Como suele suceder, dada nuestra marcada tendencia a enumerarlo todo para saber qué poseemos y qué está fuera de nuestro alcance, los pecados también pueden clasificarse; en este caso, según su gravedad y posibilidad de redención. Los hay veniales y mortales. Los primeros pueden perdonarse mediante la oración o los sacramentos, los segundos ya dependen de la voluntad del mismísimo Dios. Los seres humanos solemos cometer tanto unos, como otros, aunque admitir esto nos resulte vergonzoso o improcedente. Y bien, ¿por qué hablar de pecados para comentar una obra de Zweig? Sencillamente, en “Miedo” (1920) pueden encontrarse los siete pecados capitales, más o menos presentes, a lo largo de todo el relato.
Irene Wagner vive sin preocupaciones una vida burguesa cómoda y placentera, casada con su respetable marido y ejerciendo el papel de madre –con institutriz-. Por ello, inicia una relación íntima con un joven pianista al que visita puntualmente una vez a la semana, como asiste a la ópera, al teatro o a cualquier evento cultural o caritativo. Sin embargo, nadie tiene una vida perfecta y, cuando menos lo espera, la novia de éste la aborda en el portal del edificio de su amante alzando la voz y reprochándole su falta de sensibilidad para con otra mujer. La ausencia total de modales y esa rabia que brota de gestos y tono de voz la asustan, cediendo ante sus amenazas. A partir de entonces, se convierte en la víctima de una chantajista sin escrúpulos y ávida de beneficiarse de aquello que le ha sido negado por la clase social a la que pertenece. La encrucijada se vuelve más tortuosa y asfixiante cuando las exigencias se incrementan y ella se ve incapaz de saldar un precio tan alto.
La lujuria de Irene no puede describirse como puramente sexual; su excitación viene dada por la juventud del muchacho, su condición bohemia y el romanticismo del arte. «Se inclinó sobre el borde de sus sentimientos cotidianos para contemplarlo”[1]ZWEIG, Stefan. 2018. Miedo. Madrid: Acantilado, p. 22 por insatisfacción con su propia vida conyugal, exenta de deseo o sensualidad. Lo ama por su halo de artista, pero detesta sus brusquedades cotidianas, como la inestabilidad económica, sus extravagancias en público o su rudeza en el sexo. A esto se une la pereza de esta dama de alta sociedad por todo cuento le rodea, incluso en sus relaciones familiares y amistosas. Para ella todo está trazado y así debe continuar sucediéndose. No renunciar a nada, no alterar su orden, no salir de su confortabilidad, implicarse lo mínimo en la vida de sus seres más cercanos; así los días fluyen sin altibajos, ni problemas que desentonen con su atuendo o saber estar. Tampoco el lector obvia la soberbia de Irene, aunque ésta se matiza con delicadeza y elegancia, sin arrebatos de vanidad. Su altivez se fusiona en esa sobrevaloración del yo personal por el hecho de haber nacido rica, casarse bien y codearse con la flor y nata de Viena; en definitiva, en creerse superior a esa muchacha pobre y deslenguada que le pide dinero a cambio de silencio, cuyas ropas gastadas son para Irene el reflejo de su poca educación y desfachatez.
Ahora bien, la otra cara de la moneda no es menos compleja. La mujer traicionada, que decide aprovecharse de la situación y exprimir a su rival, también exhibe muestras de un egoísmo exponencial e insaciable. Comienza con una ira incontrolable de enfado y odio hacia quien le ha arrebatado lo que considera suyo, hasta tornarse en avaricia y gula, pues su ansia no encuentra límite. Si bien es cierto, el sentimiento que subyace a todos y cada uno de sus comportamientos es la envidia, ésa que engorda con la percepción de un mundo injusto y que socava cualquier alma insegura, desengañada y débil.
Podemos afirmar que Zweig es un excelente destripador psicológico y sus incursiones en el fondo de la mente humana son tareas de un espeleólogo que ostenta un gran dominio en la materia. Al mismo tiempo, retrata la cara menos amable de la hipocresía humana, cuyas diferencias sociales son claras entre la burguesía, la bohemia y la marginación.
La palabra miedo se repite constantemente en sus páginas explícitamente y de forma implícita transfigurándose en desnudez, percepción de fragilidad física, culpa, persecución, pesadillas y la búsqueda de seguridad entre cuatro paredes, que se vuelven una prisión de lujos y horas interminables.
“El miedo había actuado sobre su vida como un ácido corrosivo”[2]Ibíd., p. 74 y la protagonista tendrá que tomar una decisión, trazar un plan definitivo que la deje en buen lugar a ella, a su marido, a sus hijos, a su honor. El peligroso juego consistente en comprar una tranquilidad caduca, esperando el próximo encuentro con su chantajista, se basa en reglas muy duras, difíciles de obviar. Además, ella acaba siendo consciente de lo adormecida que ha estado desde siempre, llevando una existencia fácil, repleta de futilidad e insignificancia, donde la frivolidad le había arrebatado cualquier atisbo de ella misma.
“El miedo es peor que el castigo, porque éste es algo determinado”[3]Ibíd., p. 90 y eso también acaba por experimentarlo el lector, cuando la tensión se va haciendo angustiosa y a uno lo aturde la impaciencia ante un desenlace que se prevé catastrófico. De una forma u otra, atravesamos a la protagonista y su impronta se queda pegada a nuestra piel de observadores mudos, latentes, figurantes en una obra donde no aparecemos. Llegamos a inventar más excusas para Irene y suplicamos que su marido no sospeche, para luego aconsejarle que confiese, que se abandone de una vez por todas a la verdad y asuma las consecuencias.
Del autor se ha escrito mucho a favor y en contra. Etiquetas como “novelista de estación” son una muestra, de nuevo, de las infamias con las que nos castigamos constantemente los seres humanos. Es innegable la maestría de Zweig como narrador, su absoluta empatía con los personajes que creó y esa sensibilidad tan próxima al desequilibrio.
Título: Miedo |
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