Entre las llamaradas, el humo y las cenizas se cuela el ulular de sirenas de bomberos y policía. Algunas lenguas de fuego me arrebatan el oxígeno a pocos metros de mí. Hace unos minutos he iniciado mi propio Farenhait 451 y las llamas rugen devorando contenido y continente. No tengo nada en contra de los libros ni de las bibliotecas; me gusta la lectura y, sin embargo, no he tenido más opción que convertirme en pirómano para intentar escapar a la locura que se estaba apoderando de mí. Y no por leer, sino por amar.
La conocí en la biblioteca hace tres meses. Aquel primer día solo cruzamos un par de miradas; con la primera quedé atrapado en el verde húmedo de sus ojos. De acudir una vez por semana, pasé a ir cada día, pues cada día iba ella. Pronto intimamos, nos sentamos juntos, nos besamos; acabé leyendo lo que ella leía: libros de viajes, reales o imaginarios, por los confines del planeta, incluso del universo. Al cabo de dos meses, una tarde, ante mi sorpresa e incredulidad, la vi transformarse en uno de aquellos seres protagonistas del viaje que leía. Al parecer, nadie más en la biblioteca se dio cuenta del extraordinario suceso. Se repitió con cada nuevo libro. Pero cuando lo cerraba volvía a ser ella. No me atreví a preguntarle.
Hace una semana que las páginas sobre una isla perdida en el Pacífico absorbieron su cuerpo evanescente. He mantenido abierto el libro por esas mismas páginas día y noche con la esperanza de su regreso. Ha sido inútil.
Quizá las cenizas me la devuelvan.