Al final, la solución del problema que se nos expone no es otra cosa que la exposición de este problema mismo, y la resolución sólo llega cuando, reconociéndonos como esta figura, pasamos así a la alfombra del texto para convertirnos en su imagen»[8]SOLLERS, Philippe. 1968. Logiques. Paris: Seuil, p. 121.
Hay que entender que el lector sólo lee la letra del texto y es precisamente esta literalidad la que hace la pregunta; es la enigmaticidad, no el enigma o el secreto, lo que precisamente hay que descubrir. Así llegamos a una paradoja: una pregunta que no pide respuesta, que no debe interpretarse, y que va junto a la evidencia de la carta (¿la letra?), que puede ser la de las cosas todas de este mundo: un pájaro en su jaula. Dicho de otro modo: es la evidencia de la carta lo que constituye su pregunta, del mismo modo que es la evidencia de la carta lo que, en En la jaula, constituye la pregunta. Esto puede reformularse a partir de las notas de Blanchot: es la narradora de Otra vuelta de tuerca quien construye la ambivalencia del secreto, este secreto no es más que su carta. Si lo que tenemos no puede escribirse en una carta, dirá el narrador de La figura en la alfombra, entonces no lo tenemos.
Dicho de otro modo, decir el secreto consiste en decir la letra escrita del secreto, hablar por la letra, por la carta [parlêtre]. Digo parlêtre, y también quiero decir por letra, por carta, lo que podría indicar que el hombre se expresa así, está bajo la autoridad de la letra, es decir de la cultura. Se expresa por la escritura, por el hacer. Lacan dirá: «hablo sin saber. Hablo con mi cuerpo, y sin saber. Luego, digo siempre más de lo que sé. […] Lo que habla sin saber me vuelve sujeto del verbo (je). No basta para hacerme ser. No tiene nada que ver con lo que me veo forzado a poner en el ser: suficiente saber como para que se mantenga, pero ni un ápice más»[9]LACAN, Jacques. 2006. El Seminario XX, Aun (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, p. 144.
Decir, hablar parlêtre, es asumir que el goce acompaña al sujeto del inconsciente. El que dice el secreto no define el secreto: lo muestra, lo hace evidente y lo convierte en una pregunta sin respuesta. Lo que es obvio, la carta, anida en la pregunta blanchotiana: «la ambigüedad de la historia no solamente se explicaba por la sensibilidad anormal del aya, sino porque esta aya es también la narradora. Ella no se limita a ver a los fantasmas que tal vez habiten los niños, sino que es ella quien habla de ellos, atrayéndoles en el espacio indeciso de la narración, en ese más allá irreal donde todo se convierte en fantasma, todo se hace escurridizo, fugitivo, presente y ausente […] esta narradora que es la intimidad misma del relato, intimidad en verdad extraña, presencia que intenta penetrar en el centro de la historia donde, sin embargo, sigue siendo una intrusa, un testigo excluido […] que falsea el secreto, lo inventa quizás, lo descubre quizás, pero de todos modos lo fuerza, lo destruye y nos revela de él sólo la ambigüedad que lo disimula. […] el arte de James, ese modo de merodear siempre alrededor de un secreto que, en tantos de sus libros, pone a actuar la anécdota, y que no sólo es un verdadero secreto –algún hecho, algún pensamiento o verdad que podría ser revelado-, que ni siquiera es un recoveco del alma, sino que escapa a toda revelación»[10]BLANCHOT, Maurice. 1969. El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila, p. 147.
Esta es una enigmaticidad no infundada, sino funcional. Si la pregunta no exige una respuesta, queda por decidir a qué responde la pregunta. Dado que la pregunta sigue siendo una pregunta, sólo puede responder de forma indeterminada o a partir de lo indeterminado. Blanchot utiliza la palabra indeterminación. El enigma es el medio de responder a cualquier cosa, sin tener que representar nada, dejando cualquier cosa en estado de pregunta. Al responder de este modo a todo lo que deja en entredicho, la obra es identificable como un objeto de transición. Hace que uno lea la propia narración: lineal y en bucle, continua y discontinua, abierta y cerrada. La narración es su propio objeto de transición, su propia mediación. Así, y sólo así, es secreto, esto es, se desvía y retrae, tiene la misma función con respecto a todo que con respecto a sí mismo: es un objeto transitorio con respecto a estas cosas. Por eso el autor, por muy presente que esté en su obra, está ausente de ella: la obra puede funcionar como objeto transicional del propio autor, es un absoluto perceptivo, en enunciación propia de James[11]JAMES, Henry. 1964. The art of the novel. New York: Norton, p. 151.
