Cuando pienso en Schubert me vienen muchas imágenes, su música hace imaginar. Pero quizá la más significativa, la capaz de condensar un mensaje más explícito, se debe a un dibujo realizado por su amigo Moritz von Schwind de una de las llamadas schubertianas. Se trata de un salón atestado de público, que rodea de manera más o menos extática al compositor, que interpreta al piano, y a quien acompaña el barítono Michael Vogl. Las damas están la mayoría sentadas, de pie los varones, y es la única distancia social a la que, a simple vista, parece obedecer esta reunión en la que podemos contar al menos entre treinta o cuarenta personas. Es un número importante para un espacio cerrado. Conciertos privados con una cantidad similar de gente recuerdo uno del cantante y pianista Folco Orselli, una suerte de Tom Waits italiano, en casa de mi amigo Nereo Scarinzi, pero era otra la música y el lugar otro, nada menos que un patio mientras cenábamos a la luz de las estrellas. En cualquier caso el dibujo de Schwind es también el epítome de una época otra, el llamado periodo Biedermeier, en el que la pulsión romántica de cambio disruptivo se ve atenuada por la parálisis política, por la ausencia de horizontes personales y por un cierto recogimiento. Sin embargo, y como escribe Whitall: «Schubert se convirtió en un romántico a pesar de su entorno»[1]WHITALL, Arnold: Música romántica. Destino, Barcelona, 2002, p.27.
El ciclo de canciones Winterreise (Viaje de invierno), compuesto al final de su vida por el músico, a partir de un poemario de Wilhelm Müller, de quien ya había utilizado su poesía para concebir otro ciclo, Die schöne Müllerin (La bella molinera), es parte nuclear de la disidencia de Schubert con respecto a la apacible domesticidad Biedermeier, aunque es verdad que ese periodo de paz cultural contenía un ingrediente sustantivo de no pequeña inquietud, y que por diferentes motivos nos solicita una lectura sintomática, como yo mismo he planteado en alguna ocasión, a propósito de Eduard Mörike[2]GARCÍA CAPARRÓS, Julio: Philippe Sollers camino de Praga, en Laberintos, nº14, Zaragoza, 2006, pp. 33-37. El libro de Bostridge, prestigioso tenor y doctor en Historia por la Universidad de Oxford, es un viaje perfecto sobre ese viaje de Schubert y Müller, como esos cuadernos en los que incluimos bocetos, poemas, notas, billetes y estampas del itinerario que hemos hecho. Y nos lo llevamos todo a casa, pero en dicho trance nuestra casa se ha vuelto también diferente, ajena.
Habría que empezar por el principio, lo hacen Müller, Schubert y Bostridge, lo hago yo con el título como cita alienada, expropiada, por así decir, al poema o a la canción. Lo extraño (Fremd) de ese extrañamiento (Entfremdung), sin el que no se pueden entender algunos límites de la filosofía hegeliana, ni tampoco los límites todavía más llamativos de su desborde en Marx, ya sea como Alienation o Entäusserung. En efecto, que estos términos exceden a la mera filosofía del derecho o a la teoría de la propiedad es algo que Bostridge subraya cuando se refiere a la gran admiración de Samuel Beckett por el viaje de invierno de Schubert[3]BOSTRIDGE, Ian: «Viaje de invierno» de Schubert. Anatomía de una obsesión. Acantilado, Barcelona, 2019, p. 38. Lo extraño en el viaje incluye aspectos ontológicos, mutaciones afectivas, además de un relativo exilio social. Lo que el dibujo de Schwind pone en el centro del salón es el objeto de la escucha hacia un genio de vida breve, corroído, como Nietzsche entre otros, por la sífilis. Y esta enfermedad, este estigma infamante, suponía la muerte civil en Viena -este tema de la multiplicación vienesa de la sífilis será posteriormente el tema de la obra de teatro de Arthur Schnitzler, La ronda, y de la magistral adaptación cinematográfica de Max Ophuls- lo que en el caso del músico suponía todavía un contraste personal más violento y desequilibrante, habida cuenta de su celebridad y de su anhelo de sociedad.
