Siempre soñó que mis labios sabían a mar. Lo sé porque a sus ojos era una sirena cantarina que le empujaba a un eterno naufragio. Nunca me lo dijo así, pero solo había que leer los nudos de su pecho y el ahogo de sus palabras. Como su saliva aliñada con lágrimas hipotecaba la dulzura de cualquier beso, disimulábamos oteando el cielo para descifrar señales de luz y buscar estrellas que nos revelaran alguna senda celeste que pudiéramos recorrer juntos sin amargura. O escrutábamos el océano, por si la plata de los peces perfilaba para nosotros una ruta salada entre las olas.
Era ley de vida que algún día cambiara la manera de mirarnos.
Pero entretanto, nos empeñábamos en devorar cada minuto, cada partícula de sol, cada eco de voz, cada armonía de pensamiento, cada roce fortuito, cada sombra entrelazada, jugando a construir un mundo furtivo y efímero que nos acogiera. Y sin percatarnos, ese transcurrir intenso del tiempo, en oleadas de felicidad minúscula, fue la época más hermosa que vivimos.
Cuando el aire a nuestro alrededor dejó de reverberar, conservamos las manos unidas: teníamos los corazones repletos de ilusión y la mirada madura de los que sobreviven al amor.