Lo es precisamente porque es su propia pregunta y, al devenir así una suerte de evidencia, es el medio de una relación libre con la realidad. Se trata de volver a la cuestión y a su carácter manifiesto, algo que se formula como un juego de ocultación y desvelamiento, que supone que el secreto persiste: la literatura nunca revela completamente su objeto; a través de esta inaptitud, lo designa, lo hace manifiesto. Lo podemos escuchar de Pontalis: «James se censura a sí mismo, hace cálculos inteligentes para no decir lo que se ha dicho a sí mismo y, sin embargo, hacerse oír»[12]PONTALIS, Jean-Bertrand. 1993. Après Freud. Paris: Gallimard, p. 351. La obra es una pregunta, un enigma, en la medida en que evidencia su discurso a pesar de su separación. Se formula, además, como medio de un ejercicio narcisista: es transitorio según su pregunta. La Figura en la alfombra presenta –es, pues, ese absoluto perceptivo con el que puede confundirse- sin representar, pues, si representara, no habría secreto ni indeterminación. Por tanto, significa sin tener sentido. Si tuviera sentido, no habría que interpretarla. Así, representa al «pasajero clandestino de un viaje inmóvil. Devenir como todo el mundo, pero precisamente ese sólo es un devenir para aquel que sabe no ser nadie, ya no ser nadie»[13]Deleuze, Guattari, Thousand…,Op. Cit., p. 231.
La obra verdaderamente completa es la que rechaza el dominio del escritor. Sin duda, si seguimos la fábula de la historia, el secreto se pierde. Pero, añadamos, sólo se busca el secreto porque existe, a la vez, una evidencia y una certeza del autor y la obra. Lo hemos leído en la propia nouvelle de James: «en lo más íntimo del arte de aquel autor existía algo que reclamaba, sin duda, ser entendido» (315). No se trata tanto de contar un secreto cuanto que de asumir la cuestión que plantean estas pruebas y esa certeza, inseparables, al mismo tiempo, de lo que implica el hecho de que no se traspase el secreto: traspasar el secreto habría sido una forma de decir la autoridad del escritor sobre su obra; también habría sido una forma de decir que el lector, si así es capaz de traspasar el secreto, podría apropiarse de la obra con exactitud. La fábula precisa de La figura en la alfombra es, pues, la de un juego de inversión y desinversión, y la de una obra que es, ante todo, su propia carta, y que, en tanto que tal, puede pretender designar o figurar lo que esta carta dice. Escribe, ángel mío (325), le exhorta Gwendolen a Corvick en la carta. ¿No son estas tres palabras las semejantes y hermanas del no hay destinación, dulce destino mío derridiano?
Hagamos un esfuerzo de memoria con sus Envíos: «Al principio fue lo postal […] finalmente lo sé […] estaba redactado, según todos los códigos y todos los géneros y todas las lenguas posibles, como una declaración de amor […] todo comienza por una destinación sin domicilio […] No hay destinación, dulce destino mío […] en el interior de cada signo, de cada marca o de cada rasgo, cabe ya el alejamiento, lo postal, lo que se requiere para que sea legible por otro, por otra que no sea ni tú ni yo, y todo está perdido de antemano, las cartas sobre la mesa. La condición para que eso llegue a suceder, es que termine e incluso que empiece para no llegar a suceder. He allí cómo se lee, y se escribe, la carta de la adestinación»[14]DERRIDA, Jacques. 2001. La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá. México: Siglo XXI, p. 36. Gracias a que esta carta es inseparable de una interrogación e indica que la cuestión del autor y la verdad de la obra están sin resolver, el juego de la inversión y la desinversión posee una enigmaticidad tangible, que es, en definitiva, la única manera de caracterizar la transacción de la obra al lector, de la obra al autor.
La mejor manera de acercarse al texto de James es, sin duda, captar el hilo paradigmático. Por supuesto, este hilo conductor se encuentra en toda su obra, desde el cuento hasta la novela, hábilmente envuelto alrededor de un punto umbilical, cuyo contenido y recurrencia es el resultado de una auténtica pasión por el secreto. Ahora bien, esta pasión anima la obra en su estructura literaria tanto como el hombre que, al realizarla, se consagró a ella, habitado por una pasión nunca negada, a pesar de su ciclotimia creadora, como atestiguan sin excepción sus numerosos biógrafos.
La marca y la originalidad de la obra de James residen en la dimensión del secreto situado en el motivo de los relatos, subyacente en el entramado narrativo, donde el narrador, el héroe y el lector se ven en la tesitura de tener que conocer algo que se encuentra en el corazón de un enigma. A la vez punto focal y de fuga, este conocimiento secreto es objeto de una codicia y ocultación que, reforzada por la contención del estilo y la discreción de los sentimientos expresados hasta el extremo del pudor, produce un clima de tensión e inquietud. La tensión y el malestar velan su origen mismo, mientras que la sombra proyectada sobre el abanico de sentimientos y afectos, impresiones sensoriales y percepciones, produce la vaguedad e incluso la ambivalencia de lo percibido. Esta constante ambivalencia en lo oculto que se muestra revelará tanto el mito de un principio original de unidad como la otra cara de este principio, dado como una imposibilidad, donde algo oscuro, a la vez familiar y extraño (lo que Freud sabía), toma forma en objetos, lugares, figuras humanas y afectos.
La figura en la alfombra pone en juego la relación entre el artista y su arte, una relación que implica en primer lugar una confrontación con la crítica literaria. Apenas oculto tras la figura de Vereker, el escritor, James introduce el medio literario, que trata de forma satírica, a través de una revista de crítica literaria cuya función es metonímica del mundo literario, con sus lados oscuros y claros, pero también nos introduce en el mundo de la crítica, de la que a menudo se burla. El narrador, crítico por derecho propio, es un personaje clave de la historia, pero también actúa como incauto, lo que le convierte en un antihéroe, ridículo y patético tanto en su seriedad como en su ilimitada creencia en las artes.