Por lo tanto, al principio, están el caminante, el viajero, el Wanderer, del que es un retrato esencial el Caminante sobre el mar de niebla de Friedrichs, que se presenta como una figura sin rostro porque lo que nos incumbe es lo que ella arrostra, no su mirada sino lo que ella mira dándonos la espalda, efectuando con nosotros antes que con ningún otro, el imperativo ethos de la distancia. De él dice Sergio Givone, en un espléndido ensayo dedicado a este icono romántico: «¿Quién es entonces el Caminante? Tal vez un metafísico. Pero ni siquiera esto se puede decir de él, unido como está a la fisicidad del ser, a la física en una palabra. Es en la física y en su leyes, es en el mundo donde él busca una brecha en dirección al ultra mundo o al no mundo, interrogándose como un estudioso sobre el cómo y el por qué, observando, escrutando»[4]GIVONE, Sergio: Sull’infinito. Il Mulino, Bologna, 2018, p. 28. Hemos aclarado: desde el principio. Aunque el mismo Bostridge señala que «Ésta es una de esas canciones que parecen haber estado sonando desde siempre en el momento mismo en el que comienzan»[5]«Viaje de invierno», p. 23. Una sucesión de corcheas repetidas, con un tempo moderado, como de paseo, pero con una figura descendente y afligida. Cuando Schubert interpretó el ciclo, la mayoría de los oyentes consideró que eran unas canciones horribles, tristísimas. Y todavía lo percibimos así los oyentes contemporáneos, y es por ello que se despierta su seductor, y me atrevería a decir que oscuro encanto. Es que el principio del principio es otro. Nada menos que el título de la canción, que es Gute Nacht, buenas noches, porque todo se dice como a la chita callando. Y porque todo ese viaje parece que va en dirección hacia una noche gris. Ese es el final del invierno. La última canción nos lleva hasta el bordón de la zanfona, el arpa de los pobres, hasta el medieval organistrum, sobre el que ha escrito de manera tan autorizada Antonio Poves Oliván[6]POVES OLIVÁN, Antonio: En tabla, piedra y pergamino. Los instrumentos de rueda en la España medieval. Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2013.
La música segura, culta, del salón, acaba chocando con la música del mundo exterior, tan frágil y castigada como esos tañedores de Georges de La Tour.
Bostridge menciona al señor de la pandereta de Bob Dylan, y desde luego no tiene empacho alguno en tomar préstamos aquí y allá de la música popular, pop, igual que el Wanderer colecciona los objetos más heteróclitos en su cuaderno de memorias. Con más razón podría haber mencionado Hurdy Gurdy Man, literalmente El hombre de la Zanfona, que muestra el sentido iniciático de esa apertura, de ese extravío, puesto que el salón Biedermeier se ha quedado pequeño, y los muros han sido derribados. El viajero es un desclasado, un extraño a los suyos, un alienado. Es imposible encontrar la figura de la alfombra en este entrelazado de cosas tan diferentes halladas, porque se trata de un libro capaz al mismo tiempo de saciar nuestro apetito de cultura y de satisfacer nuestro hartazgo de la misma. No hay un núcleo, ni en el libro ni en ciclo de lieder, salvo el del viaje mismo, y cómo en los sucesivos e implacables despojamientos se va insinuando poco a poco, pero con insistencia, un impulso de muerte. Parte de esos despojamientos y derrotas los encontramos también en La bella molinera, pero ni de lejos es el conjunto tan lúgubre y desconsolado como en nuestro viaje. Digamos que en este primer ciclo el fracaso se refiere sobre todo a una herida narcisista en la competencia masculina. Vence el cazador, él conquista el corazón de la molinera, antes que su más bien seráfico contendiente.
