Era uno de esos anocheceres mágicos del verano en los que, mientras la luz se diluye en violetas y naranjas, el calor por fin agoniza. La banda sonora, a cargo de la familia Gryllidae, acompañaba el impactante vuelo de decenas de Lucanus cervus entre los Quercus robur; las siluetas de silenciosos quirópteros y Caprimulgus, daban vida al resplandor de la luna.
Resultaba sorprendente la naturalidad con la que brotaban aquellos latinajos de mi cerebro, dado que ni siquiera recordaba mi propio nombre ni sabía por qué me encontraba a esas horas en un bosque. No era menos intrigante el hecho de que mis manos sostuvieran una caja chorreando sangre y una pala.
Levanté la tapa y vi un hermoso persa azul degollado… ¿Sería mío? ¿Sería de un vecino? ¿Sería la víctima de algún sacrificio?
Lo que parecía indudable era mi propósito de deshacerme del cadáver. Así que, bajo una Castanea sativa centenaria, enterré al minino, arranqué una hoja de un cuaderno de campo que llevaba y, tratando de dignificar su tumba, escribí: «Al Felis silvestris catus desconocido».
Después busqué pistas en los bolsillos que esclarecieran si mi verdadera identidad, presuntamente naturalista, se había entregado al satanismo. O viceversa. En el superior izquierdo encontré hojas de bisturí y un estuche de sutura. ¡Maldición!, la luz se hizo en mi cabeza: me había comprometido a capar al gato de Susana esa misma tarde cuando apareció Lidia… palpé el inferior derecho y, efectivamente, allí estaban la invitación a su fiesta y unas semillas de Datura stramonium.