Los niños de la escuela atosigaban a los tres hermanos—Darío, Gabriela, Valentina—para que les contasen historias. Hartos de su fastidiosa insistencia, en el siguiente recreo (cuando cientos de chiquillos se arremolinaban en torno a ellos cual bandadas de palomas, con plegarias y súplicas sordas), los hermanos se sentaron en el suelo, decididos a darles una lección. El resto de niños repitió su gesto de forma robótica. Entonces comenzaron su historia:
«Hubo un tiempo en que las palomas dominaban el mundo y nosotros éramos sus personas mensajeras. Sabían el lenguaje de los humanos, y manchaban su pico en el barro y escribían sobre hojas secas. Hacían garabatos que nadie, excepto ellas, sabía descifrar. Por aquel entonces, las palomas eran grandes y gordas como faraonas, pues no hacían más que escribir y leer. Para mandarse sus cartas, sólo tenían que hacer una cosa: volaban hasta nosotros y dejaban caer su mensajito en nuestra oreja. A veces ni nos dábamos cuenta de que nos habían colocado un paquete en el oído, y seguíamos nuestra vida como si tal cosa; ni siquiera notábamos cuándo otra paloma nos apoyaba sus patas en un hombro y nos lo sacaba».
En ese instante, también como si tal cosa, una paloma descendió del cielo y se posó delante de los hermanos frente del océano de chiquillos. Como si formara parte del cuento, la paloma rayó su pico sucio sobre un trozo de papel del suelo, dejando sobre él marcas visibles. Después lo arrugó en una bola pequeña que se la metió en la boca, y avanzó decidida hacia el niño más cercano. Se llamaba Juan y estaba en la primera fila. La paloma fue hasta él en línea recta y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, dio un salto, aleteó sus alas durante unos segundos (para darse impulso) y se abalanzó sobre sus orejas. Cerró sus garras fuertemente sobre su hombro y el cuello, y después —bien aferrada— introdujo su cabeza en el oído, tocando el tímpano de Juan con su rugoso pico. Sólo entonces él mismo y el resto de chiquillos (que habían seguido tan hipnotizados los movimientos del ave como las palabras de la historia) rompieron el hechizo que los tres hermanos habían construido con su voz hipnótica. Hubo tumulto, griterío, escandalera. Se formó una nube de polvo que sólo se dispersó con el timbre que puso fin al recreo, y mandó a cada uno hacia su aula.
Excepto Gabriela, Darío y Valentina: ellos seguían en su sitio cuando volvió el silencio y se dispersó la polvareda. En soledad, acabaron la historia:
«Pero a veces ocurría que las personas mensajeras, todavía con la carta escondida en las orejas, se adentraban tan profundamente en sus cuevas que las palomas no podían alcanzarles ni completar la transacción. Si esta demora se prolongaba más allá de algunas horas, entonces los porteadores de las cartas de las aves empezaban, poco a poco, a transformarse ellos mismos en palomas. Primero dejaban de caminar como personas; luego se les caía el pelo, se les encogía el cuerpo y les crecía el pico, las alas y las plumas. Y al poco tiempo ya no eran capaces de hablar».
Con esto los hermanos se levantaron del suelo y volvieron a clase.
Hacia el final del día, los efectos del hechizo ya eran perceptibles en el pobre Juan. Cuando Darío, Gabriela y Valentina lo vieron salir del colegio y meterse en el coche, rumbo a casa, notaron en sus andares el curso inexorable de una mutación animal. En su fuero interno, las miradas ignorantes de las maestras atribuían el extraño vaivén de su cabeza al peso excesivo de la mochila sobre su espalda. Parecía un martillo percutor, golpeando hacia adelante y hacia atrás. Pero los hermanos sabían la verdad.
A la caída de la tarde, Juan se quejó de un dolor agudo en oídos y garganta. Le irradiaba hacia el resto de la cabeza, desde el arco de la nuca hasta la punta de su nariz. Movía torpemente los brazos y las piernas, y decía que le costaba vocalizar (algo que su familia hubiese notado de no ser por su horrible ronquera). Sin dramatismos, sus padres lo enviaron a la cama. Pensaban que se trataba de una gripe pasajera. Lo cierto es que—durante un segundo al menos—Juan también creyó que el sueño repararía todos sus males. Pero en seguida le empezaron a visitar las pesadillas, pesadillas que tenían la mirada inquietante de Darío, Gabriela y Valentina y la voz histérica de niños que le llamaban «Juan Palomo». Entonces lo entendió.
A la mañana siguiente, sus padres no quisieron despertarlo para ir al colegio. Para cuando su madre apartó las sábanas, su hijo se había convertido en un pichón. Había agrupado su pelo alrededor para hacerse un nido. A los pies de la cama había una libreta escolar en la que, a altas horas de la noche, Juan había logrado escribir unas palabras: «Mamá, llévame al colegio. Me curaré».
Su madre leyó el mensaje, arrancó la página y metió a su hijo en el asiento delantero del coche. Condujo sin freno hasta la puerta de la escuela, donde aparcó y comenzó a llamar al timbre de forma insistente. Llevaba a Juan Polomo entre sus manos, envuelto en su nido de pelo. El ruido que se filtraba desde el otro lado de la valla indicaba que era la hora del recreo. En cuanto les abrieron, Juan Palomo rompió a volar y empezó a buscar a los tres hermanos desde el cielo. Su madre admiró atónita cómo su hijo alcanzaba en pocos segundos la copa de los pinos, desde donde distinguió a los tres hermanos frente a la marabunta de niños que, como siempre, reclamaban su cuento del día. Juan Palomo descendió hasta los pies de Gabriela, Valentina y Darío, como lo había hecho la paloma del día anterior, y su madre llegó en seguida. Se dirigió a los tres hermanos: «Es vuestro amigo Juan: por favor, ayudadle». Casi sin mirarla, éstos se sentaron en el suelo y añadieron un nuevo final:
«Cuando las personas quisieron recuperar su apariencia humana, descubrieron que podían hacer una cosa. Tenían que escribir un mensaje en un papel y encontrar a una persona en la que depositarlo. Entonces se curarían.»
Juan Palomo empezó a girar su cuerpo a duras penas, moviendo sus patitas, hasta que tuvo a su madre enfrente. Ésta entendió la intención que había detrás de sus gestos y le entregó el papel que había hallado junto a su cama esa mañana. Su hijo lo dobló meticulosamente con el pico e hizo con él una bolita, que apretó y apretó hasta que le cupo en la boca. Entonces alzó de nuevo el vuelo. Estuvo trazando círculos encima del colegio mientras el resto de niños lo miraba, pero al final decidió alejarse un poco; le atraía el verde de los campos y el rumor del agua en las acequias. En las alturas había un silencio agradable y el cielo brillaba azul de primavera. Al fondo se atisbaban las montañas. Juan Palomo disfrutó de la brisa que le hacía surcos entre las plumas del abdomen mientras planeaba, lentamente, hacia una caseta rodeada de huerta. Allí, un anciano dormía en una hamaca atada a la sombra de dos árboles.
Se posó en uno de los bordes de la hamaca, desde donde introdujo el papelito en la boca del anciano, aprovechando que roncaba. Supuso que no le importaría convertirse en paloma y disfrutar de este paisaje, desde el cielo, antes de morir. Él, en cambio, debía apresurarse: las plumas no tardarían en desprenderse de su cuerpo, pero Juan quería llegar al colegio antes de que terminase el recreo y tener, así, algo de tiempo para estar con sus amigos y contarles su historia. Mientras volaba de vuelta a la escuela, no sabía si su cuerpo temblaba de frío o de emoción.