A través de la figura del crítico literario, deseoso de apoderarse del secreto del artista, Henry James despliega y abisma su propio artificio, cuyo sutil juego dispone, a la vez, el estilo de la obra y la vena del artista. De hecho, la pregunta planteada sobre el misterio de la obra recorre un lienzo, tejido en torno a un punto principal. Propósito, objetivo o causa, la cuestión es descubrirlo. Y esto no se da ni de inmediato ni a cualquiera. Al crítico, pero también el lector, se le desafía, en franca provocación, a descubrir cuál es el secreto de la obra. Más que eso, incluso, se trata de encontrar su causa fundamental, concepción y sentido.
«Hay en mi obra una idea sin la cual nunca habría experimentado el más mínimo interés por ella. Es la intención más fina y plena del conjunto y la tentativa de realizarla ha sido, pienso, un triunfo de paciencia e ingenio. Debería dejar que otro lo dijera, pero el hecho de que nadie lo diga es precisamente de lo que estamos hablando aquí. Esta pequeña treta mía se extiende de libro a libro. […] El orden, la forma, la textura de mis libros quizás algún día constituyan para el iniciado una representación completa de ella. Me parece […] que es eso lo que deben encontrar los críticos» (310-311). Es decir: somos conscientes de lo que está en juego. Hay un secreto del éxito literario, un ábrete sésamo que hay que encontrar.
No le corresponde al autor decir lo que hay que decir, sino que, precisamente, lo dice porque nadie lo dice y es importante que se diga para que se sepa.
Al descubrir, en torno a ese decir lo que hay que decir, algo que está encriptado, los protagonistas se lanzan a una búsqueda desesperada, vacilando en una constante ambivalencia de pensamientos y sentimientos, repitiéndose incansablemente entre lo por decir, lo dicho y lo no dicho, refiriéndose al objeto oculto o a su cualidad de dicho a medias, de su todavía no del todo. De hecho, la dimensión del secreto está ligada a la de la palabra, en un movimiento pendular que da pulso a la narración. Suspendidos del ritmo que se repite entre lo dicho y lo no dicho, los personajes siguen este movimiento. Este tempo palpitante crea el suspense y, al mismo tiempo, suspende el conocimiento en juego. El iniciador de este movimiento es el propio Vereker, que constata, en un mismo gesto, la desvergüenza y la estupidez de la crítica literaria y la genialidad de una obra, la suya, que ni siquiera atisban quienes hablan de lo que no conoce.
Probablemente no esté de más señalar que Henry James fue durante mucho tiempo incomprendido, incluso ignorado por la crítica. Sus novelas no obtuvieron elogios ni éxito en vida. La acusación lanzada contra los críticos incapaces de descubrir y dar a conocer un talento es tanto más vívida cuanto que, en esta novela, James hace de la incomprensión asentada en la ignorancia, o incluso en el equívoco, la base de un saber oculto, enroscado en el cuerpo del texto y que responde a un saber oculto en cada persona, en particular el lector o el crítico. Un saber oculto en la medida en que está reprimido. En felicísima idea de Pérez Gállego: «James coloca un obstáculo, le da valor de prueba moral, le confiere sentido de barrera que, al ser sobrepasada, podrá educarnos»[15]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1975. Circuitos narrativos. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, p. 224.
Ahora bien, este saber, y el discurso que depende de él, inhibe a la vez a sus personajes dudando entre decir y no decir, desencadena una discursividad construida en torno a la inhibición. Lo no dicho funciona a la vez como zona de represión e inhibición y como pretexto, en el esfuerzo por decir lo que no se puede decir, para la pregunta sobre la verdad. Para completar la confusión, Vereker se pone de acuerdo con el narrador para describir esta verdad inalcanzable que supuestamente oculta su obra, con la ayuda de una metáfora bien enigmática: se trataría de una figura dibujada y oculta, al mismo tiempo, en el entrelazado de una alfombra persa. Habría, pues, una verdad por descubrir, y este sentido oculto se revelaría en la lectura al modo de la interpretación de un dibujo. Juego endiablado, pasión por el secreto y corolario de lo no dicho que se transmiten a sus personajes como una enfermedad contagiosa: «No era cierto en absoluto que ya no quisiera saber. Poco a poco no sólo había vuelto a despertarse mi curiosidad, sino que se había convertido en el tormento habitual de mi razón» (323).
James siempre consideró la literatura como un mal necesario que mantenía a raya otros males. Seguimos escuchando a Vereker, para quien el secreto es «la gran atracción de la vida […] vivo para ver si alguna vez es descubierto […] pero no debo preocuparme… ¡no lo descubrirán!» (312). Bajo la pluma del escritor, este algo que existe en presencia y ausencia tomará el nombre de la Cosa: «Todo mi lúcido esfuerzo constituye esta pista […] cada página, cada línea y cada letra. El asunto está allí, tan preciso como el pájaro en la jaula, la camada en el anzuelo o el queso en un cepo para ratones. Se ajusta a cada volumen tanto como un pie a su zapato. Gobierna cada línea, elige cada palabra, pone los puntos sobre las íes, coloca toda coma» (312). Tenemos que alabar, una vez más, cómo escribe James.