En cambio la alienación en el viaje es absoluta, se levanta sin resquicios. La herida, el fracaso, son al final ontológicos. Como si fuese el ser mismo de este sombrío viajero el que resultase disminuido, separado de todos y por todos vetado. Pero es que desde el principio, incluso desde el principio del principio, la cualidad emocional es diversa. En el Viaje no hay desarrollo dramático, sino que obedece más bien al principio del agotamiento, en el sentido que le da Beckett, recordemos que es un oyente privilegiado de Winterreise, y sobre el que escribe Gilles Deleuze[7]DELEUZE, Gilles: L’épuisé, en BECKETT, Samuel: Quad et autres pièces pour la télévision. Minuit, Paris, 1992. El agotado agota todo lo posible. Por eso la fuerza, incluso cacofónica, de la segunda canción, no basta para hacernos olvidar que todo está ya escrito desde el principio. Creo que un valor añadido es el de que el profundo conocimiento musical de Bostridge, que es inseparable de una experiencia continuada como intérprete de Schubert, nos muestre con claridad la función proléptica del piano sobre la palabra. Como escribe Gunnar Hindrichs, en su extraordinaria ontología de la música, a propósito del sentido, la música no posee una forma proposicional, sino que manifiesta y muestra. De tal manera que el mirlo, escenificado por el sonido musical en Messiaen, no puede separarse del sonido, sino que lo es[8]HINDRICHS, Gunnar: La autonomía del sonido. Una filosofía de la música. Sígueme, Salamanca, 2020, pp. 226- 228. Así que esta prolepsis hay que entenderla en un sentido profundo. No es que adelante la palabra sino que es la palabra, musicada ya de parte a parte, la que sigue al piano que se adelanta.
Por eso, como oyente, me atrevo a mencionar un cierto efecto hipnótico, o cuando menos de un éxtasis triste, debido a eso extraño que se repite y agota a lo largo del ciclo. Es la reacción habitual, lo recuerda Bostridge, del público. Antes de romper en aplausos permanece un instante mudo, como presa del estupor. Desde luego que si tuviera tiempo, que no lo tengo, me gustaría mencionar la diferente naturaleza de todos y cada uno de los souvenirs que va amontonando el autor de este libro cautivador, pero no hay ocasión para más demoras. Sobre todo porque el paseante o coleccionista se ha servido con la mayor libertad. No propone una selección o un criterio o un tono, como tampoco lo hace el viajero real cuando va llenando las páginas de su cuaderno. Britten, Friedrichs, Hölderlin, Goethe o Mahler los encontraremos varias veces en las revueltas del camino, pero también recibiremos noticias nada banales sobre el estudio de los cristales de nieve en la ciencia romántica, el impacto de la conspiración de los carbonari en Italia, sobre los soles dobles, la angosta vida de los tutores privados o los carros de posta, con todo lo que hay del arte de la digresión de Thomas de Quincey, en este libro que reserva placeres, con esta luz de verano que poseen siempre nuestros placeres, en medio de la anatomía de su invernal recorrido.
Título: «Viaje de invierno» de Schubert. Anatomía de una obsesión |
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Referencias
↑1 | WHITALL, Arnold: Música romántica. Destino, Barcelona, 2002, p.27 |
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↑2 | GARCÍA CAPARRÓS, Julio: Philippe Sollers camino de Praga, en Laberintos, nº14, Zaragoza, 2006, pp. 33-37 |
↑3 | BOSTRIDGE, Ian: «Viaje de invierno» de Schubert. Anatomía de una obsesión. Acantilado, Barcelona, 2019, p. 38 |
↑4 | GIVONE, Sergio: Sull’infinito. Il Mulino, Bologna, 2018, p. 28 |
↑5 | «Viaje de invierno», p. 23 |
↑6 | POVES OLIVÁN, Antonio: En tabla, piedra y pergamino. Los instrumentos de rueda en la España medieval. Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2013 |
↑7 | DELEUZE, Gilles: L’épuisé, en BECKETT, Samuel: Quad et autres pièces pour la télévision. Minuit, Paris, 1992 |
↑8 | HINDRICHS, Gunnar: La autonomía del sonido. Una filosofía de la música. Sígueme, Salamanca, 2020, pp. 226- 228 |