Qué simple e inquietante sería, de repente, sentir que tu identidad la definen dos iniciales, las de tu nombre y apellido; dos letras bordadas en una maleta que ha recorrido el mundo, que se abandonan en un rincón o encima de un armario cuando la rutina se desenvuelve en el diario de semanas sucesivas, sin destinos exóticos, ni visitas a familiares o amigos. Al fin y al cabo, dos consonantes no contienen mucha información, ni se distinguen de otros símbolos de nuestro entorno. Por eso, G.H. son la nada, aunque representen el todo de alguien que ha nacido, crecido y vivido con el peso vacío de esas siglas.
Clarice Lispector publicó “La pasión según G.H.” en 1964 y algunos la consideran la obra maestra de la autora. En poco más de ciento cincuenta páginas es capaz de revolcar al lector en un sinfín de preguntas que provocan la angustia y la asfixia, ya que, habitualmente, no solemos reflexionar tanto acerca de nosotros mismos. Puede que su lectura se dilate en el tiempo y necesite cierto reposo; no por aburrida, ni por indescifrable, sino por la intensidad y el acercamiento paulatino hacia nuestro ser. Ella misma lo advierte antes del comienzo: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada”.
Todo sucede en un espacio acotado, en una habitación de un apartamento de lujo; a lo largo de unas horas, en una mañana cualquiera de la vida de una mujer que goza de privilegios materiales y sociales. El seísmo acontece sin quiebras económicas, ni rupturas sentimentales, tan sólo por una decisión que trastoca la monótona sucesión de automatismos cotidianos: entrar en el cuarto donde, hasta hace poco, dormía la criada. La ventana, sin cortinas, deja pasar la luz del sol, ardiente, impúdica, retadora. Es entonces cuando G.H., ofendida, abre un armario al que le crujen todas las articulaciones y encuentra una cucaracha. Paralizada, frenando un grito de siglos, se entrega al bloqueo del pánico. A partir de ese instante, el lector caminará por el laberinto interminable de la introspección, de la mano de la protagonista.
Una cucaracha, sólo una cucaracha; un insecto hemimetábolo de cuerpo aplanado, cuyos ancestros se remontan a millones de años. Un ser inofensivo, que no puede ocasionar ningún mal a un ser humano por sí solo, pero que en G.H. suscita un recuerdo infantil aterrador; quizás, la vuelta a su pasado, retornar al inicio de la vida, renacer, renunciar a la zona de confort, atreverse, huir del desierto y buscar la esperanza. ¿Puede que su mutismo sea la mordaza de clase? Un alarido significaría una llamada de alarma, como exhibir ante todos que escapa del mundo posible, el que está trazado. Y los seres excepcionales son arrastrados al silencio, a la dureza de una masa que impone límites, costumbres; al ostracismo de aquellos que se rebelan y no quieren seguir la linde.
En este sentido, la voz narrativa se mueve entre la liberación y la confusión. Es consciente de haberse desprendido de una enorme losa, de una idiosincrasia impuesta por otros desde su nacimiento. “Yo era la imagen de lo que no era”[1]LISPECTOR, Clarice. 2021. La pasión según G.H. Madrid: Siruela, p. 28, lo que los demás siempre habían pensado que era; y esa apariencia del no ser la colmaba por completo, porque nunca se había cuestionado al respecto. Ahora, entiende que “la nada era el infierno”[2]Ibíd., p. 73, la máscara humana, y que esa sal que comienza a sentir en sus labios representa la emoción, la palabra, el sabor. El maná, su alimento hasta ese momento, había sido lluvia insípida, una ausencia de sí misma y de todo aquello que no había experimentado. Aun así, nunca antes se había dejado llevar, a menos que tuviera la certeza de hacia dónde se dirigía, y sustituir el destino por la probabilidad es enfrentarse a la aterradora libertad que puede destruir o culminar. “Temo la pasión”[3]Ibíd., p. 14 y le aterra lo nuevo, vivir lo que no alcanza a comprender. ¿Y ahora qué? Ha caído en la tentación de ver, de saber, de sentir. Ha comido del fruto prohibido y, por tanto, ha sido expulsada del paraíso, de la seguridad de un sistema.
La protagonista encara a la cucaracha, afronta sus miedos, mirándose a sí misma, como a través de un espejo.
El miedo paraliza y se extiende a extremidades y nervios, abarcando el amor, la esperanza, el libre albedrío, los impulsos, la moralidad. El miedo es la amputación de algún trocito del alma y de los instintos. Y en ese encuentro con su prosopon duda, camina despacio en la cuerda floja, sin reparar en el abismo, y se obliga a ser equilibrista. La niebla se disipa, y advierte que los seres humanos todo lo postergamos y situamos en un futuro, en un espacio tiempo que no existe. Ubicamos nuestros sueños y objetivos en lo imaginado, porque no soportamos la fugacidad y la realidad del aquí y del ahora. De este modo, nos concebimos como divinidades que vivirán siempre, fantaseamos con la idea de la inmortalidad, de la eterna juventud. Creamos a los dioses porque no soportamos nuestra humanidad, esa “nostalgia de nosotros mismos, que no somos suficiente”[4]Ibíd., p. 128.
Clarice Lispector es un referente de la literatura brasileña del siglo XX. Su estilo y forma son incalificables, por mucho que hayan intentado compararla con unos y con otros. Ella misma reconoció que no escribía para agradar a nadie y que sus textos incluían sensaciones, más allá de los hechos. Enriqueció la cotidianidad con espiritualidad y utilizó la primera persona en sus narraciones con una fuerza arrolladora. Puede que la influencia del misticismo judío que su padre le inculcó tuvieran un peso importante en el uso de la gramática, que impulsan al lector a una búsqueda lingüística constante y a un continuo retorno para desentrañar el significado.
Nunca sabremos quién es G.H. … ¿y si fuéramos nosotros?
Título: La pasión según G.H. |
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