Recordemos lo que Lacan saca a la luz en la Ética, designando un punto enigmático en el corazón de la economía libidinal. Entre el cuerpo materno, el deseo y la sublimación, la Cosa traza en la relación con el objeto un más allá del principio de realidad y placer, apuntando a un diseño a la vez estético, erótico y ético. En el universo jamesiano, la tensión erótica se insinúa camuflándose en una disposición estética, conciencia moral por excelencia, que trabaja hacia la verdad. En una sutil oscilación entre el sentido literal y el figurado, James destila pistas sobre la sustancia misma de su obra y su concepción del arte y la vida. Así, el órgano representado a veces por el corazón, a veces por la palabra misma, da una indicación de esta superposición entre pasión, amor y dolor, que acompaña la evocación discursiva y lingüística de los personajes.
James, al establecer la relación del deseo con el lenguaje, pone en juego, en su texto, los mecanismos del inconsciente. Omitida, sigilosa, la Cosa puede estallar en cualquier momento y alterar las frágiles certezas entre los implicados. Este es el tercer término hacia el que tienden todos los impulsos inconfesables, lo que inclina los equilibrios binarios, así como las representaciones de un mundo de armonía, hacia una zona opaca, donde las armonías se deshacen. Horizonte de lo impalpable, la Cosa drena incertidumbre y repetición, más allá de cualquier realidad aparente: la apariencia es ya sólo una ilusión engañosa para un propósito más secreto, cuyo destino sólo puede guardarse, acechante, en la apariencia.
En La figura en la alfombra nos hallamos ante el corazón de la Cosa, que no sabemos lo que es y sólo puede ser imaginado o conjeturado: «Para él, sin duda, la Cosa para la cual todos éramos absolutamente ciegos estaba vívidamente allí. Era algo, supuse, que estaba en el plan primigenio, algo semejante a una figura compleja en una alfombra persa» (317). Aun sabiendo que es probable que Vereker no le entregue la llave, el narrador acepta las reglas del juego y no duda, por el momento, de la existencia de la Cosa, como si buscarla y encontrarla le diera, por un lado, la garantía de una revelación y, por otro, la garantía de su propia metamorfosis a través de esta revelación. ¿Pertenece al orden de la forma o al del sentimiento, al del estilo o la idea? Dispuesto para la caza, pues anhela ser el afortunado ganador, Vereker se muestra cuidadoso con sus respuestas y sus consecuencias. Envuelto en la soberbia que le confieren su talento y su posición de escritor, es un personaje doble, a la vez banal (porque es un hombre común y mortal) e insólito (porque tiene algo que los demás no tienen, lo que le convierte en un ser poco común, incluso superior).
Entre un Sócrates encargado de revelar a su Alcibíades el camino de su propio destino y un Mefisto que oculta y manipula, disfrutando de los conocimientos que le son dados, dirigirá primero el juego: «Bien, tiene usted un corazón en su cuerpo. ¿Es este un elemento de la forma o del sentimiento?» (313). Vereker mantiene el suspense, juega con avances en forma de diatribas y prontas retiradas, se niega a delatarse más, a decir más. Sin embargo, siente también que ya ha dicho, que ha revelado demasiado, por lo que envía una carta al narrador, dando la voz de alarma y pidiendo su retirada: «El motivo de la nota que me envió era que, en realidad, no quería prestarnos ninguna ayuda: nuestra ceguera era, a su modo de ver, algo demasiado perfecto como para ser tocado. Se había acostumbrado a depender de ella, y puestos a romper el hechizo, debía hacerlo por su propia fuerza. Lo recuerdo en esa última ocasión –pues nunca más volvería a hablar con él- como un hombre decidido a preservar su propio coto» (317-318).
La ausencia, rasgo preciso que concede todo su relieve al objeto figurado, se tejerá, de hecho, en torno a la retirada real del escritor. Vereker se retira, mientras que el secreto que le representa, del que es portador, se sitúa en el centro mismo de la narración. De este modo, el órgano vital situado en el cuerpo, el corazón y la idea, órgano metonímico en el entramado narrativo, constituirá un punto fijo y, a la vez, se moverá y alterará a través de una cadena, dando lugar a un desplazamiento de sentido. Una vez retirado Vereker, el conocimiento que suponemos suyo se convierte en objeto de desplazamiento: el enigma adquiere todo su relieve a partir de la huella dejada por la retirada. Sin embargo, en el curso de los acontecimientos, y en particular con la muerte real de Vereker, que sella su repliegue definitivo, el lector acabará sospechando que el secreto puede no existir. Vamos a hacernos dos preguntas, entonces: primero de todo, ¿qué es esto que hay que buscar y encontrar, que deba conocerse y darse a conocer: la figura original, el enigma del texto, el objeto de la búsqueda, la Cosa en sí? Este conocimiento está dotado de una doble cualidad, ya que es a la vez evidente, primario y, al mismo tiempo, oculto e inaccesible. Constantemente se escabulle, pero hace señas, pasa de mano en mano y escapa a cualquier alcance. La segunda pregunta es, por analogía, ¿quién es el que lo sabe?
Es inevitable que nos venga a la mente La carta robada. Sabemos que James conocía muy bien la producción literaria de Poe y, de inmediato, pensamos que encontró en ella el Punctum Archimedis de su propio universo novelístico: pocos son los relatos, en la obra de Henry James, sin este tejido tupido en torno a un secreto. Pretexto de un saber que nunca deja de suponerse y sospecharse, el secreto circula entre los personajes, vinculándolos en torno a hipótesis de verdad y estrategias de posición, sin revelarse nunca con precisión. Lo insólito y lo desconcertante están en el corazón mismo del objetivo: en algún lugar, sabemos algo.
Por un lado, los personajes están sometidos a la asunción de ese conocimiento oculto, del que se convierten en presa; por otro, existe entre ellos una jerarquía entre los que saben y los que no saben. Y entre los que no saben, claro, está el lector, situado en el rango de los ignorantes, incluso de los inocentes. Sabe que hay un conocimiento, pero no sabe lo que saben los que dicen saber, por lo que tampoco sabe lo que debería saber. Esta es una secuencia sujeta a desplazamientos y cambios de perspectiva, dentro de un universo saturado en torno a un único objetivo. Es precisamente porque no sabemos lo que dicen saber los que dicen saberlo, ni sabemos si realmente lo saben, por lo que la carta circula y se transmite.
Sabemos que Corvick se ha acercado a ese conocimiento secreto, a través de la verdad del texto. Se dirige al narrador, su amigo y colega, invitándole a escribir para él un artículo sobre la última novela de Vereker. Desde este regalo de Corvick, la carta se transmitirá en circunstancias particulares. De hecho, Corvick se ve obligado a acompañar a su prometida junto a su madre enferma. El matrimonio que se menciona entre ellos como horizonte ineludible y, sin embargo, aplazado, depende del estado de salud de la madre. Sólo si ella muere, el matrimonio tendrá lugar. La fría objetividad de esta situación contrasta con la fiebre de Corvick por el artículo que no puede escribir.
El tono de este primer intercambio entre los dos críticos, amigos y rivales, nos sitúa de entrada en un mundo que se opone, si no a los sentimientos, al menos sí a una posible intersubjetividad. Lo único digno de pasión, en verdad, es el misterio que hay que desentrañar: «para las pocas personas […] con las que se relaciona mi anécdota, la literatura es un juego de habilidad, y habilidad significa coraje, y coraje significa honor, y honor significa pasión, significa vida» (323). Es decir, que no sólo el misterio de la obra y la pasión por descifrarla son razones de ser frente a todas las demás, sino que parece que todo lo demás, incluido el amor, depende de esta razón principal.
«Habla de él, si puedes, como yo lo habría hecho» (304). Esta es la exigencia, con un fervor cercano a lo homoerótico, de Corvick. «“¿Quieres decir que escriba con mucho el mejor de todos…, esa clase de cosas?”. Corvick casi gimió. “No me entiendes, ¡yo no hago comparaciones! ¡Esa es la infancia del arte! El placer que Vereker me provoca es tan exquisito; me hace sentir algo especial”. Yo dudé de nuevo. “¿En qué sentido es especial?”. “¡Querido, eso es precisamente lo que quiero que tú digas!”» (304). En una demanda inaugural, dirigida al Otro, se engloba todo un abanico de exigencias: reconocimiento, éxito, amor, y todas ellas centradas en la suposición de un conocimiento de la Cosa, a la vez mandato y plegaria: que sepa lo que yo sé que él sabe y de lo que yo sólo conozco el raro placer que me produce. Esta es la demanda. Esto lo nunca revelado.
Al formar parte de una filiación, a través de una sucesión de matrimonios y muertes y sin que el tesoro haya sido nunca desenterrado, plantea la cuestión de la transmisión del conocimiento, cuya condición parece ser la intimidad del matrimonio. Este laberinto entre el amor conyugal y el amor por la carta confunden y proveen a los amantes de una supremacía que les permitirá apropiarse del secreto y transmitirlo. El plan de Corvick y Gwendolen podría ayudarles a encontrar la solución al enigma. Al menos eso es lo que sugiere Vereker. Cuando el arrepentido narrador le dice que ya le ha contado el secreto a una mujer, Vereker exclama primero: «¡Por todo el bien que le hará a ella… o a mí! Una mujer nunca descubrirá el secreto» (316). Sin embargo, al enterarse de la propuesta de matrimonio entre ella mujer y Corvick, leemos: «“¿Quiere decir esto que van casarse?”. “Me atrevo a decir que eso será lo que ocurra”. “Bien, eso podría ayudarlos” –admitió- “pero debemos darles tiempo”» (317).
A la vez que se insinúa una pista, Vereker introduce un enigma adicional: el matrimonio podría ponerles sobre la pista correcta. Sin revelar lo que, por medio del matrimonio, ofrece acceso al secreto, el acceso se vislumbra: está aún implícito, pero permanece atrapado en las garras de lo no dicho y la suposición. Es por esta misma suposición –cuya eficacia se mide por la duda constante a la que está sometida, desde el momento en que recibe la dirección que se le dirige- por la que el narrador ha asumido el papel de intercesor, deviniendo mensajero, salvoconducto de un saber tácito. A través de su proyectada unión con Corvick, unión que se consumará, se supone que Gwendolen posee el secreto que Corvick anunciará haber descubierto finalmente, y que debió comunicarle (¿transmitirle, hablarle parlêtre?) antes de su muerte accidental.
Porque lo cierto es que Corvick muere y la boda se transforma lo mismo en una unión entre los dos jóvenes como en un reencuentro en torno al enigma literario. Esta es la figura en la alfombra que nos coloca cerca de la Morality, siempre misteriosa, de las obras de Shakespeare, llena de metáforas, matrimonios secretos que acaban en muertes trágicas y una concepción del mundo que se anticipa al existencialismo cuando postula, recordemos, un sistema u orden metafísicos, externos a la acción humana.
Pero volvamos a la historia de James. A partir de ahí, los acontecimientos se precipitan y suceden como hubiese que apresurarse a llegar a la conclusión. Todo se centra en el secreto. De viaje en una misión en el extranjero, Corvick escribe a su prometida que por fin lo ha encontrado. Este es el momento que tanto Gwendolen como el narrador arden en deseos de conocer, unidos ambos por el suspense y el silencio, esperando el regreso de Corvick y la revelación. Poco después del regreso de Corvick, la pareja sufre un accidente del que sólo escapa Gwendolen. ¿Transmitió Corvick el secreto a su mujer o se lo llevó a la tumba? Sólo eso parece importar ahora. Sigue siendo una suposición, pero el narrador está convencido de que Gwendolen está en posesión del tesoro. La prueba es que ninguna novela ha sido mejor que su segunda, que ahora se publica: Overmastered.
¡Qué ironía en el título mismo: sumiso, sometido, como quedaremos nosotros –y el narrador- en cuanto al secreto, a un secreto que no sirve, pero que todavía querremos conocer! El cronista se reúne con Gwendolen, con la esperanza de extraerle el secreto, por el bien de lo que les ha unido a Corvick. Sin embargo, al enfrentarse a su silencio, el narrador se encuentra una vez más en la marginal posición de su propia ingenuidad y nsootros adquirimos, como lectores, la certeza, casi precisa, de una mistificación. No hay nada que saber, es un señuelo y como tal funciona. Esto no nos impide acompañar al narrador en su búsqueda. Sin embargo, nos asaltan las dudas: la tercera novela de Gwendolen es claramente inferior a la anterior así que, como deduce el narrador, «aunque su secreto era, como me había dicho, toda su vida […], dicho secreto no había tenido aún ninguna influencia directa en su obra» (337).
Este es parte del enigma, una duda heurística. Dudando de que Gwendolen haya heredado el secreto, el narrador no lo hace, empero, de su existencia. Al contrario, ya que le decepciona que ella no lo sepa y este desconocimiento lanza de nuevo la búsqueda, repite la estratagema en torno al objeto, le hace desearlo más, lo envuelve todo en un misterio más profundo y sutil. Este momento de duda es fundamental: al tiempo que destituye a la mujer como momento de verdad y de conocimiento, reproduce la certeza de un conocimiento en otra parte, a costa de reconducir el mito original y convertirlo en un nuevo punto de fuga. Tanto más cuanto que el padre del secreto ha muerto, dejando como última palabra, al menos la suya, una última novela titulada The right of way. El derecho de paso. La servidumbre de paso que nos limitará para siempre.
La confianza en la duda que reproduce una certeza encuentra su máximo desconcierto cuando Gwendolen, habiéndose vuelto a casar con otro crítico literario, muere al dar a luz a su segundo hijo. Para el narrador, la última oportunidad de saber, de conocer por fin, se encarna en el viudo: está seguro, como lo estamos nosotros, de que Gwendolen no se ha ido de este mundo sin haberle contado el secreto. Se repite el mismo suspense vodevilesco, aunque esta vez es la esposa la que debe haberle transmitido algo al marido. Y es ella quien ahora está muerta. Su muerte invierte las posiciones subjetivas de los dos hombres, el marido y el narrador, que a su vez están atados por el secreto que guarda la esposa. Pero nos enteramos de que el marido lo ignora e incluso desconoce su existencia. ¿Se le consideró, a pesar de su unión, indigno de compartir el secreto? El narrador, consternado por haber perdido toda esperanza de saber, adopta una postura más cínica. Abandonando por fin su posición de incauto, a la que estaba consagrado, rompe no tanto con la causa de la que depende, como con la contención que le había determinado hasta entonces, realiza un cambio de posición.
En un giro que modifica su relación con el supuesto saber, se convierte en un coladero del desconocimiento: «le acerqué a un sofá y […] le conté la extraordinaria sucesión de acontecimientos que, a pesar del rayo de luz del principio, me habían dejado a oscuras hasta ese momento» (340). La reacción del marido desconcertado por su propia mujer es progresiva: de la humillación pasa al asombro, luego la curiosidad le va dominando poco a poco hasta contagiarle por completo. El narrador triunfa, ¡y de qué modo!: «Debo decir que hoy, como víctimas de un deseo insatisfecho, no hay mucha diferencia entre nosotros. La condición del pobre hombre es casi mi consuelo, realmente hay momentos en los que siento que es incluso mi venganza» (340). El haber podido decir lo que sabía que no sabía le permite liberarse de una carga que había soportado solo, y con la que Vereker le había abrumado. La audacia con la que se ha impuesto el conocimiento puede resultar, ahora, una especie de carga. Ningún otro más que él mismo puede ocupar ahora este lugar del no saber y relanzar la cuestión de lo que había que saber, a partir de un medio decir, como los imposibles papeles de Aspern.
El matrimonio con Corvick convierte a Gwendolen en la esposa literaria de Vereker. Es a la vez esposa y madre incestuosa, doppelgänger infinito, gracias a su posición como destinataria del conocimiento y la transmisión textual. Pero en esta condición de pareja mítica con Vereker, ella misma se convierte en una figura ambivalente, revelando, entre la verdad y el engaño, una mistificación que consiste en no poseer el secreto. Además, la figura de la feminidad fértil se desvanece en la muerte como en una negación final, ya que muere mientras da a luz a su segundo hijo. A pesar del acto de concepción, se desvanece en la muerte, dejando sólo un nuevo engaño y un nuevo duplicado –su marido y el crítico- como legado. Con su muerte, la urdimbre se riza de nuevo en un punto nodal de la trama, y luego vuelve a brotar en una repetición final del motivo. La estructura del doble y la filiación lo es siempre en torno a un malentendido constante.
Pone en juego a un supuesto conocedor de la Cosa, cuyo desplazamiento perpetuo en el tablero de la narración desdibuja los lugares y le confiere una función metonímica de verdad, irreductible al conocimiento mismo. En realidad, el malentendido sólo pretende reavivar un deseo insatisfecho en torno a una carencia original, inscribiendo algo que los personajes no dejan de fabricar en el crisol de un sentido oculto y es así como Corvick deviene el Corvino del Volpone jonsoniano: su relato es el resultado de un compromiso masoquista entre la satisfacción del impulso que le impulsa a poseer y revelar el secreto y la frustración generada por la decepción de su fracaso.
Se entiende, una vez asumido todo lo anterior, que James haga hincapié en la perfección técnica de la obra de arte sin sacrificar el sentido de una literatura que supone un género específico, precursor de la imaginación moderna. Su arte de la construcción, su arquitectura textual, combina el suspense con la exploración del comportamiento humano, cuestionando el sentido a través de la intencionalidad y la motivación de los actos, abordando la interioridad desde la exterioridad. El abanico de posibilidades entre intención y propósito es más relativo que nunca. Así pues, la libertad de la mente sólo está en función del cálculo de esta libertad, abriendo un juego de probabilidades que excluyen el azar y la arbitrariedad.
James inventa un álgebra del comportamiento humano y sus leyes más oscuras. Su desciframiento exige una escritura cifrada. En un universo saturado, el cálculo de intenciones basado en la sospecha sistematizada lleva a la exacerbación de un imaginario que juega con el sentido nunca dado. Lo ha explicado muy bien Wayne Booth: «James crea y rechaza un narrador poco fiable, sólo para encontrarse a sí mismo creando otro yo que, inmediatamente, se involucra en la acción de una forma tan profunda que origina la catástrofe»[16]BOOTH, Wayne C. 1983. The rhetoric of fiction. Chicago & London: University of Chicago Press, p. 344.
La figura en la alfombra, construido sobre la estrategia del silencio y el equívoco, se adhiere, de pleno, a la concepción de James, para quien el arte es la expresión en redondo de los impulsos reprimidos de la vida social, pero también la vida, y permite el paso del inconsciente neurótico a la conciencia estética, a partir del juego con la falta, donde la causa es aquello que, por su ausencia, hace surgir el texto. La pasión por el secreto, eco de una pasión por el conocimiento, confiere al arte su fuerza estética, mientras que la duda en el fundamento de la creación, como forma transpuesta de concepción, le confiere su valor heurístico. Si bien la figura sugerida en la alfombra motiva un desencadenamiento de pasiones, sólo la tocada por el punctum, es decir, el efecto producido por el texto como efecto de verdad, habrá alcanzado un cierto conocimiento, aunque sólo sea para saber cómo hacer que la literatura no se quede en letra muerta y se transmita. La lettre est morte: la carta está muerta, pero también es la muerte misma, como sabemos por el final de Corvick y Gwendolen. Su papel, así lo ha dicho Pérez Gállego, al pensar en Aspern, «se hace literatura y texto, pero también memoria presente. Su actuación en el texto es seguir viviendo después de muerto»[17]Pérez Gállego, Circuitos…, Op. Cit., p. 222.
En definitiva, el ojo de James, como puerta a través de la cual nos mira la obra, recuerda, sin duda, a la parábola kafkiana de Ante la Ley[18]KAFKA, Franz. 2017. «Ante la Ley», en Cuentos completos. Madrid: Valdemar, pp. 222-224: un hombre pretende acceder a la Ley tras la puerta de entrada, el guardián le explica que podrá hacerlo, pero que aún no es su tiempo. Durante la espera, en la que puede espiar a través de la puerta, el hombre ve que nadie más se acerca a ella y, sólo cuando está a punto de morir, el guardián le dice que esa entrada estaba reservada sólo para él y que cerrará, definitivamente, la puerta. Se es parte del secreto, de la Ley de lectura de James, de un conocimiento que depende siempre del matrimonio[19]A este respecto, las ideas de Julio García Caparrós sobre la escritura célibe de James nos han sido fundamentales., pero no podremos participar de él, quedando encerrados en la obsesión por esa Ley, ese secreto, y los carceleros, como escribe el narrador, al final de La figura en la alfombra, «se han llevado consigo la llave» (336).
La puerta es ese ojo a través del cual la obra nos mira, pero también esa grieta abierta en la obra, abierta por la obra –brecha en el muro o desgarro-, pero trabajada y construida, como si hiciera falta un tercer guardián (tal que en la parábola de Kafka) –quizá el propio James, arquitecto, escultor de nuestras heridas más íntimas- para dar, a la escisión de lo que nos mira en lo que vemos, una especie de geometría fundamental, en palabras de Didi-Huberman[20]Didi-Huberman, Lo que vemos…, Op. Cit., p. 169. Y aquello de lo que nos hablan la parábola jamesiana y la de Kafka no es tanto de nuestra incapacidad para satisfacer el deseo que despierta en nosotros la obra –la propia geometría de la alfombra donde aparece la figura- como del deseo insaciable de la propia obra. Un deseo que nos atrae, nos absorbe y nos señala, porque nos desea. Porque lo que Henry James consigue finalmente señalar es la constitución de la obra como verdadero sujeto deseante, y por tanto como verdadero sujeto de lo incomprensible.
Todos los textos de James contienen aporías que se construyen desde su propia morfología interior[21]Pérez Gállego, Circuitos…, Op. Cit., p. 212. Existe en ellos la presencia de dos o más significados incompatibles o contradictorios que se implican o entrelazan entre sí, pero que jamás constituyen una totalidad. Para provocar su búsqueda, la Figura debe estar siempre ausente y no ser vista, aunque su presencia subyazca a todo lo que sucede en la narración. Al leer la fábula de James, nos encontramos en la posición de su narrador enfrentado a la paradoja de una ausencia que está continuamente presente, aplaza el significado y, por tanto, cualquier resolución satisfactoria del enigma. Cada indicio de que se ha aprehendido algo en la obra de Vereker puede leerse, con la misma facilidad, como una sugerencia de que no se ha transmitido nada en absoluto, pues tal acto de transmisión es algo que podría haber tenido lugar por puro azar, pero de lo que no tenemos ninguna prueba de que haya ocurrido.
Al final, como le ocurre al narrador, no somos capaces de decir si hay una figura que encontrar, ni por qué James quería plantear ese dilema en primer lugar. Una de las (muchas) ironías es que, en nuestros desconcertados intentos por arrancar el significado del corazón de la historia, quedamos atrapados en la misma trampa a la que el desdichado narrador de James es incapaz de resistirse. Este era, es ya, será, el gran asunto que nos ocupa aquí. Un secreto, como he dicho al principio. Como seguiremos diciendo, incesantemente, pues el diálogo no ha terminado.
Título: La figura de la alfombra |
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Referencias
↑1 | JAMES, Henry. 1999. «The Figure in the Carpet», en Collected Stories, Vol. II. New York: Knopf, p. 311 (en adelante, todas las citas, extraídas de aquí, serán consignadas entre paréntesis) |
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↑2 | DE MAN, Paul. 1983. Blindness and Insight: Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 137 |
↑3 | DIDI-HUBERMAN, Georges. 2014. Lo que vemos lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, p. 21 |
↑4 | ECKHART, Meister. 2013. Tratados y sermones. Buenos Aires: Las Cuarenta, p. 364 |
↑5 | KERMODE, Frank. 2015. Essays on fiction 1971-1982. London, Melbourne and Henley: Routledge & Kegan, p. 95 |
↑6 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1987. Henry James. Madrid: Coloquio, p. 95 |
↑7 | DELEUZE, Gilles, Felix GUATTARI. 2015. A thousand plateaus. London & New York: Bloomsbury, pp. 229-230 |
↑8 | SOLLERS, Philippe. 1968. Logiques. Paris: Seuil, p. 121 |
↑9 | LACAN, Jacques. 2006. El Seminario XX, Aun (1972-1973). Buenos Aires: Paidós, p. 144 |
↑10 | BLANCHOT, Maurice. 1969. El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila, p. 147 |
↑11 | JAMES, Henry. 1964. The art of the novel. New York: Norton, p. 151 |
↑12 | PONTALIS, Jean-Bertrand. 1993. Après Freud. Paris: Gallimard, p. 351 |
↑13 | Deleuze, Guattari, Thousand…,Op. Cit., p. 231 |
↑14 | DERRIDA, Jacques. 2001. La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá. México: Siglo XXI, p. 36 |
↑15 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido. 1975. Circuitos narrativos. Zaragoza: Universidad de Zaragoza, p. 224 |
↑16 | BOOTH, Wayne C. 1983. The rhetoric of fiction. Chicago & London: University of Chicago Press, p. 344 |
↑17 | Pérez Gállego, Circuitos…, Op. Cit., p. 222 |
↑18 | KAFKA, Franz. 2017. «Ante la Ley», en Cuentos completos. Madrid: Valdemar, pp. 222-224 |
↑19 | A este respecto, las ideas de Julio García Caparrós sobre la escritura célibe de James nos han sido fundamentales. |
↑20 | Didi-Huberman, Lo que vemos…, Op. Cit., p. 169 |
↑21 | Pérez Gállego, Circuitos…, Op. Cit., p. 212 |